_
_
_
_
Tribuna:VIAJEROS DE VERANOROMA, MI VENTURA / 3
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Cuestiones de familia

Encuentras muy cambiada la ciudad? -pregunta el viejo amigo milanés, romano por adopción.-De aquella manera -contesto en catalán, después de pensármelo.

Sentados en un banco de Piazza Manila, a un tiro de piedra del Stadio Flaminio, a esta hora de la mañana aún tierna reposamos de la caminata ecológica que iniciamos en Piazza Barberini, enclave que ni a mí mismo confieso que disgusta. La Via Veneto (Vittorio) tenía cuando la subimos el congruente aspecto de un plató cinematográfico de madrugada. En esta legendaria calle, donde hoy sólo se divierten los yanquis, amanece al mediodía. A causa de las precauciones y salvaguardas que adopto cada vez que he de hollar un parque, hollamos Villa Borghese por la Porta Pinciana, acceso que, en virtud de razones muy íntimas, siempre me alivia de las inquietudes de la selva inminente.

-¿Qué quieres que te diga? -matizo la respuesta a la pregunta de m¡ amigo- Por ese Retiro tan apabullantemente distinto al mío he advertido más gente de la que yo recordaba de los tiempos en que la gente no corría en pijama deportivo por los parques. Pero no sé, ¿qué quieres que te diga? Por supuesto que, como por toda la ciudad, también en Villa Borghese he percibido la proliferación de jóvenes nómadas que ocupan las ciudades europeas en verano.

Turismo joven

Pero pienso, mientras lo digo, que a Rorna llegan estas migraciones durante todas las estaciones del año y que, dada la avanzada edad de la urbe, la multitud juvenil destaca más. Por unos instantes me ensombrece el espíritu la visión medievalista de las mesnadas de los sin trabajo vagando por el continente, bebiendo litronas al atardecer, bien sobre la Scalinata della Trinità dei Monti, o bien, guardadas las proporciones, sobre la escalinata de la catedral de Cuenca.

-Tú siempre te has interesado más, al menos en Roma, por la gente que por las piedras -insiste mi amigo- Quizá con los años le dedicas mayor atención al decorado.

-Ni hablar -niego tajantemente, a la madrileña.

Ya que, a pesar de la proximidad del estadio, mi amigo, que no es taxista ni barbero, se niega a hablar de fútbol, le propongo que, como habíamos proyectado, volvamos a la naturaleza domesticada a intentar ver en la Galleria los ángeles de un dudoso Botticelli y la Venus Borghese, de Canova. Sin embargo, tan ricamente instalados en un autobús de la línea 95, nos hacemos los suecos al llegar a la parada precisa, transbordamos en Via del Plebiscito a uno de la línea 44, que, cruzando por el Ponte Garibaldi, en un santiamén nos deja en el cogollo del Trastevere. Únicamente en esta ciudad, donde la velocidad de crucero de los autobuses de servicio público es muy superior a la de los taxis y a la de las cuadrigas desbocadas de cuatro o de dos ruedas, se hace posible el milagroso desplazamiento desde las mesuras flaminias a la vivacidad trastiberina.

En el transcurso del segundo aperitivo se me ilumina súbitamente un telarañoso sótano de la memoria y, dejando a mi amigo sumergido en la lectura de este periódico que usted está leyendo, cruzo la calleja y entro en un cubículo que es peluquería. Y la profecía se cumple; al igual que 20 años atrás, apenas iniciado el corte de pelo, que maldita falta me hacía, el peluquero inquiere sobre mi nacionalidad y, de inmediato, pregunta por el Real Madrid.

-No, lo cierto es que no encuentro muy cambiada la ciudad. Muchísimo menos que España.

De lo que resulta que la Roma inmarcesible y comunitaria nos sirve de contraste para apreciar las transformaciones españolas desde el final del tercer interregno borbónico. Mientras yo sigo anclado en los años sórdidos de las diferencias radicales, mi amigo milanés recuerda:

-Recuerdo que en aquel tiempo repetías con frecuencia lo de "España, mi natura; Italia, miventura; Flandes, mi sepultura".

Es verdad, y lo había olvidado. También es verdad, aunque por cortesía de forastero me lo reservo, que alguna de estas tardes por el Corso, por Via del Tritone, por los aledaños degradados de Piazza di Spagna, he sentido un inédito complejo de superioridad, la concupiscencia del provinciano que, de repente, encuentra más provinciana la metrópoli que su lejana provincia. Quizá por eso todavía no he entrado, y puede que no entre, en el Caffè Greco. Y puesto a recomendar una concentración comercial a una elegante ávida de trapos, antes que Vía Condotti señalaría la muy callejeable Vía Cola di Rienzo, en cuyas tiendas encontrará la misma seta que encuentra más barata en la Diagonal de Barcelona. Igualados ante el altar de la Comunidad, compartimos ya los males comunes.

-Sobre la ubicación de mi sepultura, nada tengo que opinar. Respecto a mi ventura, me ratifico en la venturosa complacencia que experimento en esta ciudad tan viva, sembrada de tantas alusiones a la fugacidad. Uno, que pertenece a una raza muy macha, hasta soporta, fíjate, que sea ésta tierra de guapos.

Nada ha cambiado en este aspecto, se notifica a quienes tienden al género masculino. Como no ceso de documentarme visualmente, puedo afirmar que los afectos al género femenino encontrarán más objetos de devoción por las calles de mi Madrid. Así como, para redondear este tratado de erótica, que La Habana continúa siendo el emporio para los que, más polígrafos y menos especialistas, practican el gusto ecuménico por ambos géneros.

-Grazie tante.

-Prego. Sólo son cuestiones de familia, primo.

La tarde se acaba y suministra al Trastevere la mejor luz de Roma. Es el momento de subir a Piaza Colonna, donde la compañera de viaje, extasiada, fotografía incesantemente la columna de Marco Aurelio, a la que están quitando los últimos andamios restauradores y que resplandece como el día de finales del siglo II, en que fue inaugurada sin la sólita estatua de un santo que una vez más usurpa a la original de un emperador.

-Pero, ¿qué manía le tienen aquí a Marco Aurelio? -se pregunta, aún más irritada que en el Campidoglio, la compañera de viaje.

Mientras en la terraza del Berardo se acaba de decidir que cenaremos sobre el Foro de Augusto, cruzo, dejo atrás la casa del presidente del Gobierno y comienzo una apacible vuelta a Piazza Montecitorio. Es éste un lugar sagrado para mí, y por razones de sacra banalidad. Aquí, en ese hotel ante cuyo luminoso parpadeo he vivido. Aquí, como por el andén de los impares del paseo de Recoletos, se me ocurren a mí las ocurrencias que luego se elevarán, o no, a ideas. Aquí la bienaventuranza me privilegia.

Será mañana, en una trattoria cercana a Piazza Navona y tomando la copa de la casa, un salutífero amaro Averna, cuando medite sobre nuestros primos hermanos, mayores y más listos, preparados para la vida como nunca lo estuvimos nosotros. Esta noche apenas alcanzo la revelación de que los italianos del siglo XV renunciaron, con tanta sagacidad como discreción, a descubrir el continente que se bautizaría con el nombre de uno de los suyos.

¿Por qué hemos sido siempre tan impacientes, tan impetuosos, tan proclives a la severidad fachendosa? ¿Aprenderemos algún día a limitar nuestros ímpetus operísticos a la ópera? ¿Cuándo seremos capaces de liquidar nuestras conquistas sin que los males de la patria nos enfermen, sin unamunismo ni 98, sin el debate continuo en torno a la fosa de nuestro insondable ombligo? A la caída del imperio, ¿qué poco más nos queda que la zarzuela?

Otra América

De no habernos pasado los italianos aquella patata caliente cuando le dieron la boleta al Genovés, que hacia 1492 debía de llevar ya cumplidas de cuatro a seis travesías del Atlántico, en América se hablaría actualmente otra variedad de latín corrompido, salvo en Argentina, donde persistirían en hablar argentino. América estaría hoy repleta de andaluces, gallegos, extremeños y castellanos en estado puro, sin mezcla de bien alguno, y los territorios de los actuales USA serían una colonia del reino de las Dos Sicilias, equitativamente repartida entre la Camorra y la Mafia. Al final, y bien pensado, como ahora, aunque ahorrándonos los fastos del V Centenario.

Entre las penumbras de la plaza estoy contemplando, en realidad, la bronca que Sartre a pleno día le dedica a Simone de Beauvoir, quien, a causa del nerviosismo que le provoca el filósofo, golpea con su coche los coches de los diputados de entre los que intenta desaparcar. Aquella mañana, durante aquellos días, aprendí a pragmatizar, como existencialmente está mandado, el existencialismo.

Junto a una anciana irlandesa, me detienen en el bordillo las cuadrigas desbocadas Corso abajo. Inopinadamente me sobrecoge una vergonzante nostalgia del segundo tramo de mi Gran Vía. ¿Será posible? Cogiendo del brazo a la anciana irlandesa, nos lanzamos a la calzada. Los aullidos sucesivos de las estridentes frenadas nos van indicando que aún seguimos vivos. Y vivos en la otra acera, mientras la irlandesa me besa en la frente y me regala un rosario de cuentas de plástico, me inundan la memoria estos dos versos: "... porque viste de encajes cuanto sueña/ y sabe un cuento o dos de aparecidos...".

Bajo la Galleria recupero la ginebra sin hielo y descubro que, entre los variados exorcismos que el hombre madrileño puede conjurar contra los demonios imperialistas y contra los problemas familiares, son de los más eficaces el segundo tramo de la Gran Vía y don Ramón de Campoamor.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_