La fuga interminable
LA MUERTE de dos policías a manos del cerebro del asalto al Banco Central de Barcelona, fugado de la cárcel de Ocaña 1 (Toledo) cuando disfrutaba de un permiso carcelario de seis días, añade a su gravedad la irritante presunción de estar relacionado de algún modo con un deficiente funcionamiento del entramado administrativo del Estado y con actuaciones imprudentes e irreflexivas de determinados funcionarios públicos. Y, desde luego, es un acontecimiento que se presta a su utilización demagógica -que ya se está dando- para cuestionar la validez de la política de reinserción social del recluso, ya de por sí bastante incomprendida e incluso contestada en algunos sectores de la sociedad. Porque, aun dando por buena esta política, un hecho así provoca toda clase de dudas sobre los criterios y procedimientos que sirven para su puesta en práctica. Tiene muy difícil explicación que un recluso condenado a 30 años de prisión e integrado en una banda de delincuentes haya podido beneficiarse de un permiso carcelario de los considerados como preparatorios para la vida en libertad, cuando apenas había cumplido siete años de tan grave condena. En todo caso, esta fuga, que ha tenido tan trágicas consecuencias, exige una exhaustiva investigación, y quienes la han posibilitado están obligados a dar cuenta de su actuación.La fuga del célebre número uno' del asalto al Banco Central de Barcelona, perpetrado en mayo de 1981, no puede disociarse de la de cientos de reclusos que en un interminable goteo se evaden cada año de las cárceles españolas sin necesidad de escalar sus muros, horadar su subsuelo mediante trabajosos túneles o recurrir al engaño de los funcionarios: tranquilamente salen por la puerta principal de la prisión para disfrutar de un permiso carcelario y ya no vuelven a franquearla a no ser que un encuentro fortuito con la policía o la recaída en el delito les conduzca de nuevo tras las rejas. Las autoridades penitenciarias siempre han minimizado este hecho con una cifra incontestable: lo que se denomina fracasos no llega al 1% de los casi 100.000 permisos carcelarios concedidos anualmente en el último lustro. Pero si la estadística se traduce a personas de carne y hueso, la situación se torna preocupante. No hace mucho, el propio Gobierno ha reconocido ante el Parlamento que un total de 870 reclusos no regresaron a sus centros penitenciarios en 1987 tras disfrutar de un permiso carcelario. ,
La actual legislación penitenciaria española tiene, al menos de forma teórica, una confesada finalidad resocializadora. Acertadamente considera que el recluso no es un ser eliminado de la sociedad, sino una persona que continúa formando parte de la misma, si bien sometida a un particular régimen jurídico a causa de su comportamiento antisocial, y que debe ser preparada para su vuelta a la vida libre. Los permisos de salida constituyen la base de esta filosofía humanitaria. Y en la práctica sirven de vía de escape a la tensión acumulada en un medio cerrado como el carcelario, cada vez más masificado y de cuyo horizonte ha desaparecido por mandato constitucional la esperanza del indulto general, que tan importante papel desempeñó en la vida penitenciaria del pasado.
Reconocida la bondad de la ley y la nobleza de sus fines, no hay por qué admitir que se aplica correctamente en todos los casos o que no pueda ser modificada en aquellos puntos que la experiencia ha demostrado que debe serlo. Existen muchos casos, en el pasado y en el presente, que ponen en cuestión el acierto de equipos técnicos, de juntas de régimen interior y de jueces de vigilancia penitenciaria en la concesión de los permisos carcelarios. No se comprende bien que se dé igual tratamiento al delincuente primerizo u ocasional que a aquel que ha hecho de la delincuencia una actividad organizada y profesionalizada y cuyo principal interés es volver a las andadas a la primera ocasión que se le ofrezca. El trágico desenlace en que ha derivado, el permiso concedido a un delincuente tan peligroso como el cerebro del asalto al Banco Central de Barcelona es el último ejemplo de que algo no marcha como debiera en la aplicación de la política penitenciaria.
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