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La desesperanza argentina

Hace un par de años, mi amigo Pepe Donoso publicó una novela titulada La desesperanza que él quiso que yo presentara en un café de Madrid. Era una novela triste en la que narraba minuciosamente el primer día de un exiliado chileno de regreso en Santiago. Su duro encuentro con una ciudad fantasma, fragmentada y sufriente, con todas sus silenciosas heridas aún abiertas. He pensado mucho sobre esa novela de Donoso durante el largo mes que acabo de pasar en Buenos Aires, mi ciudad natal, y salvando las rotundas distancias que hay entre un país y otro, y entre sus antagónicos regímenes políticos, he sentido con insistencia en su gente ese derramado sentimiento de desilusión, cansancio y agotamiento de la fe. Que en algunos casos extremos se manifiesta como un escepticismo radical y cínico.Los cinco años de gobierno democrático de Raúl Alfonsín han conseguido devolver al país un clima de libertad absoluta y de garantías civiles hace mucho tiempo desconocido en Argentina, pero todos sus grandes proyectos de transformación y modernización de la república, que tantas expectativas habían creado, se fueron estrellando uno a uno ante las murallas de la inercia, la inoperancia o el egoísmo de los distintos estamentos de la sociedad. La nunca resuelta crisis económica y la oblicua sombra de la enorme deuda exterior heredada, son dos pesadas cargas que abruman al pueblo y que muchas veces le impiden reconocer las ventajas de vivir en libertad y democracia. Pese a estar tan próximo el recuerdo de la dictadura militar y su trágica secuela de represión, sumado al trauma sin resolver de la guerra de las Malvinas.

Los sindicatos, controlados férreamente por el peronismo verticalista, se enfrentaron desde el primer momento a Alfonsín, oponiéndose a cualquier medida que signifique una reducción de la presencia del Estado en la economía, lo que hubiera conseguido rebajar la burocracia y el enorme déficit oficial. Las viejas banderas del nacionalismo económico vuelven a ser aireadas, ahora como coartadas para el inmovilismo. Pero no es mejor la actitud de los otros interlocutores; los industriales y los sectores rurales mantienen su propia guerra a favor o en contra de las medidas que coyunturalmente pueden favorecer a uno u otro campo económico. Y todas estas incesantes riñas en un escenario marcado por una inflación descomunal que provoca una inseguridad constante para el consumidor, que corre a refugiarse en la compra masiva de dólares para mantener el valor adquisitivo de su salario, o, lo que es aún más generalizado, el depósito a siete días de parte de su jornal con un interés que supera el 20% mensual. Actividades todas legales, que convierten a Argentina en un país de especuladores, sustrayendo dinero y trabajo a cualquier actividad empresarial.

La quiebra económica repercute con ferocidad en los grupos más débiles, en la clase baja y en sectores cada vez más proletarizados de la otrora pujante clase media argentina. Y su persistencia provoca una desmoralización general que todos coinciden en calificar de peligrosa, por ser caldo de cultivo para movimientos emocionales de características imprevisibles. El deterioro de la educación es evidente; la enseñanza oficial, laica, libre y obligatoria, según la ley, y la Universidad no han logrado recuperar el nivel que perdieron a partir de los distintos Gobiernos militares. La escasez de medios económicos incide en un profesorado infrapagado y en una inexistente investigación. Pese a lo cual, la inactividad empresarial hace que miles de universitarios no puedan ejercer las profesiones que estudiaron. Y la cultura, que sobrevive las peores tempestades, también se encuentra en un impasse extraño. La literatura, expectante, después de tantas glorias, no está en su mejor momento, quizá tocada por la crisis editorial, pero también con una creatividad aletargada. Sólo el cine, beneficiado de la ayuda oficial, parece haber obtenido algunos éxitos.

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El argentino, hijo o nieto de europeos que buscaban en América un futuro mejor, sufre ahora del proceso regresivo que le hace aflorar la patria de sus antepasados (España o Italia), cuando no cualquier otro país de economía saneada. Y se da así una gran cantidad de personas que solicitan recuperar la nacionalidad europea de sus padres, para poder emigrar sin las dificultades que hoy se puede encontrar un exiliado económico en Europa.

De estas y de otras cosas conversé con Alejandro Gómez, antiguo vicepresidente de la república y hoy partidario heterodoxo de Alfonsín, además de viejo y querido amigo de mis padres. Me invitó a comer en un club privado que funciona en un palacete francés de la calle Sarmiento. El lugar es un sitio simbólico, fue fundado por los partidarios del general Urquiza (el hombre que acabó con la dictadura de Rosas en 1856) con el esperanzador nombre de Club del Progreso. Era gente liberal, unitaria e ilustrada la que lo fundó, gente que creía en la idea del progreso perpetuo, que veneraba a Comte y a Spencer. Don Alejandro, que cuando habla del presidente lo llama don Raúl, está también desilusionado, aunque cree que hay que apoyar al radicalismo frente a las próximas elecciones.

La oposición ha elegido un candidato temido por todos. Menem representa a los sectores más arcaicos del peronismo, y su mensaje tiene ingredientes místicos e irracionales. Hizo su campaña paseándose en un papamóvil y bendecía al pueblo en sus mítines. De padres musulmanes y casado con musulmana, dicen sus biógrafos que se convirtió al catolicismo con el precoz deseo de poder acceder alguna vez a la presidencia. Con grandes patillas que quieren recordar al caudillo riojano Facundo Quiroga, Menem intenta reunir con él a los viejos nacionalistas, a los fascistas residuales y a lo que queda de los montoneros, al sindicalismo vertical y a las juventudes peronistas. Los más pesimistas piensan que un grupo del Ejército, el más próximo al nacionalismo, ve con simpatía a Menem y que estaría dispuesto a pactar con él la forma de gobernar. Sólo un milagro político, que en la Argentina de hoy tiene que tener necesariamente tintes económicos, realizado por Alfonsín en su último año de gobierno puede evitar el triunfo de los peronistas. Y ese milagro es lo que mucha gente asustada espera; en primer lugar, el propio candidato radical, el doctor Angeloz.

"Este club", me dice Gómez, "ha dado 16 presidentes de la república en un siglo. Desde Urquiza a Ortiz, pasando por Sarmiento, Mitre, Yrigoyen...". Miro las grandes esculturas alegóricas de la república, hechas en costosos mármoles, los decadentes bronces y un gran cuadro de San Martín anciano soñando con la patria lejana. "Es evidente", le digo al querido amigo, "que los presidentes de los últimos 50 años deben de haber salido de otro club".

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