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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El síntoma Amedo

CON LA decisión de procesar a los funcionarios de policía José Amedo y Michel Domínguez por su presunta relación con los crímenes de los GAL, es el terrorismo de Estado lo que se sentará en el banquillo. La Audiencia Nacional ha concluido la etapa preliminar de un proceso que, más que ningún otro en los últimos años, ha puesto a prueba la independencia del poder judicial frente a los que enarbolan la razón de Estado para encubrir y justificar el delito y garantizar la impunidad de quienes lo promueven y ejecutan. Hay que felicitarse de que la justicia española haya salido airosa del embate, y no fundamentalmente porque se haya pronunciado en el sentido en que lo ha hecho, sino porque ha sido capaz de actuar con libertad e independencia frente a las presiones y los obstáculos opuestos por el Gobierno socialista desde el instante mismo en que el asunto Amedo arribó a los dominios de los tribunales.El caso, que ahora inicia el camino imparable de su enjuiciamiento público ante un tribunal de justicia, afecta desde luego a las conductas concretas de los funcionarios procesados. Pero a través de ellas, y teniendo en cuenta el tipo de actividades delictivas que se les imputa, la conexión de éstas con sus funciones policiales y las sospechas más que fundadas de su financiamiento con dinero público, serán enjuiciados también los criterios dominantes en una parte importante de las actividades de la seguridad del Estado. Y en concreto, la tendencia de determinados servidores públicos a implicar al Estado, con la anuencia de sus jefes, en peligrosas aventuras ajenas a la ley y al derecho.

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Que el caso Amedo trasciende las personas concretas de los hasta ahora implicados y que apunta a zonas más amplias y más altas del aparato estatal ha sido puesto en evidencia por las reacciones que ha suscitado su investigación en las áreas del poder político. Bajo esta luz tiene explicación la obstinada y sistemática obstrucción que desde el Ministerio del Interior se ha hecho a la actuación de la justicia, la inexplicable e intencionada irrupción del fiscal general del Estado en el procedimiento y, en definitiva, la beligerancia con que desde el ámbito del Ejecutivo se han seguido los pormenores de la investigación judicial. Ello hace que el caso Amedo se haya convertido en una prueba sobre la consistencia de las estructuras del Estado demócratico y sobre el papel que incumbe al poder judicial en cuanto tutelador de los derechos fundamentales de los ciudadanos frente a todos los poderes públicos.

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Por lo demás, el procesamiento de Amedo y Domínguez no debe sorprender. Sólo los obstinados en no admitir lo evidente podían desconocer que esta decisión estaba ya claramente prefigurada en la valoración jurídica que de los indicios delictivos habían ya adelantado los magistrados al pronunciarse contra la libertad provisional de los ahora procesados. Con estos antecedentes, lo sorprendente hubiera sido una decisión distinta. Tampoco debe provocar sorpresa la decisión de los magistrados de mantener la situación de prisión preventiva de los procesados. No otro es el criterio -perfectamente acorde con la legislación antiterrorista aprobada a instancia del Gobierno- que la Audiencia Nacional viene aplicando a los integrantes de bandas armadas que son acusados de delitos como los que son imputados a Amedo y Domínguez y a los que corresponden altas penas de prisión. Lo que procede es que esta situación, en la que todavía los procesados gozan del derecho constitucional a la presunción de inocencia, concluya cuanto antes con la rápida celebración del correspondiente juicio oral y público. Sólo así podrán confirmarse o diluirse definitivamente las graves imputaciones que pesan sobre los procesados y verificarse si es algo más que una hipótesis procesal el hilo que conduce a la inquietante X con que el juez Garzón corona el organigrama de la siniestra trama de los GAL.

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