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Edad, sexo y Gobierno

A diferencia de las remodelaciones ministeriales de 1985 (significativa tan sólo por la dimisión de Miguel Boyer) y de 1986 (que ofreció más de lo mismo), la crisis de Gobierno realizada ayer por Felipe González apunta gestos de renovación y presenta rasgos de originalidad indiscutibles. Los hechos mostrarán, de aquí a las elecciones legislativas de 1990, los talentos o las incapacidades para gestionar y, sobre todo, para hacer política de las gentes de refresco recién incorporadas al Gobierno, Queda por ver igualmente si la actuación de los nuevos ministros y ministras será perceptible sólo en la marcha de sus departamentos administrativos o se manifestará también en las decisiones de política general que se adopten en torno a la mesa del Consejo.En un comentario de urgencia, acogido a los plazos habituales de gracia usualmente concedidos a los debutantes en cualquier oficio, me gustaría subrayar dos características -obvia la una y tal vez menos visible la otra- del nuevo equipo ministerial. El rasgo evidente del cambio de Gobierno es la incorporación de dos mujeres al más alto nivel de responsabilidades del poder ejecutivo. Sólo el recuerdo de la cuota femenina, en tanto que factor distorsionador de origen burocrático, puede deslucir el acierto de una decisión que no hace sino rectificar en buena hora la más asombrosa anomalia de los anteriores Gobiernos de Felipe González. La designación de Rosa Conde (que no milita en el PSOE) y de Matilde Fernández (que ha hecho en UGT gran parte de su carrera) sirve, entre otras cosas, para reconciliar al partido socialista no sólo con los valores de la cultura de izquierdas, sino también con la realidad social de nuestro país. A lo largo de las décadas de los sesenta y de los setenta, las mujeres fueron ganando posiciones cada vez más importantes en el mundo laboral, la administración empresarial, las actividades docentes y el trabajo profesional. El retraso comparativo en el acceso de las mujeres a los altos cargos de la Administración pública y de las organizaciones de los partidos es seguramente consecuencia tanto de la inercia residual de una cultura de los sentimientos hondamente machista como de los codazos entre los varones a la hora de repartirse una tarta siempre escasa.

He mencionado la década de los sesenta como punto de arranque de esa compleja secuencia modernizadora que transformó por abajo la estructura social española y preparó el tránsito pacífico por arriba de la dictadura a la democracia. Esa divisoria de aguas temporal es precisamente la clave de una segunda característica, probablemente menos evidente, de la crisis de Gobierno. No es imprescindible apostar por la dialéctica de las generaciones como método de interpretación global de la historia para tomarse en serio el papel habitualmente desempeñado por la pertenencia a un grupo de edad (a una quinta, para decirlo en términos castizos pero machistas) en la configuración de las sensibilidades culturales y políticas de las gentes. De aquí que me parezcan dignas de atención las partidas de nacimiento de Jorge Semprún y de Enrique Múgica; no para cotillear sobre su edad, sino para tomarlas como indicadores de sus marcos de referencia generacionales.

Por obra de la divina providencia, de la astucia, de la razón o de la simple casualidad, los ritmos temporales de la transición democrática obedecieron a una curiosa división del trabajo entre generaciones. En líneas generales, ese reparto de labores asignó a la generación nacida a la política en los años cincuenta y en el seno del régimen (Adolfo Suárez, Rodolfo Martín Villa, Juan José Rosón, Fernando Abril Martorell) el peso principal. de las arduas tareas de desmontaje del franquismo y de restauración de la democracia. A las gentes surgidas políticamente durante los años sesenta en las filas de la oposición (Felipe González, José María Maravall, Narcís Serra, Joaquín Leguina, Alfonso Guerra, Javier Solana, Miguel Boyer) les tocó en suerte la labor, también histórica, de instalar a la izquierda en el poder en 1982.

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Esa división del trabajo entre generaciones queda parcialmente puesta en entredicho por los dos nuevos nombramientos ministeriales. Jorge Semprún representa la memoria histórica de los hijos de los republicanos que iniciaron su actividad política en la década de los cuarenta. Sin edad para luchar en la guerra civil pero con años sobrados para sufrir la derrota y el exilio, Jorge Semprún combatió en las filas de la resistencia francesa contra Hitler, fue capturado por los alemanes, sobrevivió al campo de exterminio de Buchenwald, militó contra el franquismo en la clandestinidad, fue dirigente del PCE y rompió con las engañosas y engañadas lealtades al marxismo-leninismo en la resaca del 20º Congreso del PCUS. Soy testigo, entre muchos, del valor frío, casi temerario, de Jorge Semprún en el Madrid sombrío de los años cincuenta, cuando era el hombre más buscado por la Brigada Social y las caídas policiales significaban torturas y condenas de cárcel interminable para los líderes comunistas.

De la generación nacida a la política en los años cincuenta, esta vez para combatir al régimen, es casi un retrato robot Enrique Múgica, obcecado inventor de aquel rosario de encuentros con la poesía y congresos de escritores jóvenes que desembocaron en los sucesos estudiantiles de febrero de 1956. Enrique Múgica pagó con varios años de penal burgalés su activa militancia antifranquista; su ruptura con el PCE y su ingreso en el PSOE también estuvieron purgados por aquella inhumana penitencia carcelaria.

¿Qué aportarán a un Gobierno formado por gentes de la generación de los sesenta las distintas sensibilidades y las diferentes experiencias de Jorge Semprún, nacido a la vida política en los años cuarenta, y de Enrique Múgica, un típico representante de la década de los cincuenta? ¿Cómo serán integrados los puntos de vista que Rosa Conde y Matilde Fernández aporten a un cenáculo reservado hasta ahora a los varones? Es opinión generalizada que el cierre sobre sí mismo del grupo congregado por Felipe González en su torno en 1982 había terminado por cegar los respiraderos y los miradores de su Gobierno. Tal vez la apertura apuntada por los nuevos nombramientos ministeriales pueda devolver a los socialistas el pleno ejercicio de esa sensibilidad social e imaginación política que les permitió ganar arrolladoramente las elecciones hace seis años.

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