Sobresaltos televisivos
Los usuarios españoles de canales de televisión por satélite no ganan para sobresaltos. Primero fue el espejismo del Canal 10, cuyos escasos clientes se que daron sin señal de la noche a la mañana por falta de previsiones técnicas de la empresa propietaria, y ahora, y sin aviso previo, la mayoría de los que tienen ins taladas antenas parabólicas orientadas a los satélitesIntelsat y Eutelsat ha dejado de recibir en las pantallas de su aparato televisivo, o los reciben en malas condiciones, cinco programas en habla inglesa, así como los emitidos por el canal público italiano RAI-1, a causa de cambios en la orientación de los satélites internacionales. Ya sea por la arbitraria decisión de los responsables de los mencionados satélites, ya sea por los obstáculos que el Gobierno socialista ha puesto a la creación de televisiones privadas de difusión terrestre, lo cierto es que el televidente español parece condenado a una oferta televisiva dominada por el monopolio estatal en condiciones de clara ventaja.
Y mientras esa oferta no se amplíe, el control político del medio será una práctica habitual por los Gobiernos de turno. La mejor medicina para combatir ese mal es relativizar la importancia de una determinada televisión con la apertura de todas las opciones que sean fisicamente posibles: la manipulación de un medio no hegemónico, en competencia equitativa con otras cadenas, dejaría de tener mucho de su atractivo actual. Mientras eso no ocurra, de poco valen manifestaciones como las realizadas ayer ante el Congreso por la directora general de RTVE. Nadie duda que Pilar Miró lo dirige todo en Televisión -para eso fue nombrada-, e incluso podría admitirse que no reciba consignas. Nada cambia. El director general de RTVE es nombrado en virtud de un mecanismo en el que importa el juego de las mayorías y minorías políticas y no los méritos profesionales, aunque los haya. Como resultado, el director general es un cargo de confianza de la mayoría política gobernante y no son necesarias las consignas porque cesará inmediatamante en cuanto pierda esa confianza.
En lo que se refiere al problema concreto planteado por los satélites, sea cual sea la validez de las razones alegadas, los usuarios de algunos de los canales se han encontrado ante una situación de indefensión absoluta, sobre cuya posibilidad nadie les había alertado con claridad, por más que en la letra pequeña de los contratos de instalación de antenas figurase la consabida cláusula de la no responsabilidad de los instaladores en los cambios de canal. Es dudoso que, de ser advertidos con precisión de que los programas que ahora han dejado de percibir están destinados primordialmente a zona de habla inglesa o de que existía un contrato que obligaba a la RAI a trasladar la emisión de sus programas de un satélite a otro, o que algunos de los actuales programas de recepción libre puedan ser codificados en un futuro próximo, se hubieran arriesgado a invertir ni una peseta en un servicio tan aleatorio. Lo que ha sucedido es el primer toque de atención sobre el gigantesco malentendido que ha acompañado a la expansión del fenómeno de la televisión sin fronteras y al abandono que de la política de comunicaciones ha hecho el Gobierno.
En el campo de la televisión por satélite nada está asegurado, y quien se aventura en él debe, saber que lo hace a su entero riesgo. Porque quien libremente emite una señal es lógico que pueda libremente retirarla o transmitirla por otra vía. Pero si lo ocurrido sirve para clarificar la situación y adaptar la gran oferta actual de televisión por satélite a la realidad, se habrá dado un paso importante a fin de asentar sobre bases sólidas un mercado que se revela prometedor.
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