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Tribuna:ÓPERA
Tribuna
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Resumen por fin de temporada

Con los Cuentos de Hoffman, de Offenbach, que ha valido un triunfo al maestro Alfredo Kraus y, no menos, a la soprano Enedina Lloris en una Olimpia de primerísima categoría, vocal y teatral, termina la temporada Opera 88 de La Zarzuela. A partir de enero los madrileños hemos tenido con regularidad, representaciones operísticas obedientes a un plan de preparación que rehuye el vicio improvisatorio.Ateniéndonos al aquí y ahora, ha de reconocerse una línea ascensional en la labor del Teatro Lírico Nacional, que presenta el aspecto de algo estable y continuo. El aquí impone quizá en mayor medida que por otros pagos no latinos, la presencia de los divos y es muy cierto que sin ellos la ópera refrigera un tanto la pasión de la que en buena parte vive. En Opera 88 hemos escuchado a no pocos divos. Nesterenko, Dalmacio González, Patricia Wise, Montserrat Caballé, Merrit, Alfredo Kraus, Enedina Lloris y Plácido Domingo, pueden representar con propiedad a un grupo más amplio.

A lo largo del cielo la Sinfónica de Madrid, constituida en titular de La Zarzuela, demostró cómo puede dar mucho de sí si está dirigida por batutas de alto nivel: la de Antonio Ros Marbá en La bohême inaugural, suma el nombre del maestro barcelonés al cuadro de los divos. Funcionó con la profesionalidad a que nos tiene acostumbrados el coro titular del que es director el excelente José Perera. Hubo orden general en tantos varios aspectos que complican las actividades de una ópera estable, sin olvidar ni el eficaz funcionamiento de la publicidad, ni la bella presentación de los libros-programas de mano. En menos palabras: los madrileños y cuantos viajaron a la capital para disfrutar de las representaciones más significativas, hemos podido asistir al histórico coliseo de la calle de Jovellanos sin vanidad pero también sin complejos, lo que permite mirar al futuro del Teatro Real, una vez recuperadas las funciones para las que nació, con optimismo.

Producciones propias

Buena parte del optimismo se cifra en las producciones propias. Este año hubo cuatro nuevas: Attila, Ermione, Lulu y El rapto en el serrallo. Se repuso La bohéme de 1986, y se importaron una Adriana de Montecarlo y Los cuentos del teatro del Liceo de Barcelona. Junto con la colaboración del Centro para la Difusión de la Música Contemporánea, fue montado el estreno de Figaro de José Ramón Encinar, excelente muestra del talento del músico madrileño que ha sabido unir una ideología intelectual (Figaro es también Baumarchais) y una comunicatividad afectiva que resolvió la jornada en un franco éxito.

Sólo disiento, en el caso del estreno español, del cambio de local. Al llevar el Figaro a la sala Olimpia se da la impresión de que no se quiere molestar demasiado al más respetable público de La Zarzuela que, por otra parte, demostró su porosidad al recibir con largos aplausos la Lulu de Alban Berg, en la versión terminada por Frederik Cerha, experiencia bastante más comprometida que la de Encinar por el lenguaje musical y la acritud del argumento. Que hubo momentos de mayor valor que otros a lo largo de la temporada es algo que se da por sentado tanto en La Zarzuela como en Viena, Milán, Berlín o Nueva York. Así la primerísima categoría de La boheme o el notable acierto de Lulu (Plaza, Vera, Tamayo) lucieron con mayor intensidad que representaciones como las de El rapto o Attila, a pesar de que en ésta se consiguió una interpretación verdiana bien narrada.

Escuchamos a Plácido Domingo en El Cid, de Masenet, acompañado de un equilibrado reparto pero en versión de concierto y nos sumamos con fervor al homenaje a Montserrat Caballé. No debemos olvidar un recital de Samuel Ramey con repertorio que iba de Haendel a Ives. Todo ello forma parte de la vida normalizada de un Teatro Lírico estable capaz de mantener y aumentar un público igualmente estable. Que importantes sectores juveniles se suman a la vital expresión artística de la ópera parece un hecho cierto aunque no convenga exagerar las cosas, ni confundir deseo y realidad.

Quizá, o sin quizá, sería conveniente modernizar en alguna medida el repertorio. Lulú no se había visto ni oído en Madrid y ha sido bueno presentarla, pero debe recordarse que tiene medio siglo a sus espaldas durante el cual se ha estrenado y se estrena mucho de lo que poco o casi nada se conoce aquí, incluidos los autores instalados ya en la programación internacional como pueden ser Britten, Werner Henze, Dallapiccola, Penderescki o Berio. Este mismo año se han estrenado dos óperas sobre tema español: Bodas de sangre, de Chaynes, y La celestina, de Ohana. Dentro de las posibilidades existentes -y la sobreintendencia del Teatro Lírico Nacional hace milagros con el escenario de La Zarzuela- cabría la posibilidad de enseñar a nuestros operómanos, cuya Sociedad de Amigos ha celebrado ya sus bodas de plata, algo de lo que se hace por ahí. Apenas Los diablos de Loudun, de Penderescki, que es de 1969, trajeron a Madrid, en 1976, noticia de otro modo de pensar la ópera enraizado, no obstante la modernidad de su, lenguaje, en las estructuras tradicionales.

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