Un juglar de clerecía

La añoranza de la trenca con capucha y la barba descuidada encontró anoche en el teatro Alcalá Palace, de Madrid, una compañía aún más antigua y sin embargo original. Paco Ibáñez ha fundido las culturas medievales del mester de juglaría (lo popular) y clerecía (lo culto), en busca de un efecto moderno. Los talludos espectadores de ayer pudieron así cumplir un papel ansiado hace años: ser el pueblo. El juglar de clerecía brindaba su música en la plaza mayor.
Paco Ibáñez se había prendido del hombro la guitarra y sus 53 noviembres para comparecer ante el público y pedir la voluntad. Nada de un fijo por noche y un porcentaje del papel vendido. Volvió de su tercer exilio -el primero, la guerra civil; el segundo, Franco; el tercero, la costumbre- para cantar y llenar la gorra, o bien pagar los gastos.En su actitud duerme el juglar, pero en su voz cantan los literatos. El pueblo congregado podrá acercarse así a la memoria de Rubén Darío, León Felipe, García Lorca, Juan Ruiz o Jorge Manrique, y a los vuelos de Rafael Alberti, Gabriel Celaya o José Agustín Goytisolo.
Tal vez estas letras pudieran recitarlas los concurrentes de anoche, un público por lo común culto y maduro que entró con invitación. Está por ver qué generaciones se reparten las butacas en los días venideros, a precios de entre 700 y 1.500 pesetas; pero a todos ellos el mester de clerecía les tiene reservado como introducción el obsequio de François Rabbath, un contrabajista que acaricia el arco en solitario. No había noticia de que tales genios se prodigaran en la plaza del pueblo. El contrabajista francés -muy lejos de su anónimo colega que retrató el alemán Patrick Süskind- asumió su protagonismo e incluso conversó con los parroquianos, huérfano como estaba de precisión castellana y necesitado, por tanto, de la ayuda de una decena de apuntadores.
El juglar regresó después a nuestra memoria, casualmente con lo que él y Gabriel Celaya difundieron como "arma cargada de futuro". Galopó con Alberti, restauró al poderoso caballero don Francisco de Quevedo y se rió como Góngora y el Arcipreste. Hasta que se le quebró la voz. Pero no podía volver atrás porque el público ya le empujaba como un aullido interminable. .
Testigos del reencuentro fueron Santiago Carrillo y Julio Anguita, aparentemente impertérritos ante los feroces ataques anticomunistas que en su día esparció Paco Ibáñez desde París. También el propio Rafael Alberti y Amancio Prada, y muchos antifranquistas anónimos que un día ocultaron junto a los panfletos y los libros prohibidos de Ruedo Ibérico las revolucionarias músicas que daban voz al verdadero sentido de los poetas.
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