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El huerto escondido

Hace unas semanas el diputado bávaro Gunter Muller, presidente de la Comisión de Cultura del Consejo de Europa entregaba el galardón del "Mejor Museo de Europa" al rey don Juan Carlos con destino al monasterio de las Descalzas Reales de Madrid. En esa sencilla ceremonia concurrían felizmente una serie de significados. La más antigua institución europeísta reconocía como ejemplar el recinto rehabilitado de un convento de clausura de la regla franciscana que mantiene hasta el día de hoy su ritmo y su rigor tradicionales situado en el corazón del viejo Madrid de los Austrias. Joan Miró fue el realizador de la diminuta figura del premio que modelada en sintétida desnudez por sus prodigiosas manos representa el mito femenino de la eterna y predominante presencia de la mujer en la trayectoria de la especie humana. Y han sido precisamente, unas mujeres admirables, las que fundaron y las que han poblado durante cuatro siglos, este cenobio místico consagrado originariamente a María. El Rey de España recibió el premio como descendiente de Carlos V quien cedió su palacio y su residencia madrileños para que se convirtiera en el actual monasterio en el que profesarían más adelante su hija y gran número de personajes femeninos del linaje dinástico.Adentrarse en el laberíntico conjunto de este complejo y fragmentado edificio requiere aguja de navegar y sensibilidad despierta por la variada y sorprendente riqueza que acecha desde cualquier rincón al visitante. 400 años de historia han depositado su sedimento en este monumental tesoro. Diferentes estilos de arquitectos y artistas fueron dejando la impronta de su genio creativo en altares, retablos, techos, vidrieras, lienzos, tablas, relicarios y tapices. La dinastía austríaca es la que con mayor acento se hace visible en el monasterio. La realeza portuguesa alberga también allí los restos de la madre del mítico rey don Sebastián que parece seguir vagando todavía en la indecisa encarnación que le atribuye la conseja popular. Su espléndido retrato pintado por Cristóbal de Morales permite adivinar en sus rasgos la extraña contextura psíquica del misteriosamente desaparecido monarca.

Otro notable personaje, don Juan José de Austria, que llegó a ser durante varios años gobernante señero en el reinado de Carlos II, aparece en la galería de retratos con su aire de guapo adolescente sirviendo de modelo a san Hermenegildo. Tenía don Juan José una tenaz afición a la pintura. Su retrato hecho por Ribera en Nápoles tuvo un inesperado colofón pues la hija del pintor, María Rosa, dio a luz una niña de don Juan que también profesó como religiosa en este convento con el nombre de Margarita de la Cruz. ¿Cómo sería la hija de María Rosa Ribera y Juan José de Austria nieta del Españoleto?. Existen dos retratos suyos en el monasterio, en uno de ellos atribuido a Claudio Coello figura como santa Clara, a la que Francisco de Asís se dispone a cortar la cabellera al profesar en la Orden. Y en el salón de reyes aparece de nuevo incorporada a un grupo de religiosas que escoltan el altar de santa Clara de Gregorio Fernández. Era una joven hermosa de facciones, de cabello castaño y ojos oscuros.

Es interesante un lienzo que en la capilla del Milagro representa asomados a una tribuna a los dos hermanastros Carlos II y Juan José de Austria, pictóricamente evocador. En un muro del corredor del claustro figura un cuadro mediano de calidad pero de valor anecdótico que es el supuesto retrato de María Calderón, madre del bastardo regio, con su aire de comedianta peinando su larga cabellera rubia mientras apoya su brazo en una mesa repleta de joyas y abalorios. ¿Sería acaso su hijo quien la pintó?.

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Este convento museo es abrumador, interminable, en el sabroso mosaico de su variedad. Cada altar y cada capilla, cada lienzo, alberga una historia distinta; un hecho milagroso; un exvoto lejano; una tradición olvidada. El asombroso despliegue de los tapices de Rubens mueve a estupor ante la fuerza y variedad de los temas y su prodigiosa ejecución.

Una antigua costumbre confería a la madre abadesa la condición de Grande de España. Fue Carlos III el que confirmó dicho privilegio. Saludé a la Abadesa actual a través de la doble celosía. Es una dama abulense de San Esteban del Valle, de la recia estirpe de los que habitan al pie del macizo de Gredos, no lejos del convento de San Pedro de Alcántara. Me contó con admirable sencillez cómo se desarrolla en los finales del siglo XX la vida cotidiana de esta colmena mística de 33 religiosas, número que evoca la edad de Jesucristo. Y cómo son conscientes del especial tesoro histórico-artístico dentro del cual conviven y cuya custodia ejercen.

Todavía me quedó una curiosidad de visitante. Asomarme al recinto vegetal, hoy muy reducido por las reformas urbanas, que constituye la huerta del convento, en la que pasean, trabajan y meditan las descalzas reales de Madrid. En él existía antaño un pequeño templo que se hallaba dedicado a María Magdalena. El "jardinete" tiene cuatro senderos que confluyen en un cenador. Florecen allí rosales y dalias que adornan después altares y relicarios. Hay frutales, higueras, melocotones y un largo surtido de tomates, cebollas, ajos, calabacines y lechugas para el consumo propio. La acacia es el árbol que mejor resiste el aire polucionado que lo envuelve todo.

El huerto escondido es la más adecuada imagen del recogimiento del espíritu. Nuestros grandes místicos utilizaron ese símbolo en escritos y poesías. El paraíso era en la tradición bíblica un jardín. Es decir, un recinto tapiado con puerta vigilada de dimensión estrecha. El Cantar de los Cantares hizo del jardín motivo de unos memorables versículos. Este rincón madrileño se mantiene intacto destinado al mismo fin desde hace cuatro siglos. Un pequeño trozo del suelo de nuestra capital conserva en su intimidad el vuelo cotidiano de la oración contemplativa. Del entorno urbano invisible nos llega allí un sordo e inextinguible rumor como de gran máquina trepidante. Es el Madrid moderno con sus cinco millones de residentes azacanados en sus tareas vitales cotidianas. El ritmo es distinto entre los dos ámbitos. Palpita fuera el circadiano curso de lo imperioso y de lo agotador. Fluye dentro el tiempo con el pausado péndulo de la eternidad.

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