Ni hombres ni animales
Hay países que sólo están habitados por hombres y animales. En el mejor de los casos, por un cruce de ambos. Pero en esta definición conviene dejar al margen a Irlanda, donde la variedad de las especies excede en mucho el número de categorías conocidas. Añadido al espectáculo de sus verdes inigualables, pasear un parque de Dublín o vagar cualquiera de los bosques del interior tiene el aliciente de poder invocar la sorpresa: amparado en la frondosidad del arbusto o escondido tras una brizna de hierba, el leprachaun enano conoce el lugar donde está depositado el puchero de oro, sin duda en algún rincón del arco iris. Entonces, si ojos humanos llegasen a topar con este ser mínimo de talla y altísimo de sabiduría, convendría agarrarlo bien fuerte por las solapas de su trajecito verde y, sin quitarle nunca la mirada de encima, pues en ese momento desaparecería el sortilegio, preguntado por el emplazamiento del tesoro, el lepachaun se vería obligado a desvelar su secreto, y el semicírculo de colores vomitaría desde el cielo la carga de bienes sobre las manos del afortunado.Fe ciega
Después de seleccionar la agencia de viajes que se atreve a asegurar el encuentro, miles de norteamericanos y australianos, descendientes de la masiva emigración de los dos últimos siglos, llegan cada año al país de los ancestros excitados por la leyenda en la que ponen su credibilidad más ciega. En Irlanda hay, por supuesto, una legión de leprachauns, pero si la fortuna no acompañase al viajero, el mal menor sería para él tropezar con una de las miles de hadas que pueblan la nación, visionar la Banshee en el curso de alguno de sus trágicos recorridos, descubrir la Hierba Hambrienta, a la que, sin embargo, no deberá acercarse jamás o vislumbrar uno de los muchos fantasmas que mueven su tragedia por los castillos o casonas cuyos orígenes se pierden con los tiempos. Cuna de supersticiones druidas y celtas, con personajes mitológicos que proyectan su influencia en nuestros días, Irlanda no sólo pertenece al ámbito de lo real sino también al de la fantasía.
La Banshee era una mujer originaria de Tir-na-nOg, Tierra de la Juventud, cuya belleza fue la perdición de un héroe gaélico, y por eso anuncia la muerte. Ahora ha envejecido y atusa su pelo asqueroso con un peine roto. Los jefes de los clanes, familias de sangre nativa sin mezcla alguna con los invasores, escuchan todavía el gemir de su alma atormentada instantes antes de expirar. Una mujer del clan Downey de West Cork sintió desplomarse el techo de una de las habitaciones de su casa mientras el padre agonizaba a varias millas del lugar. Fueron los prolegómenos de la tragedia. Antes de morir, el progenitor señaló a su hija la presencia de la Banshee, que ella llegó a ver y para la que tuvo ante nosotros el recuerdo de su respiración angustiosa y del fatigoso gesto de su cara.
La fatiga había poseído ya a los dublinenses más necesitados mucho antes de caer apresados entre los matojos de Hungry Grass, la Hierba Hambrienta, que se esparcen por los accesos de la capital sin posible control del caminante. Su origen data del siglo pasado, de la época del Gran Hambre, cuando la enfermedad de la patata y la crueldad del dominador inglés llevó a varios millones de irlandeses al exilio. Fue entonces cuando Swift escribió su célebre panfleto Una propuesta modesta, que sugería a los necesitados alimentarse con la carne de los propios hijos. La fábula indica que al menos la vegetación hizo caso de la ironía. El camino entre América e Irlanda se dice sembrado de cadáveres. En los lugares de Dublín donde cayeron quienes buscaban el exilio, la hierba se comporta con una voracidad que todavía no han calmado los años. Lleve pan el viajero en sus alforjas e intente con ellas el engaño si la mala fortuna lo enreda entre sus briznas. Sólo así evitará la muerte. Esta tierra fue herida y sangra desde entonces.
Porque hay heridas para las que ni siquiera la eternidad es bálsamo: los fantasmas saben, por ejemplo, que nunca habrá paz para las almas que se mueven con sus formas inconcretas. Varios miles de fantasmas, de almas heridas, vagan la eternidad de Irlanda sin posibilidad de descanso. Y, porque se los ha visto y sentido, se los busca además.
A Jonathan Swift se le ha sorprendido en Marsh's Library, junto a St. Patrick's Cathedral, intentando borrar las crudas sentencias que escribiera en vida a pie de página de algunos de los libros. También al arzobispo que da nombre al lugar. El prelado prohijó una sobrina que se fugó con el capitán de un barco extranjero. Entre las hojas de determinado volumen dejó ella la carta de justificación que su tío sigue buscando. El edificio limita con una comisaría de policía desde la que se han oído ruidos nocturnos. El evidente desorden ocasional en las estanterías indicó igualmente presencias extrañas.
Análogos sucesos acontecen en la residencia que fuera del llamado Wizard Earl, Conde Mago, en la zona de Kildare. El noble en cuestión tuvo el poder de transmutarse con figuras de diversos animales. Desapareció en el siglo XVI cuando la esposa no pudo resistir uno cualquiera de sus juegos macabros. Pero él y sus caballos yacen en un sueño encantado dentro de la cueva que se sitúa cinco millas al norte del castillo. Cada siete años galopa en un equino blanco con herrajes de plata para liderar alguna nueva revuelta contra los ingleses. En el momento en que éstos abandonen Irlanda definitivamente el Conde podrá descansar en paz.
Y sin embargo la paz no reinará nunca en espacios como Huntingdon o Leap Castle. Son demasiadas las almas en pena que moran por allí.
El castillo de Huntingdon está en Wicklow, a unas 30 millas al sur de Dublín. Hoy lo habita con su familia un antiguo pastor protestante convertido luego al rito de la diosa egipcia Isis. Es un hombre amable cuya presencia desasosiega, sin embargo, y que convive además con el fantasma de la esposa de lord Esomnde, antiguo propietario, que la repudió por razones políticas. Algunos visitantes han notado también la presencia de soldados desaparecidos, de una vieja ama de llaves y de una niña que señala con su mano la escalera que conduce a la torre.
Leap Castle pertenece a Peter Bartlett, diplomático australiano miembro de la famosa dinastía de conserveros. Las peras en almíbar de la firma son exquisitas, y Peter las disfruta en la soledad de su existencia, con la sola posibilidad de compartirlas con el espíritu del mal que se aparece cuando quiere bajo formas humanas y cabezas de oveja. Quienes lo vieron dicen que despide olor de leche agria. La casona fue en tiempos de la familia O'Carroll, una de cuyas vástagas fue enamorada por el capitán protestante inglés Derby, al que el padre de la muchacha persiguió por ello hasta hacerle saltar desde la almena. En el lugar en que cayera el soldado se descubrió en 1910 un oubliette que escondía un depósito de huesos humanos que llenaron tres carros. Si le sorprendes en buen día, Bartlett es capaz de ofrecerte una pera en almíbar. Merece la pena aceptarla.
Y si acaso el lector siente prejuicios de historias como éstas, contadas por el vulgo a través de generaciones, acepte también testimonios superiores que dulcifiquen su criterio. Sepa que el propio Yeats levantó junto a lady Gregory y St. John Gogarty el fantasma de un niño de 11 años en Benvyle House, un hotel paradisiaco de Connemara que fue propiedad del último y centro vacacional del grupo de intelectuales irlandeses más famoso del siglo. La extrema credibilidad que concedía Yeats a estos temas nominó popularmente al grupo como "Willy y sus fantasmas". No sería desde luego una desgracia para la humanidad si, como se cuenta, la presencia del gran poeta continúa haciéndose notar en tan bello paisaje del oeste.
Tradición oral
El cuento oral es una tradición en el país. En los pueblos del interior, familias numerosas se reúnen todavía en torno a la lumbre para escuchar las narraciones del miembro más anciano, que hablan de héroes y mitologías de excitante belleza. Un catedrático del Trinity me contó haber sorprendido cierto día a un provinciano mientras dictaba historias en la soledad de una cueva próxima a su casa. El hombre no quería renunciar a sus conocimientos pese a haber perdido a cada uno de los descendientes, muchos de los cuales se vieron obligados al exilio. Por fortuna para él, Irlanda no sólo está habitada por hombres y animales, y la soledad no era, por tanto, absoluta. Pero de ello ya hemos dejado buena prueba.
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