Totalitarismo diacrónico
Pero al criterio de valoración estético no parece gustarle en muchos casos confesar el predominio total del sentimiento de grandeza que le inspiran las sangrientas hazañas en que se recrea, sino que lo escuda a menudo detrás de la coartada de la funcionalidad política, convalidando los más feroces atropellos como procedimientos dolorosos pero necesarios para las grandes creaciones de la historia; creaciones que para Menéndez Pidal serían por excelencia los imperios: "Los imperios", dice, textualmente, "a pesar de las vitandas injusticias y calamidades de muerte inherentes a toda vida, son en la Biblia y en la teología cristiana el grandioso instrumento con que la providencia divina gobierna a los pueblos". Frase que, ciertamente, plantearía las más serias dificultades si hubiese que decidir quién acarrea mayor descrédito a la gran epopeya histórica de los españoles, si sus apologetas o sus detractores. Es curioso cómo pasa Menéndez Pidal por encima de lo que, con pintoresca expresión, llama "vitandas injusticias" y de lo que, con expresión todavía más pintoresca y hasta retorcida, llama "calamidades de muerte inherentes a toda vida", donde se diría que alude a lo que de vida, de realización vital, tendría, según él, la creación de un imperio. De ser así participaría a su manera de las concepciones hegeliana y marxista de la violencia y la muerte producida por unos hombres a otros hombres; para Hegel, la violencia es una necesidad del espíritu en la grandiosa epopeya de. su autorrealización objetiva; para Marx, la violencia es la comadrona de la historia; o sea, la que ayuda a toda vieja sociedad a dar a luz -se supone que por un parto mortal para la madre- a la nueva sociedad que lleva en sus entrañas, o el instrumento", según versión de Engels, "por medio del cual el movimiento se abre camino y hace saltar, hechas añicos, las formas políticas fosilizadas y muertas".Aunque piense, indudablemente, en bien distinta clase de engendros de la historia, Menéndez Pidal concede, sin embargo, a la violencia, a la muerte de unos hombres por mano de otros hombres, un papel análogo al que se le concede en las concepciones de Hegel y de Marx: el de instrumento de creación histórica. Para Menéndez Pidal ya hemos visto que esa creación se encarna bajo la forma de los grandes imperios. Y la grandiosa tachunda wagneriana, que, a tenor de su concepción inconfesadamente estética (como en el fondo lo eran la de Hegel y, en alguna medida, incluso la de Marx), venía a ser para él la Historia Universal no podía detenerse ante las "calamidades de muerte", que por ser "inherentes a toda vida" tenía que acarrear para dar vida a sus grandes creaciones.
Es curioso observar cómo incluso quienes condenan el totalitarismo como forma de Estado, incriminándolo de estar dispuesto a sacrificar al individuo en beneficio de la totalidad, no sientan el mismo escándalo ni adviertan lo oportuno de análoga incriminación cuando no es en la sincronía de un régimen político estatuido, sino en la diacronía de un proceso histórico de formación de una entidad política, imperial o no, donde sin el menor reparo se llevan al matadero de la historia todos los individuos que requiera la construcción de la totalidad, en una especie de auténtico y más feroz totalitarismo histórico diacrónico.
No hace falta ser demasiado malicioso para sospechar que el criterio, inconfesadamente estético, de la grandeza, como categoría dominante en la valoración de los hechos de la historia, necesita del estruendo de las armas y de la efusión de sangre, como imágenes sin las cuales permanecería en el limbo incoloro de lo abstracto el espíritu de dominación, que constituye el verdadero vino de quienes se embriagan en sentimientos de grandeza. Quiero decir que el referente real de la categoría emocional y estética de la grandeza al fin no es otro que el de la dominación, y del poder.
Apologetas descarados
Entre la vasta fauna de los apologetas de la grandeza histórica tampoco faltan quienes conceden, con solícita pero no solicitada generosidad, que ciertamente hubo grandes abusos, donde ya el mero empleo de la palabra abuso comporta un apartar a un lado lo que hubo de sobrante innecesario en el esfuerzo, lo que éste tuvo de excesivo; pero en el reconocimiento de algo que sobró se refrenda la necesidad de todo lo restante; en la condena de la parte correspondiente del abuso se absuelve, legitima y santifica la contraparte implícitamente aludida como uso, porque sólo se habla de abuso donde se presupone un uso de cuya justa y plausible medida sobresalga.
Otros, más avisados, ni sienten necesidad alguna de coartadas ni incurren en la ingenuidad de hablar de abusos, porque los reconocen tan inherentes al estilo de acción de la Historia Universal, tan necesariamente consustanciales a la señorial generosidad de su epopeya, que les parecería hasta indigno de ella el detenerse en la mezquindad de escatimar esfuerzos; sus sentimientos de grandeza se avergonzarían de una Historia Universal atenta a calcular, como un tendero, el minimum de destrucciones, de laceraciones, de estragos, de tormentos y de muertes necesario para alcanzar sus altos fines; antes, por el contrario, gustan de imaginarla excesiva, desbordante, sobrada de virulencia y energía, de suerte que el abuso le sea connatural, como la única forma posible de concebir el uso de una manera acorde con su dignidad. Pocos han acertado a expresar esta concepción estética de la historia, como historia del impulso de dominación, como Ortega y Gasset en su clásico ensayo El origen deportivo del Estado.
"Por esto", escribe don José, "la palabra que más sabor de vida tiene para mí y una de las más bonitas del diccionario es la palabra incitación. Sólo en biología tiene este vocablo sentido. La física lo ignora. En la física no es una cosa incitación para otra, sino sólo su causa. Ahora bien: la diferencia entre causa e incitación es que la causa produce sólo un efecto propotcionado a ella. La bola de billar que choca con otra transmite a ésta un impulso, en principio, igual al que ella llevaba: el efecto es en la física igual a la causa. Mas cuando el aguijón de la espuela roza apenas el ijar del caballo pura sangre, éste da una lanzada magnífica, generosamente desproporcionada con el impulso de la espuela. La espuela no es causa, sino incitación. Al pura sangre le bastan mínimos pretextos para ser exuberantemente incitado, y en él responder a un impulso exterior es más bien dispararse. Las lanzadas equinas son, en verdad, una de las imágenes más perfectas de la vida pujante y no menos la testa nerviosa, de ojo inquieto y venas trémulas del caballo de raza. ( ... ) ¡Pobre la vida, falta de elásticos resortes que la hagan pronta al ensayo y al brinco! ¡Triste vida la que, inerte, deja pasar los instantes sin exigir que las horas se acerquen vibrantes como espadas! ¡Da pena cuando uno piensa que le ha tocado vivir en una etapa de inercia española y recuerda los saltos de corcel o de tigre que en sus tiempos mejores fue la historia de España! ¿Dónde ha ido a parar aquella vitalidad?
Como puede observarse, el biologismo orteguiano, que, con el gusto perfectamente hortera de un aristocratismo dandy y deportivo -al que parece hacérsele la boca agua cada vez que repite "pura sangre"-, se entusiasma con la arrancada del caballo al acicate de la espuela como la imagen más perfecta de la pujanza vital, proyecta esta idea ya estética de vida o de vitalidad biológica sobre las representaciones de la historia, transfigurando en la imagen de los saltos del tigre o del corcel los arrebatos históricos del furor de sojuzgamiento y predominio, convalidando como generosa efusión y hasta eclosión de vida respecto de la historia, precisamente lo que en ésta no es sino el más tenebroso y asolador desencadenamiento de la muerte. ¡Tan mala sombra puede llegar a proyectar la imagen de la biología sobre la historia!
Así, mientras- los apologetas de escuela orteguiana encarecen la grandeza de la Historia Universal como suprema manifestación de la vitalidad más excelsamente humana, recargando desafiantemente las tintas de engreimiento, virulencia y afán de predominio de sus epopeyas, y poniendo así el acento más en el ejercicio, el esfuerzo y el empeño que en el logro, los otros, más cobardemente, se contentan con salvar a la Historia Universal por la bondad y la dignidad de sus últimos designios, sin perjuicio de ir pidiendo a diestro y siniestro las más rendidas disculpas por la indudable enormidad de los abusos que aun la más alta y más noble empresa humana se halla siempre abocada a perpetrar.
Éstos son, los que incurren en la abyección de echarles a indios, negros u otras cualesquiera gentes de color el brazo por la espalda, tratando de venderles su propio pasado de martirio y el reconocimiento de la legitimidad de sus autóctonos valores culturales a cambio de recabar su beneplácito para la común Historia Universal, como en aquel repugnante serial televisivo norteamericano que llevaba por título Raíces y que recogía la secular historia de una familia negra desde el ancestro capturado, puesto en cadenas y estibado en la sentina de un navío negrero, que lo arrancaba para siempre del África natal, hasta el descendiente finalmente libre, con su familia modesta, pero honrada y feliz, ya en los años de Martin Luther King, pretendiendo mostrar cuán inescrutables son los designios del Señor y por qué insospechables caminos y a través de cuántas fatigas, humillaciones y sacrificios había llegado finalmente a cumplirse en este último vástago, desde aquella mañana inmemorial de la captura en una remota playa de Guinea, el orgullo de haber contribuido a lo largo de diez generaciones a la creación de la gran nación americana.
Cortés y Soto
Pero si éstas son las ideologías hoy vigentes, junto con una literatura escolar de auténtico tebeo, sobre el descubrimiento y la conquista, veamos cuáles eran las opiniones de la época. Para lo cual nadie mejor que Gonzalo Fernández de Oviedo, cronista oficial, detractor de los indios, partidario de la conquista y, finalmente, víctima de Las Casas, que, siempre rencoroso con sus contradictores, logró con su enorme influencia que la publicación de la gran obra de Oviedo no pasase del primer tomo. Sin escatimar elogios a la conquista de Nueva España y a la persona de Hernán Cortés, a Oviedo no deja de desconcertarle y hasta turbarle el hecho de que quien, como Cortés, se ha alzado como titular de un mando delegado, al independizarse de Velázquez, quien ha "mañeado" -según las propias palabras del cronista-, usado de "halagos enforrados" y "dissimulaçión", quien no ha vacilado en violar cualquier lealtad humana, haya sido coronado por el triunfo y por la gloria. Y así Oviedo se siente forzado a violentar su turbación con un penoso acto de humillación y acatamiento de la divina prepotencia: "Yo veo", dice, "questas mudanças e cosas de grand calidad semejantes no todas veçes anda con ellas la razón que a los hombres paresçe ques justa, sino otra definiçión superior e juicio de Dios que no alcançamos ( ... ) e de la providençia de Dios no nos conviene platicar ni pensar sino que aquello conviene".
Desde luego, hay sujetos empíricos tan especialmente dotados para la depredación y el predominio que han causado en algunos la impresión, por lo demás perfectamente mítica y supersticiosa, de que la propia Historia Universal los ha elegido para sus más altos designios, como le pasó a Hegel cuando, en la más vergonzosa clarividencia de su vida, creyó ver en Napoleón al Espíritu Universal a caballo. Uno de esos sujetos podría ser, desde luego, Hernán Cortés. Y nada mejor que el "ofrecióse", que él mismo emplea para empezar a contar el episodio recogido al principio, nos descubre en toda su medida la rigurosa funcionalidad de una perspicacia permanentemente: alerta a lo que en cada situación pueda ofrecerse como algo aprovechable para sus propósitos. Al instante advierte la posibilidad de explotar la falta cometida por el indio y la manera de montar sobre ella el espectáculo que le conviene. Es la penetrante mirada instrumental del pragmático perfecto: agudísima para captar al vuelo cuanto en las cosas pueda incidir en el sentido de sus intereses, ciega para cuanto haya en ellas de ajeno o indiferente a sus designios. Esa misma pragmática amoralidad puede advertirse también en su actitud hacia la antropofagia. Así, demostrándonos de paso cómo las tres grandes abominaciones: sacrificios humanos, antropofagia y sodomía, por las que los españoles justificaban su saña hacia los indios, incluso considerando que Dios mismo los castigaba a través de sus espadas, no eran más que pretextos o coartadas para el frenético ejercicio de la dominación, en la tercera de sus Cartas de relación, como guiñándole el ojo a Carlos V, a quien se dirigía, se permite al respecto de la antropofagia un cierto tono sutilmente festivo, cuando son sus aliados tlascaltecas los que la practican: "De manera que desta celada se mataron más de quinientos [entiéndase aztecas], y todos los más principales y esforzados y valientes hombres; y aquella noche tuvieron bien que cenar nuestros amigos [entiéndase tlascaltecas], porque todos los que se mataron tomaron y llevaron hechos piezas para comer". Ni siquiera debió de pasársele por la imaginación la idea de que un desenfado semejante, hablando de la antropofagia, podía tal vez escandalizar u ofender los oídos de Carlos V, o parecerle irreverencia hacia su Católica Majestad tanta franqueza en tan delicada materia, de puro obvia que, en su incondicionado pragmatismo, debía de reputar Cortés la opción de permitir la antropofagia en unos aliados que, de habérsela prohibido, le habrían retirado un apoyo absolutamente indispensable para la conquista de la capital azteca. Así, Cortés subordinaba la proscripción o el consentimiento de la antropofagia a la estricta conveniencia ocasional de la conquista, sin mayor sentimiento de escándalo moral. En una palabra, era o llegó a hacerse una prodigiosamente capacitada bestia predatoria, un perfectísimo instrumento de dominación, o sea, un hombre espeluznantemente monstruoso.
Capacidad funcional
Pero si Cortés puede representar tal vez, frente a los demás conquistadores, el extremo de capacidad funcional para los empeños del poder (si bien no hay que olvidar que, entrando con buen pie, la fortuna cabalga ya en parte sobre sí misma ni que el éxito exagera siempre los prestigios y los méritos), Hernando de Soto, por elegir alguno, podría ponerse como paradigma de lo opuesto, esto es, de la inhabilidad y del fracaso (siempre: teniendo en cuenta el efecto de éste en el sentido simétrico contrario de exagerar de forma análoga el demérito); ambos son, sin embargo, desde uno y otro extremo, idénticos en cuanto encarnaciones de un único y el mismo impulso. Con respecto a la expedición de Soto, que, subiendo desde Florida, parece que alcanzó hasta la actual Carolina del Norte, la crónica de Oviedo dice así: "Preguntando el historiador a un hidalgo bien entendido que se halló presente con este gobernador e anduvo con él todo lo que vido de aquella tierra septentrional que a qué causa pedían aquellos tamemes o indios de carga e porqué tomaban tantas mujeres, y esas no serían viejas ni las más feas; y, dándoles lo que tenían, porqué detenían los caciques y principales, y adónde iban que nunca paraban ni sosegaban en parte alguna: que aquello no era poblar ni conquistar, sino alterar e asolar la tierra e quitar a todos los naturales la libertad e no convertir ni hacer a ningún indio cristiano ni amigo, respondió e dijo: que aquellos indios de carga o tamemes los tomaban por tener más esclavos o servidores, e para que les llevasen las cargas de sus mantenimientos e lo que robaban o les daban; e que algunos se morían e otros se huían o se cansaban; e así habían menester renovar e tomar más; e que las mujeres las querían también para se servir de ellas e para sus sucios usos e lujuria e que las facían bautizar para sus carnalidades más que para enseñarles la fe; y que si detenían los caciques e principales, que así convenía para que los otros sus súbditos estoviesen quedos e no les diesen estorbo a sus robos e a lo que quisiesen hacer en su tierra de los tales. Y que adónde iban ni el gobernador ni ellos lo sabían". En otro capítulo anterior sobre esta misma expedición, Oviedo escribe de Soto lo siguiente: "Este gobernador era muy dado a esa montería de matar indios, desde el tiempo que anduvo militando con el gobernador Pedrarias Dávila en las provincias de Castilla del Oro e Nicaragua, e también se halló en el Perú y en la prisión de aquel gran príncipe Atabáliba, donde se enriqueció; e fue uno de los que más ricos han vuelto a España, porque él llevó e puso en Sevilla sobre cien mil pesos de oro y acordó de volver a las Indias a perderlos con la vida, y continuar el ejercicio ensangrentado del tiempo que había usado en las partes que es dicho...". Hasta aquí Oviedo, que unas líneas más abajo nos explica lo que ha querido decir con lo del "ejercicio ensangrentado" y por qué ha usado la palabra montería; dice, pues, así: "Ha de entender el lector que aperrear es hacer que perros le comiesen o matasen, despedazando el indio, porque los conquistadores en Indias siempre han usado en la guerra traer lebreles e perros bravos e denodados; e por tanto se dijo de suso montería de indios" (hasta aquí la cita).
De modo que digo yo que juzgan mal a los conquistadores quienes los incriminan indistintamente de vil materialismo de la codicia del oro; el oro fue en contados casos un móvil real; generalmente fue un pretexto para la hazaña por la hazaña y a lo sumo su trofeo, como lo prueba el que fueran muy pocos los casos de quienes, en vez de jugárselo y despilfarrarlo al día siguiente, supiesen apartarlo y acumularlo por despreciable amor hacia el dinero y la riqueza; lo que movió a la gran mayoría de los conquistadores fue, por el contrario, la pura inquietud espiritual de continuar el ejercicio ensangrentado de esa montería de aperrear indios.
Babelia
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