... pero me quedo
Corría el año 1978 cuando Francisco Fernández Ordóñez, a la sazón ministro de Hacienda de Suárez, hizo aquella declaración:"A mí, lo que me gustaría ser de verdad es director de EL PAÍS".
Yo, que llevaba dos años en el potro, me apresuré a contestarle:
"Te lo cambio sin verlo"
De entonces acá Fernández Ordóñez ha tenido tiempo de ser, ademas, ministro de Justicia, presidente del Banco Exterior y ministro de Asuntos Exteriores. 0 sea que, me parece, he sido bastante perdurable.
Para aquellos que todo lo analizan en términos de poder, olvidándose con pasmosa facilidad de la ética, y para los que piensan que es una función intelectual mirarse el propio ombligo, resulta incomprensible. Insoportable, diría yo. ¿Cómo es posible que abandone la dirección de un diario que es, desde hace años y con largueza, el de mayor difusión del país, que ha constituido un símbolo de la construcción democrática y que ocupa un lugar de privilegio en el aprecio, la ensoñación y la envidia de tantos ciudadanos? Aquí tiene que haber gato encerrado.
Pasa a la página 13
... pero me quedo
Viene de la primera páginaA este señor le han dado la patada hacia arriba o en realidad no abandona nada, sino que ha puesto un alátere que le sirva, a fin de no tener que trasnochar mucho por culpa del cierre del periódico. Pero para quienes crean que la vida no es sólo una aventura personal, y sufran la pasión, un poco tonta aunque gratificante, de la trascendencia, todo estará meridianamente claro. EL PAÍS culmina hoy un ciclo de crecimiento y consolidación; es hora de considerarlo como una realidad pujante y no como un fenómeno sorprendente y ocasional.
Hace casi 13 años que me hice cargo de la dirección del periódico, cuya puesta en marcha se debió a la iniciativa de José Ortega Spottorno. Durante tan prolongado período, me he esforzado en hacer de EL PAÍS un instrumento de diálogo colectivo para una sociedad cambiante y abierta a toda clase de novedades, como ha sido la España del posfranquismo.
Y lo he hecho desde el convencimiento, que me acompaña desde que tengo uso de razón en el periodismo, de que los diarios se deben a sus lectores, son de sus lectores, y en la búsqueda de su independencia han de guardar fidelidad a éstos antes incluso que a quienes los escriben, los dirigen o los gerencian. EL PAÍS ha jugado, así, el papel de referente intelectual que demandaba esta sociedad en momentos en que se sentía perpleja. Y en esa tarea colectiva, en la que yo he disfrutado el raro privilegio de ser el primero y hasta ahora único director, ha visto empeñada su existencia un grupo humano de enormes proporciones. Hemos tenido que pagar después el precio del éxito, que entre españoles es siempre mucho más elevado que el del fracaso; pero hemos sentido, también, el apoyo y la solidaridad de cientos de miles, de millones de lectores, que son en realidad los hacedores de esta historia.
No estoy cansado. No puede uno cansarse de tanto goce profesional. Ni, contra lo que algunos quisieran, se me han agotado las ideas. Las que tenga, torpes o correctas, quizá hasta brillantes, voy a seguir diciéndolas en estas mismas páginas mientras disfrute mi pluma de la benevolencia del nuevo director. Ni siquiera estoy triste, aunque soy consciente de la nostalgia que me acecha en el futuro, a la que no pienso resistirme. Estoy fundamentalmente satisfecho de ver que mi periódico es capaz de cumplir lo que predica. Es capaz de difundir el poder, de hacer que éste no se convierta en una obsesión esclavizante de quienes lo ejercen, de abrirse paso a las nuevas generaciones, de escapar a los mitos y sucumbir únicamente a la razón. Y, sobre todo, estoy contento al contemplar la madurez de una obra humana que es capaz de cambiar y controlar su cambio.
Exactamente eso es lo que pretendemos. En un mundo como el de la comunicación, en el que cada vez es más evidente la presión del dinero y la internacionalización de actitudes, hay que moverse si no quiere uno enfermar. La vocación europea de esta casa necesita ser algo más que un montón de frases en un puñado de editoriales. Y el hecho de que la empresa editora de EL PAÍS, con los excedentes que ha generado el periódico, haya podido comprar la gran mayoría de acciones de la cadena SER viene depositando en nosotros desde hace tiempo la responsabilidad de representar al mayor grupo de comunicación español. Para hacer frente a esta responsabilidad, para desarrollar sus potencialidades, para devolverle a la sociedad la confianza que ella misma nos entrega, necesitamos transformar nuestra estructura. Fue en principio ideada para fabricar un periódico de elites, y hoy tiene que responder a las demandas de millones de ciudadanos.
Creo que merece la pena resaltar el hecho de que el Consejo de Administración de PRISA confíe en el equipo profesional del periódico estas tareas de desarrollo. Durante 26 años de mi vida he sido simplemente un periodista. No poseo otros títulos académicos, y mis colegas saben en qué poco aprecio tengo el libramiento de carnés que faculten para el ejercicio de la profesión. Pero siempre he creído que es misión de los periodistas, y no de ningún otro colectivo, la de administrar el derecho a la información de los ciudadanos, que es por su propia naturaleza un derecho ajeno, de los otros, y que emana de una libertad siempre frágil y amenazada. Por lo demás, mi mejor especialización para hacer frente al encargo que recibo ahora proviene del hecho de haber trabajado estrechamente durante 13 años con Jesús de Polanco, quien me precedió como consejero delegado en los inicios del periódico y cuya presidencia ocupa desde hace un lustro. A su lado he aprendido el humanismo que encierra el mundo de la empresa y de la economía, algo demasiado desconocido para los españoles, castigados durante décadas por el capitalismo feudal y agrario, víctimas hoy del éxito de los especuladores financieros, y huérfanos del espíritu saintsimoniano que ha facilitado el desarrollo industrial y tecnológico de tantos países. Con Polanco, y con Javier Baviano -cuya decisión de abandonar el barco de EL PAÍS para adentrarse en otras singladuras no le evitará la gloria y el martirio de haber sido principal protagonista de ésta-, he sufrido y he gozado lo indecible en estos 13 años. Y si en el capítulo de los agradecimientos tendría que ser tan extenso que no me lo permitirían los lectores, no me puedo permitir yo mismo el ser tan breve que no cite el nombre de Augusto Delkáder, actual director de la SER, que durante casi una década rigió con admirable capacidad profesional los destinos de la Redacción de este periódico. Me siento, así, como el director de una orquesta que ha terminado su primer concierto de la temporada y que invita a saludar a los solistas y a los patrocinadores del acto. En cualquier caso, éste se realiza hoy ante un vastísimo auditorio, y sería una tontería que no dijera que mí placer es mayor porque esta despedida se produce coincidiendo con la fecha en que nuestro suplemento del fin de semana alcanza una tirada superior al millón de ejemplares. Ante este millón de países, que constituye para nosotros la mejor ovación que podamos recibir, saludan hoy los triunfadores de la noche: una Redacción numerosa y variopinta, a la que más que a nadie tengo que agradecer su ayuda, y de la que surge el nuevo director del diario. Propuesto al consejo de administración por estrecho acuerdo entre Polanco y yo, fue aprobado por unanimidad, y más del 80% de los redactores le han prestado adhesión en el voto consultivo al que tienen derecho los periodistas de EL PAÍS. No necesitaba Joaquín Estefanía tantos avales, puesto que su biograflia exhibe abundantes garantías de su profesionalidad, pero es satisfactorio ver que no tiene que pedir disculpas a nadie para desempeñar un puesto para el que le sobran merecimientos y en el que han de abundarle los apoyos, el mío el primero. Con él y con su equipo directivo, que es el mismo que ha permanecido hasta ahora al frente del diario, la continuidad de la línea editorial y la potenciación de EL PAÍS quedan más que aseguradas. Pretendo, finalmente, no ser cansoso en los elogios, que al cabo no ahuyentarán nunca la insidia de los tontos. Trato sólo de explicar con esto el significado de una decisión tomada e instrumentada colectivamente por un equipo humano cuyo mayor capital es la fe en su propio trabajo.
Por lo demás, como Neruda en sus poemas de amor, me voy ... pero me quedo. Mi nombre va a seguir apareciendo en la mancheta de EL PAÍS, en diferente situación jerárquica y con otras responsabilidades. Espero en el futuro disfrutar, desde ahí, tanto como lo he hecho en el pasado. Y a una periodista a la que hurté el otro día respuestas cuando me preguntó al micrófono si era feliz, hoy le contesto, en esta confesión de parte a la que tenían derecho mis lectores: "Sí, soy feliz. Lo soy en lo personal, y en lo profesional: tengo el trabajo que quiero, lo hago con la gente a la que quiero. Y no me sale mal del todo".
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