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Tribuna:LAS CÁRCELES Y LA REINSERCIÓN SOCIAL
Tribuna
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¡Que se pudran!

Cuando la señora Margaret Thatcher fue informada de que un juez mallorquín había ordenado el ingreso en prisión de unos jóvenes británicos, protagonizadores de una seria alteración del orden público en la turística zona de Calvia, a resultas de la cual falleció un taxista por evidente relación con la violencia de que fuera objeto, pronunció severamente la frase que da título a este comentario, añadiendo que a su vuelta al Reino Unido, si eran puestos en libertad, ella se encargaría de encerrarlos de nuevo.Sin perjuicio de compartir en toda su intensidad la indignación de la premier británica porque sus aguerridos compatriotas, gamberros o hooligans tengan la poco civilizada flema de hacer ostentación de pésima educación cívica y se comporten bárbaramente en sus visitas al continente, con la gravedad que llega a reflejarse en sucesos tan condenables como los provocados en los estadios continentales, es evidente que la frase en cuestión revela toda una filosofía del concepto exclusivamente represor de las cárceles.

Las prisiones o cárceles concebidas como puros pudrideros humanos pertenecen al mundo de un pensamiento cronológicamente medieval y políticamente autoritario-represivo, con la simple modificación de su peculiar terminología de los calabozos, mazmorras, lugares bien alejados de lo que contemplan la mayoría de las constituciones progresistas como instrumentos forzados y penosos que se legitiman por y en su voluntad rehabilitadora o reeducadora, a la luz de la generalizadamente admitida prohibición de tratos inhumanos, degradantes, innecesariamente aflictivos, pues la obligada protección a la integridad física y moral de todos los ciudadanos, incluidos los penados, como derecho humano inalienable, no puede admitir estos comportamientos.

Si nuestra Constitución contempla las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad orientadas hacia la reeducación y la reinserción social, es obligado plantearse seriamente el uso que de ambos instrumentos se está haciendo, cuestionarse su utilidad tanto para el condenado como para la sociedad, que en muy pocas o nula vez obtiene gratificación o reparación alguna, individual o general, del sacrificio indudable que se impone a los reos, por muy legítimo y legal que éste aparezca a la luz de la aplicación de la legislación vigente.

Bueno sería que en lugar de la norma generalmente aplicada, el penal, esta medida fuere la inexcusablemente imponible cuando el estado de privación de libertad del afectado por la medida sea indispensable para garantizar la libertad y seguridad ajena. Y bueno sería, además, que las alternativas y selectivas medidas de seguridad a administrarse por los jueces fueran poco a poco comiéndole camino a la expeditiva solución de "que se pudran" o "que los encierren".

Reeducación social

Cuando se habla de reeducación y de reinserción social como obligación de la sociedad a través del Estado se está pensando en seres humanos, por muy condenables que sean los hechos contemplados, uno a uno, y qué duda cabe que cargando la sociedad con una penosa y costosa obligación sobre la eficacia y acierto del proceso rehabilitador de cada uno de ellos, por lo que en la aplicación de la pena, ni automática ni rutinaria, individual y particularizada, los propios tribunales, a quien según la Constitución corresponde la ejecución de lo juzgado, tienen que tener esa prudencial actividad dispositiva y administradora de la ejecución de la sanción impuesta, pues cuando han hecho recaer ésta sobre alguien lo han hecho en la expresa búsqueda de esa reeducación y reinserción, y no sólo como un ejemplar castigo o para satisfacer particulares o generales deseos de venganza.

Hemos de preguntarnos, uno a uno, sobre muchos delitos y conductas penalmente tipificados, que son socialmente reprobables y jurídicamente reprobados, y si la cárcel por sistema, la pena de privación de libertad, en las condiciones reales en que hoy ha de sufrirse, sirve para algo. Ignorar que en los establecimientos penitenciarios hablar de integridad física y moral y de reeducación o rehabilitación es un sarcasmo, es cuestión de puro cinismo.

Nadie duda que, concretamente para el profesional de la delincuencia, bien lo fuere por razones sociológicas o por equivocada convicción política, es lamentablemente inexcusable la privación de libertad, como garantía para la no comisión y repetición de otros e irreparables delitos. Me refiero expresamente a los supuestos de inequívoca irrecuperabilidad de los mafiosos y delincuentes profesionales y a las organizaciones criminales y terroristas, nacidas por y para el crimen.

Mas al lado de estas conductas, se están aplicando idénticas medidas a delincuentes cuyo delito, nunca justificado y que no admite paliativos, no constituye más que la expresión ocasional; lamentable y evidentemente exigida de corrección de una conducta que agotó su tracto en sí misma, sin ser reflejo de una tendencia criminógena ni siquiera en condiciones análogas.

Por peligroso que sea, es necesario poner ejemplos. No es comparable el delito cometido bajo la influencia de la droga, en la enajenación de la propia pérdida de libertad y responsabilidad, con el del profesional narcotraficante y sus muy variados, hasta respetados y bien remunerados cómplices. Y no es comparable la apropiación indebida del cajero o del depositario, en situación de extrema alienación, con la nueva delictuosidad de empresas dedicadas a la maquinación, la especulación y el tráfico de influencias.

Se trata, en suma, de no dejarnos adocenar, de ser conscientes de que esto de las cárceles, así y como hoy lo vemos, no funciona, y de, sin pausa y ya con una cierta prisa, preocuparnos por ir saliendo de esa profunda y asumida contradicción en que nos debatimos entre la penosa realidad y la aún inédita aplicación de una esperanzada Constitución.

Pablo Castellano es vocal del Consejo General del Poder Judicial.

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