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'La italiana en Argel', de Rossini, en la plaza Porticada

Hace más de 30 años, el festival de Santander abrió la plaza Porticada a la ópera y pudimos escuchar una Carmen procedente de Aix-en-Provence protagonizada por Nan Merriman. Ahora, cuando la operofilia parece haber ganado muchos adeptos, llegan de Holanda las huestes de la ópera Fórum para, en unión de la Orquesta del Liceo de Barcelona, darnos La italiana en Argel, de Rossini. Si no hubo el lleno del primer día -Caballé es Caballé-, sí se registró una crecida entrada. Faltaban los apuntados a grandes acontecimientos, sean del género que sean, pero estaban los verdaderamente interesados. El resumen de la jornada del miércoles es fácil: se divirtió el público y se divirtió la compañía holandesa. Por esta vez, la ópera apareció risueña, sin la carga pejiguera de culturalismo y trascendencia que tantas veces padece.

Y es que Rossini no sólo divierte, como decía Stendhal, sino que desarrolla una genialidad original y absoluta. Cuando La italiana aparece en el teatro San Benedetto de Venecia, el año 1813, no sólo obtiene un gran éxito sino que, también, remueve bastante los cimientos de la ópera con las felices expresiones bufas del músico de Pésaro (lo de denominar cisne a un tipo como Rossini me parece demasiado). Una vez más, tras el fundamental antecedente de Mozart en El rapto del serrallo, el tópico arabista lo autoriza todo y Vittorio Patané y la Opera Forum han aplicado a la representación no ya los módulos con los que se divirtiera René Clair en Mujeres soñadas, sino una estupenda locura al estilo de los hermanos Marx en Una noche en la ópera. Incluso ciertos desenfados carentes del más mínimo prejuicio recuerdan un tanto el modo de hacer del teatro La Mamma, de Nueva York, vigente ya hace varios lustros.

Funcionó la orquesta del Liceo de Barcelona estupendamente, llevada con ímpetu y alegría por el maestro suizo Chistof Escher; eran acertados los escenarios, muy ingeniosos y obedientes al gusto de Jean-Pierre Ponelle; cantó y actuó el coro como un elemento vivo y, en general, todos sirvieron con entusiasmo y adecuación a la musa de Rossini y a la idea del director escénico Patané.

Vertiginosidad

Momentos especialmente felices como el final del primer acto que viene a ser una puesta al día de lo que antaño hicieran los Banchieri y los Vechi, alcanzaron un dinamismo y una vertiginosidad de tiempo espectaculares.

La representación rossimana constituyó un ejemplo de cómo puede salir adelante y con éxito una ópera aun sin contar con el apoyo de grandes divos. A decir verdad, sólo Lauretta Bybee, que sustituyó a la Baltsa, apunta con firmeza hacia el estrellato por la belleza e igualdad de timbre y la naturaleza de auténtica mezzo de coloratura. Los demás lucieron una profesionalidad de buena clase -que por momentos derivó en mor grueso- El bey Jean Alifs demostró mejores cualidades como actor que como bajo cantante; el tenor Douglas Ahlstedt hizo un Lindoro en el que lo lírico se equilibró con lo ligero. Siempre bien, justo, ponderado Enric Serra, así como Rosalba Colosimo, Rosa María Ysas y Hubert Waber. No fue una gran velada pero sí una noche feliz que debe animar a la dirección del festival a proseguir sus ensayos operísticos.

La noche anterior, el martes, Los virtuosos de Roma dieron lecciones de bien tocar el barroco italiano en el claustro de la catedral lleno de un público predominantemente juvenil. Corelli, Alesandro Marcello, Tartini y Vivaldi sonaron con tanta perfección en los conjuntos como en las partes solistas.

Esta orquesta de bolsillo hizo gran arte y sobre todo música viva tanto en los dinámicos tiempos rápidos como en los melancólicos lentos. Todo fue un continuo y elevado cantar a través de un ligado perfecto, una acentuación incisiva y una continuidad que es definitoria en el XVIII instrumental italiano.

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