_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El abismo entre niños y adultos

El suicidio de cinco escolares en apenas una semana ha conmovido a la opinión pública. Con este motivo, el autor de este artículo reflexiona sobre el foso que aísla cada vez más a la infancia y a la adolescencia del mundo de los adultos.Demasiadas muertes entorno a una escuela que dice preparar para la vida. Aunque una solamente sería ya excesiva. Hay un aumento creciente del malestar de los docentes y de las patologías de los alumnos. El suicidio infantil y juvenil por "causas escolares" es su manifestación más extrema y dolorosa. No caben demagogias ni simplificaciones.Aceptamos con resignación una muerte natural, pero nos irritamos cuando alguien muere por voluntad propia. Nos condena a permanecer instalados en la vida con la soledad infinita de quien se pregunta, triste y tardíamente, qué pudo hacer y no hizo por evitar esa ausencia definitiva. Buscaremos motivos, inventaremos argumentos y razones que calmen esa sensación de estupor.

Inventamos así el suicidio escolar, un término que nos permite pasar el umbral del primer sobresalto y archivar el espanto en la memoria de los hechos clasificados, aquéllos que no conviene remover. Pero cuando es un niño, o apenas aún un adolescente, el que se quita la vida, algo se quiebra como un cristal inobservado. Nos negamos a entender: no puede haber razones. Partimos, como defensa, de una imagen infantil de la propia infancia, de estereotipos rosados acerca de la adolescencia. Son prejuicios sobre los niños que nos vienen bien para habitar junto a ellos, pero no con ellos. Nos negamos a enfrentar una realidad, por momentos y en ocasiones estridente, excesivamente opaca y contradictoria: los niños sufren, maduran difícilmente y se desesperan, igual que hacemos los mayores. Sólo que ellos no poseen aún las claves de la aventura vital, los recursos emocionales, los instrumentos intelectuales o culturales que nos protegen, incluso de nosotros mismos. Precisamente por esa radical indefensión, que poco tiene que ver con la edad y más con las circunstancias de ese tiempo, ellos nos exigen -en silencio, a menudo- nuestra ayuda, la seguridad de nuestra presencia y el calor de la palabra. El suicidio es una forma de pedir todo eso...

En la vida del alumno hay momentos de absoluta soledad. Son los ritos de transición que hemos convenido los mayores para incorporarlos a la tribu. Ritos para todos, fuertes o débiles. Los exámenes, por ejemplo. Cuando amanece ese tiempo colectivo de juicio y medida hay autoestimas que estallan en mil pedazos. El fantasma de eso que llamamos impúdicamente fracaso escolar aparece por el horizonte con su estela tecnocrática de exorcismos nada piadosos, tranquilizándonos con razones que, finalmente, no explican más que nuestro mismo miedo. En tales ritos civiles, los sacrificios y las víctimas son excesivos.

Quizá convendría, por respeto cuando menos, interrogarnos con mayor lucidez -y probablemente con más dolor- sobre nosotros mismos, en lugar de limitarnos a inquirir una y otra vez por qué lo hizo. Hay cuestiones que yacen junto al cuerpo roto de un niño suicida. Así, qué le damos como vida cotidiana y como expectativa de mañana a jóvenes y niños. Qué les exigimos y de qué modo les hacemos madurar. Qué espacios y cuáles son los tiempos que les concedemos para soñar. Qué instituciones respetan su derecho a desarrollarse como seres autónomos, más allá de nuestras pesadillas, destilando el placer y la responsabilidad de ser alguien entre otros seres. Por qué nos empeñamos compulsivamente en hacerlos tan deprisa y tan iguales... Y otras tantas cuestiones que, sobrepasando el estupor inicial, se dirigen al entorno social y cultural de un cadáver incómodo, en lugar de apuntar sólo a certificar las huellas de su culpabilidad. Sea cual sea la respuesta a esas cuestiones, siempre estaremos aún a tiempo de ensayar un gesto de comprensión que nos aproxime inteligentemente a los niños y a los adolescentes.

Y eso es más positivo que ocultar la cara entre los pliegues cómodos de nuestros esquemas de adultos: el fracaso escolar es uno de ellos, más no el único. Ese ensayo de reflexión es una interrogación acerca del sentido de la vida del adulto mismo, por eso nos da miedo hacerlo. Al fin y a la postre, el niño es el padre del hombre. Debiéramos ya saber que cuando uno sólo de ellos muere por su propia mano, todos quedamos huérfanos por un instante eterno.

Fabricio Caivano es director de la revista Cuadernos de Pedagogía.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_