Armenizando
La historia de cualquier pueblo es, entre otras cosas, el recuerdo de sus sufrimientos. Los sufrimientos suelen ser tan considerables que para Renan eran fundamentales en la conformación de una nación. Algunos pueblos, sin embargo, destacan de tal manera que la desgracia les persigue como una sombra. Es el caso de Armenia. Su historia está llena de fracturas, escisiones, expulsiones, devastaciones, muertes violentas, saqueos y cambios de amo. Los armenios han sido dispersados por el mundo, y los que permanecen en esa montañosa zona de Asia Menor viven repartidos entre distintos Estados independientes. De los armenios se recuerda, habitualmente, el genocidio que sigue a la Primera Guerra Mundial. Y, más recientemente, los actos violentos que realizan los armenios (generalmente contra los turcos). Son el trágico testimonio en nuestra memoria de unas personas sepultadas en medio de otros acontecimientos supuestamente más actuales.Armenia -una parte (le Armenia- ha vuelto a ser actualidad recientemente a causa de su rebelión directa contra Azerbaiyán e indirecta contra el poder central soviético. Las manifestaciones armenias que no hace mucho tiempo tuvieron lugar dentro de la URSS han sido difundidas por todo el mundo. La idea, a contraluz y corno escondida, que hemos recibido de tales manifestaciones sugiere que los movimientos han sido amplios, casi totales. Los armenios reivindicaban, como mínimo, que se les devolviera a otros armenios situados en una república soviética con otra lengua, otra religión, otras costumbres y, cosa aún más importante, sometidos a la presión de una mayoría que les sería hostil. (En estos casos, la famosa regla de la mayoría no sólo no resuelve nada, sino que puede agravarlo.)
Que yo sepa, nadie ha tachado a los armenios de injustos, retrógrados o expansionistas. A lo sumo, alguna conciencia prudente ha insinuado que no era políticamente conveniente presionar demasiado en las exigencias expuestas para no interferir así en las reformas emprendidas por Gorbachov. Y, días atrás, cuando un armenlo que ha sobresalido por sus protestas fue expulsado de la URSS, lo que se hizo fue reseñar la noticia, transmitir alguna de sus palabras para, al final, acogerle con la equívoca amabilidad de quien no sabe si está ante un amigo, un conocido o Dios sabe qué.
Airikian, efectivamente, fue expulsado de la URSS después de permanecer detenido desde el mes de marzo. A través de Etiopía fue enviado a Occidente. Antes había pasado varios años en cárceles soviéticas por pedir no sólo la autonomía, sino, a lo que parece, la independencia. De Airilcian, insisto, sólo tenemos algunas fotos y parcas declaraciones a la Prensa en las que defiende, en algún grado, la independencia de Armenia. (No debería de ser contradicción alguna pedir, en algún grado, la independencia de algo.)
Conviene preguntarse por la actitud, en nuestros medios, en relación a personajes como el citado Airikian.. Dos serían las posturas más típicas. La primera es la de aquellos que le contemplan con buenos ojos, puesto que se opone a un poder que, considerado como no democrático, justificaría cualquier protesta en su contra. Para éstos, el nacionalismo de Airikian no cuenta, tragándoselo la oscuridad. La segunda es la de los que apoyan, con cierta cautela, su nacionalismo, siempre y cuando dicho nacionalismo se mantenga en los límites de un sentido común que no se cansa de pedir respeto por las costumbres y tradiciones de un pueblo. El humanismo democrático, aquí, respira hondo. Existen, natural mente, mezclas de las dos posturas: está bien ser nacionalista un poco, pero sin desestabilizar demasiado, o está bien desestabilizar un tanto, dado que el poder contra el que se lucha no es democrático, o, en fin, no está bien desestabilizar si se desestabiliza desde el nacionalismo, etcétera.
Ahora bien, raramente se encuentra uno con la opinión siguiente: X o Y es disidente porque es nacionalista, y eso importa. Podría ocurrir que las cosas fueran más sencillas. Y el pensador (no el repetidor, que sólo dice a gritos lo que el político ha dicho antes sin más horizonte que sus narices) tendría que aplicar el aforismo de Nietzsche según el cual "El pensador... sabe considerar las cosas más sencillas de lo que son".
Podría ocurrir, en suma, que los nacionalismos -armenios o no armenios- contengan más sustancia que la tradicional y peyorativamente reconocida: irracionalidad en el sentido de no -uso de la razón y emotividad en el sentido de ceguera. Otra sustancia, sin embargo, podría ser la del desafio al Estado desde la voluntad de quien no se siente a gusto si le imponen el mando por motivos ajenos a tal voliantad. Un nacionalismo tal se encarna, evidentemente, en una cultura y unas diferencias que dan a aquella voluntad un cuerpo bien preciso. En ese caso -y más allá de Airikian, quien, supongo, estará ya cómodo en EE UU-, la disidencia nacionalista no hay por qué verla a través de un espejo empañado. El Estado, por su parte, afirma superar el nacionalismo. Nada más falso. Cuando surge el conflicto entre el insumiso y el Estado, éste recurre a los peores métodos nacionalistas: la fuerza.
De lo dicho habría que sacar, al menos, tres consecuencias. La primera es que la palabra. nacionalismo es de una ambigüedad intratable. La segunda, que, por eso mismo, lo que hay que rescatar del nacionalismo poco tiene que ver con la reacción. En este sentido, no es coritradictorio suscribir la disidericia nacionalista y estar más cerca, ideológicamente, de Gorbachov que de Airikian. Y, finalmente, que lo dicho de Armenia se puede aplicar a cualquier otro lugar, incluido, naturalmente, aquel en el que vivimos.
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