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Tribuna:
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El sangrante fracaso

Un joven manifestante herido pide ayuda a alguien a quien toma por uno de los suyos; por toda respuesta recibe de ese policía de paisano una ráfaga de metralleta. Un grupo de adolescentes se afana en replegar una banderola que acaban de enarbolar porque es la hora del toque de queda y sus padres, desde lejos, les han advertido de ello; caen bajo las balas de soldados que tienen su misma edad Y que parecen despavoridos, embrutecidos, drogados. Hombres y mujeres, esta vez adultos, acuden a reclamar los cuerpos de sus hijos muertos. No están armados; ni se muestran agresivos. Se les tacha de islamistas. Serán asesinados también casi todos. Los supervivientes se habían echado al suelo y habían simulado estar muertos. Estas escenas de horror no han sido extraídas de un filme de terror sobre Vietnam. Acaban de ocurrir en Argelia. No he citado aquí, porque el asunto es demasiado grave, más que hechos que han sido objeto de relación, por testigos oculares.Sí, esto ha ocurrido en Argelia. Es insoportable, e injustificable. El horror sigue siendo horror, venga de donde venga y cualquiera que sea el nombre con que se bautice. Todos los argumentos que se invoque para relativizarlo, atenuarlo o comprenderlo son indecentes y, en definitiva, sospechosos. Diría incluso que cuanto más se proclame uno amigo de Argelia, más debe uno denunciar las desviaciones, en este caso monstruosas. Sería un desprecio rayano en racismo considerar que existen barbaries que algunos pueden permitirse.

Es posible que el Estado francés tenga razones para practicar la prudencia y la circunspección. Vivimos con los argelinos en una increíble intimidad económica, estratégica y cultural: 800.000 argelinos viven en Francia, un millón de pied-noirs fueron repatriados. Estamos en perpetuas negociaciones para la compra de gas y petróleo. Argelia es la clave, lo dijo De Gaulle, de un equilibrio magrebí que debe formar parte de nuestra estrategia. Nos obsesiona la idea de que pudiera haber en Argel un régimen antifrancés. Si el presidente Chadli Benyedid sale vencedor de esta prueba, y si los argelinos se reconcilian con su Estado, podría ser a nuestras espaldas.

Se subraya, además, en los medios responsables franceses que el presidente Chadli Benyedid ha intentado desde hace dos años una experiencia de liberalización. De forma sin duda paternalista y desordenada, a través de concesiones puntuales a los habitantes de la Kabilia, a los estudiantes, a los agricultores, a los comerciantes, a veces incluso a los abogados y a los periodistas, ha demostrado que sentía crecer el malestar, si no la revuelta. Ese intento de liberalización tímida y titubeante ha sido contrariado, secuestrado y saboteado a todos los niveles y en todos los dominios por una parte del Ejército, que reprocha al presidente su apertura marroquí y su abandono del Polisario, y por una parte del FLN, que denuncia la traición al ideal islamo-marxista. El presidente vive en medio de una guerra de clanes civiles y militares. El único reproche que se le hacía antes de la represión era el de ser un rehén que practicaba el nepotismo. Se acusaba a los suyos de corrupción, nunca a él. Después de la represión, se le acusa de todo.

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Y es que esta represión constituye el más sangrante fracaso de lo que durante mucho tiempo se ha llamado modelo argelino, y cuyo ascendiente en el Tercer Mundo no tenía parangón. Sólo Fidel Castro pretendía disputar a Argelia su liderazgo sobre la tricontinental revolucionaria. La guerra de siete años fue atroz, y los mártires, numerosos, pero los argelinos se preocuparon menos de ganarla que de forjar un Ejército de cuadros revolucionarios y un partido, el FLN, de organizadores políticos. En todas las instancias internacionales, sus brillantes diplomáticos, formados en las grandes escuelas francesas o anglosajonas y aureolados del prestigio conferido por la guerra de independencia, se afirmaban con una autoridad que algunos a veces juzgaban arrogante. Para triunfar en una revolución era preciso estudiar el levantamiento argelino; para vencer en una negociación había que pasar por Argelia, y por sus diplomáticos y sus agentes especiales si se quería liberar a un rehén, por no hablar de la potencia de su policía. Un ministro del Interior francés, español o italiano sabe que está condenado a entenderse con su homólogo argelino si quiere evitar ciertos desórdenes. El país, con el Sáhara, es inmenso. Las rentas del petróleo daban la ilusión de la riqueza. La doble práctica proclamada de una ascesis socialista y un puritanismo islámico convertía al país, según se creía, en intocable.

Ahora bien, el itinerario argelino se revelaría, por el contrario, caricaturesco en la aplicación forzada de un estalinismo oriental, corregido aquí y allá por los caprichos de un despotismo bonachón. Un Ejército cuyos comisarios políticos se formaron a menudo en la URSS. Un partido único, el FLN, controlando toda la vida política, las asociaciones y la Prensa. La opción Inicial de la famosa industria pesada y de la no menos funesta colectivización brutal de las tierras. La formación de asociaciones y sindicatos oficiales. Una sociedad dirigente habitada por el conocido complejo obsesivo que conduce a ver, más tarde a sus citar y, por fin, a reprimir complós por todas partes. Finalmente, una burocracia complicada e incompetente que favorecería muy pronto el nacimiento de una poderosa nomenklatura, la cual, a medida que se fue ron haciendo sentir los efectos de la crisis del petróleo, reuniría todas las condiciones para que apareciese -maldición de las maldiciones en tierra argelina la corrupción. Hubiera sido necesaria toda la salud, toda la desenvoltura de ese pueblo admirable para no quedar aplastado bajo el peso de una tan espantosa sucesión de lógicas infernales. Después del colonialismo, Occidente aportaría a los argelinos esta monstruosa derivación, o realidad, del leninismo estalinismo. Y he aquí a Argelia convertida en el antimodelo.

Me doy cuenta de que mi reacción ante el horror me hace utilizar una crueldad poco notarial. Todo esto no ha sido vivido, es evidente, en el fanatismo de la ideología o en el cinismo de un cesarismo ciego. Por el contrario, he tenido la ocasión de observar, en el curso de numerosos viajes, las ilusiones de la antigua clase dirigente. Escribí entonces, para comprenderles, que a todos estos líderes que recibieron su poder de un acto épico y fundacional, a todos los creadores de grandes revoluciones o de jóvenes naciones, les costaba un enorme trabajo resignarse a los hechos evidentes de la historia política. Por un lado, ninguna gloria puede ser nunca fuente de derecho; por otro, no siendo la experiencia transmisible en ningún caso, la juventud, para ser fiel a sí misma, tiene que ser ingrata.

Oí a hombres muy válidos en Argelia, como también en Túnez, sostener que la construcción de la nación debía preceder a la de la democracia, y que las bases de esta construcción residían en la historia de la epopeya de las guerras de independencia. El paso del candor a la coartada se franqueaba rápidamente. ¿Cómo -se decía- los revolucionarios que hace apenas 30 años forjaron con sus manos y con su sangre los cimientos de su Estado no acabarían sucumbiendo a la tentación de servirse del culto a los héroes y al milagro para perpetuar durante la paz la implacable dísciplina de los tiempos de guerra, y sobre todo para justificar su poder personal? Como los norteamericanos, los israelíes y, hoy, los palestinos, crearían una nación de los pies a la cabeza. Y ellos serían los padres, no los hijos. Para triunfar sobre los males infligidos por la atroz guerra colonial hicieron milagros a veces. Pero el poder absoluto les ha corrompido absolutamente poco a poco.

Pero incluso esta clase, que todavía creía ciegamente, a pesar de todo, en los ideales, dejó su lugar a múltiples redes de dominación de vigilancia y de delación. El FLN siempre fue una organización de resistencia particularmente cruel. Durante la guerra, algunos amigos y yo tuvimos la ocasión de publicar una denuncia contra algunos de sus métodos, y supimos después que uno de los jefes históricos la aprobó. El terror revolucionario fue uno de los instrumentos privilegiados de unidad

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El sangrante fracaso

Viene de la página anteriory de eficacia. Durante su revolución, el FLN se sirvió de este instrumento contra los franceses, pero también contra numerosos argelinos tibios, neutros o colaboradores. Queda mucha de esa crueldad en la forma en que fue reprimida la revuelta de estos días.

¿Cómo va a pasar estas pruebas el régimen argelino? Todos los que, en un momento de su vida, estuvieron familiarizados con los asuntos magrebíes, y más especialmente argelinos, saben que todo lo que tiene que ver con la humillación y el orgullo es explosivo. Escuché a un argelino de París decir en una emisora de radio: "Los tunecinos, a los que acostumbramos a despreciar un poco, son más libres que nosotros; los marroquíes, que nos exasperan, son más prósperos, y aquí, en Francia, los argelinos son, al mismo tiempo, más libres y más prósperos. ¿Entonces? Yo creía que habíamos hecho la revolución más grande del mundo y que éramos los campeones en todos los dominios. ¿Y todo esto desemboca en la incapacidad para contener una manifestación de otra forma que no sea disparando contra la multitud, contra los nuestros, contra nuestros hijos?". Allí, la humillación se transforma en angustia. Le será necesaria, a Chadli Benyedid o sus sucesores, mucha sensibilidad, convicción y autoridad para cicatrizar heridas tan profundas.

Escribo esta líneas, sin duda, con tristeza. Pienso en todos mis amigos, esos escritores, poetas y novelistas argelinos que deben encontrarse heridos en el fondo de sus almas. Pienso en Kateb Yacine, el más grande de entre ellos, y del que puedo atestiguar que lo había previsto y temido todo. Ellos saben distinguír bien entre las fidelidades y los cálculos; entre el retorno del reprimido grito de "¡Argelia, francesa!" y los ecos del racismo, de una parte, y los que, de otra, viven con ellos el derrumbamiento de un sueño. Saben también que cualquier evocación del colonialismo para excusar el horror constituye una coartada, nauseabunda por lo demás para los jóvenes, que ignoran esa época. Saben también que los antiguos combatientes del anticolonialismo que se han solidarizado durante la guerra con el pueblo argelino no pueden, sin traicionarse, abandonar a este pueblo en provecho de sus gobernantes.

En cuanto aquellos, principalmente los comunistas y el MRAP, que se atreven a hablar de un asunto interno argelino en el que los antiguos colonizadores no tendrían que inmiscuirse, están simplemente impidiendo que Occidente se sienta concernido por lo que pasa en cualquier rincón del planeta, y sobre todo incitan a no hacer nada para que acabe la represión. No me produce ninguna alegría observar el fracaso del modelo argelino. La emancipación del Tercer Mundo no ha encontrado todavía su camino. De ahora en adelante, la única cosa que se sabe es que, bajo todos los cielos, en todos los continentes, cualquiera que sea la dirección de los vientos y la altura de las estrellas, la necesidad de la democracia, de la libertad y del derecho alimentan de esperanza y de temeridad a la juventud del planeta.

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