La fuerza del mito
La Filarmónica de Berlín significa un siglo largo de liderazgo sinfónico europeo conducido por una serie de grandes batutas, que van desde Hans van Bulow a Herbert van Karajan, pasando por Strauss, Nikisch, Furtvängler y Celibidache. Por su calidad de ejecución, consecución de sonido y un pathos especial, fruto, sin duda, de sus maestros, la orquesta berlinesa hace tiempo que se convirtió en mito. La gente no discute ni a los mitos ni a los dioses: los adora. Tanto si hacen milagros como si no los hacen.Así, esta nueva visita de los filarmónicos a Madrid no me ha parecido tan interesante como otras anteriores, siempre teniendo en cuenta que hablamos de quien hablamos. Ni el sonido fue rugiente y greva como de costumbre, ni el pathos conmovió como en tantas ocasiones. Todo lo cual no quita justificación a las largas ovaciones y a los bravos insistentes. Había razones suficientes para ellos.
Festival de Otoño
Orquesta Filarmónica de Berlín. Director: Lorin Maazel. Obras de Mozart, Bruckner, Mendelssohn, Beethoven y Prokofiev. Auditorio Nacional. Madrid, 3 y 4 de noviembre.
Quizá suceda -insisto en el quizá- que, como acertadamente se escribe en la nota sobre la orquesta, la Filarmónica, después de 30 años con Karajan, se ha convertido en "la prolongación de su brazo". Y el brazo de estos días era otro muy diferente al del octogenario y también mítico director, capaz frente a su orquesta de lograr resultados con una mirada o un leve gesto de la mano izquierda. Todos saben lo que quiere Karajan, cuál es el talante de su musicalidad. Basta, entonces, una insinuación.
Con Lorin Maazel, el precocísimo de los años cincuenta, las cosas son diferentes. Él mismo se esfuerza en una gestualidad incluso exagerada que, en ocasiones, roza los pasos de ballet. Y su ideal sonoro también parece otro: más ligero, más eclosoivo en las potencias -a veces, hasta desmedidas- más apolíneo. En cambio, el discurso se teatrafiza (no en vano Maazel cuenta con un brillante historial operístico en Berlín y Viena) y hasta cae en pequeños detalles caprichosos.
La Sinfonía 39 de Mozart; la Séptima de Bruckner, un poco desaforada; la obertura de El sueño de una noche de verano, de Mendelssohn; una Octava de Beethoven que fue lo más bello de cuanto hemos escuchado, y una superpotente Quinta de Prokoflev, un tanto desnudada de sus valores líricos, llenaron los dos programas finales del Festival de Otoño, a los que asistió la reina Sofía, en medio de un triunfo clamoroso. Con todo, ésta no es la Filarmónica que desde hace cuarenta y tantos años venimos escuchando aquí y fuera de aquí.
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