Capital del insomnio
Madrid, capital de tantas y tan diversas cosas, se ha convertido en la ciudad del ruido. Es la indiscutible capital del decibelio, en palabras del autor de este artículo. Una ciudad que invitaba al reposo en otros tiempos, al decir de Boccherini, se ha transformado en una urbe estridente y jaranera. Muchos vecinos se pasan las noches en blanco disfrutando o padeclendo, que de todo hay, el jolgorio de las verbenas o la música arrogante de las terrazas veraniegas.
Madrid, capital de la gloria en el pasado y de la cultura -¡Dios mío!- en el futuro, es hoy indiscutible capital del decibelio. Orgullosa antaño de su condición de antesala del cielo -o del Cielo-, bien puede, tan cerca ya del fin del milenio, enorgullecerse jocunda de su primacía total,en cuanto se refiere al ruido. Es, además, en este punto, ejemplo señero de hasta dónde puede llegar la colaboración entre las instituciones privadas y públicas -por el intermedio, todo hay que decirlo, de un vecindario entusiasta- cuando todo un pueblo se decide a emprender la difícil pero imperiosa empresa de dejarse oír.Mucho ha trabajado Madrid en este empeño singular de conseguir abolir definitivamente el ominoso silencio que ha cubierto de olvido a sus, en otro tiempo, pares entre las ciudades del mundo. Lejos quedan los días en que Boccherini ponía en música los sonidos nocturnos de una villa presta al reposo. Ha llovido mucho y con creciente intensidad. Y el caudal caído ha sido alimentado, haciendo de la nostalgia un acicate, por iniciativas tan bonísimas como la recuperación del jolgorio verbenero y lo que de tan madrileñas esencias conlleva -imanes de don Hilarión, y de Casta y de Susana, pero, sobre todo, ay, de la señá Antonia!- o la feliz resurrección de los tontódromos, ese espacio al fin hallado para la convivencia política, en el que se dan la mano -y hasta se la meten si las cosas vienen bien dadas- los que están y los que esperan.
Pero verbenas y tontódromo son sólo dos rasgos más en esta espléndida, admirable de todo punto, realidad sonora que es el Madrid finisecular. A ellos se añade de consuno la favorable climatología del verano mesetario, su torridez galvanizante, y el carácter abierto y festivo del madrileño, más aún si disfruta las mieles de las primeras horas de un fin de semana que, a buen seguro, se presenta prometedor, o si celebra con los compañeros de trabajo -camaradería obliga- la llegada de las vacaciones estivales.
'Agradable' despertar
Y aquí entra el sujeto pasivo del placer, la otra cara del disfrute. Porque, ¿puede haber algo más a la vez emocionante y enaltecedor que ser despertado bruscamente pongamos que a las cuatro de la madrugada, por la acción conjuntada sabiamente -naturaleza y carácter- del termómetro que se niega a bajar y los cánti cos llenos de sana alegría, tan etílicamente armónicos, de quienes apuran hasta las heces una noche inolvidable?
Claro que siempre hay descontentos, gentes de carácter avinagrado y conducta zafia, que ignoran el lado gozoso de un existir demasiado breve, que no saben que dormir es robarle tiempo al tiempo. Pero el mal talante de estos ciudadanos de estragado genio no debe ni puede restar a la fiesta ninguna de sus emociones. Al fin y al cabo suele tratarse de gentes que no supieron sacarle a la vida todo el jugo que este Madrid sin parangón ofrece.
Tomemos un ejemplo cualquiera y comprobaremos sin posibilidad de apelación alguna cómo el sujeto se queja de vicio. Ha tratado -roto, dice él, por la sucesión de noches sin pegar ojo; por la intolerancia con que contempla la felicidad ajena, diríamos nosotros- de dormir, digamos que un viernes por la tarde, la españolísima siesta arrullado por el canto sin par -que no mejoraría ni un canario-flauta- del motor de ese autobús del servicio municipal -pongamos de la línea 2- que gira justamente en la esquina a la que se abre la ventana del dormitorio mientras su conductor mete con salero la segunda velocidad.
Como contrapunto, los gritos idiotas de las pupilas de una residencia de la divina obra. Naturalmente, no ha conseguido nada. ¿Qué se creía? No teniendo mejor cosa que hacer, decide cenar pronto y mal -está de Rodríguez, dicho sea en su descargo, pues ejerce así una muy concreta clase de madrileñismo estival- para acostarse de nuevo a la hora de las gallinas. Como el calor aprieta, se debate en duermevela hasta eso de la una. A esa hora, el camión de la basura, que debiera figurar junto al oso y el madroño en el escudo de la villa como símbolo señero de las noches de la ciudad, irrumpe feliz justo en el momento en que la vigilia comenzaba a ceder. El susto fue de los buenos, de los llamados de muerte. Si algún vecino, o el propio conductor del camión de la basura, ve a nuestro hombre saltar de la cama con el rostro desencajado, se troncha de risa.
Se va la basura y llega la parejita feliz y amartelada en el interior de un GTI negro, ventanillas abiertas y radio a todo volumen. Es el amor, el éxtasis, dichosos ellos que son jóvenes, que cierra todos los sentidos y ni el latir del propio corazón escuchar deja.
A eso de las tres, el del quinto izquierda, que pasea al perro, nerviosos los dos por la torridez de la noche, perdido el rumbo, buscándose con gritos imperiosos el bípedo, lastimero el can. Entre cuatro y cuatro y media llegan los celebrantes que se despiden en la para el presuilto dormido maldita esquina. Y lo hacen, una hora después, con un turbador "hasta la semana que viene" que desvela definitivamente a quien acaba dando la batalla por perdida, mientras cae en la cuenta del consenso secreto entre autoridad municipal y fabricantes de aparatos de aire acondicionado.
Odisea absurda
Ya el amanecer se adueña de la urbe y el despierto recuerda que debe ir a la oficina de Correos, evitar la cola atroz, madrugar un sábado. "A quien se le diga", se dice.
Pero en el pecado llevará la penitencia y la penitencia descubrirá cuál ha sido su pecado y en
Capital del insomnio
los ojos que se le cierran solos el estigma indubitable de su delito de lesa ciudadanía, de su castigada soberbia. Odisea absurda la de este descontento que por negarse el placer niega a sus vecinos el derecho al disfrute. Aún más diría yo: mal madrileño -y no, como él creyera, alma de cántaro- que reniega de la oportunidad que se le ofrece de hacer de su existir monótomo una apuesta continua por la felicidad.Tiene mucho que ofrecer Madrid al visitante, y de cara a ese 92 que nos convierte en puro licor el sudor veraniego, preparar aún más sus múltiples atractivos.
Estoy seguro que una buena promoción internacional, un ir a por todas, un declararse abierta y unilateralmente -y sin tener que pasar por la humillante espera de aguardar decisiones ajenas- como capital mundial del ruido puede ser un golpe de efecto de repercusiones tan insospechadas como fructíferas. Hay que hacerle saber al visitante que ésta es una ciudad en la que, con un poco de suerte, uno puede pasarse 15 o 20 días seguidos sin pegar Ojo. Capital del insomnio. Claro que sí.
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