La compañía afónica
EL ORGULLOSO futuro de la Telefónica fue definido por el subdirector general de la compañía, Luis Lada, con una letanía que suena así: red digital de servicios integrados, fibra óptica, telemática, facsímile en color, videotex de banda ancha, videotelefonía, videoconferencia, audiomensajería, televideoteca, teleaudioteca, televisión interactiva... Mientras esos nombres impresionantes se instalan en los oídos cansados de los usuarios, los teléfonos normales no funcionan. Ha sido un verano caótico para las comunicaciones telefónicas. Y el otoño no parece que vaya a ser mejor, a pesar del optimismo profesional de los irresponsables mandatarios de la entidad. Las familias separadas por las vacaciones no han podido comunicarse muchas veces entre sí dentro de España y con el extranjero; las respuestas de las operadoras manuales han sido enfadosas -desbordadas por las reclamaciones-, y, cuando se han conseguido, las comunicaciones estaban trufadas de cruces con otras, de sonidos que podrían inspirar a un músico contemporáneo, de cortes repentinos. Este gigante tiene los pies de barro. Sin embargo, a pesar de las ciudades desiertas, tampoco las comunicaciones urbanas han funcionado bien. Y se teme que ahora, con el regreso, se multiplique el caos. Aunque el chiste chirría, no conviene desperdiciarlo: esta telefónica acaba con la voz y con la paciencia. Es la compañía afónica.Una parte de lo que ocurre se debe a la falta de previsión. Todas las advertencias se han desoído, y no sólo en la Telefónica, sino en otros muchos sistemas de la comunicación directa. El servicio telegráfico, por ejemplo, que ha reducido sus horarios de actividad y de reparto. Correos es ya proverbial en sus defectos; ahora anuncia unas medidas de mejora que consistirán en admisiones masivas de personal, porque se ha comprendido que parte de sus servicios no son, por el momento, sustituibles con la tecnología.
Las razones de un doble crecimiento económico y demográfico han sorprendido al Gobierno, que se satisface de haberlo conseguido. Le ha debido tomar por sorpresa ese éxito: se ha encontrado de golpe con él. La realidad es que todos los servicios públicos están alcanzados por esta imprevisión, y en aspectos muy diversos: la red de aeropuertos y sus servicios de personal, las carreteras, las obras públicas estatales y municipales -las ciudades están agujereadas por las reparaciones de verano, que no se terminarán quizá hasta octubre y ocasionarán los máximos atascos-, las líneas de gas, la matriculación de automóviles.
Seguramente no es extraña a este desastre la vocación monopolista de unos servicios frente a los que el usuario no puede simplemente irse a la competencia. Y de hecho, las brechas abiertas en ese monopolio -a la fuerza ahorcan- están teniendo un efecto de discriminación social añadida. Las empresas de mensajerías urbanas e interurbanas, los telefax y los modem de los ordenadores son un buen negocio. Multiplican los precios, pero cubren servicios imprescindibles. De esta forma, las comunicaciones públicas quedan ya para los que no tienen acceso económico a la tecnología privada. Todo un síntoma del profundo fracaso del Estado de servicios, cuya vocación era la de redistribuir la renta de forma más igualitaria.
Hay que reconocer que el problema no es sólo español, toda Europa está sufriendo de lo mismo. Pero aquí viejas tendencias al abandono, a la chapuza y al desorden, incluso al fatalisino respecto a lo que no funciona, acrecientan el caos, que tiene nombre y apellidos en la persona de un presidente ineficaz cuyo mayor mérito para someter a esta tortura de su gestión a los españoles es pertenecer al PSOE.
Es el caso, sin embargo, que nunca antes en nuestra historia reciente se reunieron condiciones tan favorables para colmar el retraso acumulado en la materia. Pero para ello es preciso, aparte de algo más de sentido común, la recuperación del concepto de lo público como un derecho adquirido por los contribuyentes, y no como una rama de la beneficencia. La calidad de los servicios públicos es el criterio fundamental de eficiencia de un Gobierno. Y ciertas ilusiones estatales de llegar al futuro esplendoroso sin dar los pasos intermedios de lo cotidiano aumentan esta condición endeble del gigante con los pies de barro y fomentan el miedo a que, antes que llegar al futuro, caigamos de golpe en el pasado.
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