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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Bajo sospecha

HA ESTALLADO una nueva bomba en uno de los centros más delicados de la Administración Reagan. El escándalo que el FBI ha empezado a desvelar a mediados de junio afecta a todo el sistema de adjudicación de los contratos entre el Pentágono y las principales empresas de armamentos de EE UU. No se trata ya de casos de despilfarro, tan comentados hace unos años, como las cafeteras que costaban 700 dólares. Lo que ahora está bajo sospecha es el mecanismo mediante el cual se gastan las sumas absolutamente fabulosas -160.000 millones de dólares, unos 18 billones de pesetas- que el Pentágono invierte al año para comprar armamento, y que le convierten en la mayor empresa existente en el mundo. Hace dos años que el FBI y el servicio de investigación de la Marina (NIS) iniciaron esta encuesta en un secreto absoluto. Ni siquiera Reagan ha tenido conocimiento de ella hasta hace unos días. De golpe han sido lanzadas 200 citas judiciales y decenas de oficinas y domicilios de contratistas y de funcionarios del Pentágono han sido registrados. Aún no hay acusaciones formales, pero se piensa que unas 100 personas serán llamadas, en los próximos meses, a comparecer ante la justicia. Varios altos funcionarios de Defensa, entre ellos un subsecretario, han sido cambiados de destino.Los hechos descubiertos y publicados indican que entre la Administración militar y las grandes empresas de armamentos existe una amplia red de consultores ligados a ellas. La forma más generalizada de soborno consiste en que esos consultores compran a funcionarios y luego venden a sus empresas secretos fundamentales para que éstas puedan ganar, frente a sus rivales, las adjudicaciones correspondientes. Esta práctica se ha generalizado tanto que algunos la califican de institucional. Ello significa que decenas de contratos, que representan sumas astronómicas, se han firmado violando las leyes. Para descubrir estos sobornos, la policía ha pinchado numerosos teléfonos y registrado unas 5.000 conversaciones, de las cuales unas 670 parecen reflejar actos delictivos.

Algunos comentarios -consideran que, dada la complejidad de las especificaciones necesarias para definir las contratas de armamentos, sobre todo de los equipos y materiales tan sofisticados requeridos por el armamento moderno -el Baroque arsenal, según el conocido libro de Mary Kaldor-, el papel de los consultores es insustituible. Pero no se trata de eso: los intermediarios pueden ser algo inherente al funcionamiento del mercado. El escándalo del Pentágono pone de relieve que la fuente del delito estriba en el hábito -muy generalizado- de que una misma persona, después de un período como funcionario, se hace consultor -sin romper sus lazos con la Administración- al servicio de tales o cuales empresas. Así se ha generado entre funcionarios, consultores y contratistas un tejido de complicidades y compadreos por el que circulan tanto los secretos útiles a las empresas como el dinero del soborno. Sobre todo cuando están en juego sumas astronómicas.

Según lo publicado en EE UU, además de los sobornos referidos más arriba, han podido producirse otros aún más graves desde un ángulo militar y político. Por ejemplo, ciertas especificaciones, definidas por el Pentágono, han podido ser modificadas bajo la influencia de los consultores para facilitar la concesión de la contrata a una empresa determinada. Ello su,pondría que, en ciertos casos, lo considerado óptimo desde el punto de vista de la defensa ha podido sufrir alteraciones en función de beneficios económicos turbios. ¿Hasta qué punto pueden estar fenómenos de este género en el origen de los fallos que han sufrido determinados proyectos? Es inevitable que surja la pregunta. En todo caso, es terrible para un país descubrir que el fraude se ha convertido en uno de los factores que influye sobre la fabricación de los instrumentos de su defensa.

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No parece que el argumento utilizado por el secretario de Defensa, Frank Carlucci -se trata de algunas manzanas podridas, pero el árbol está sano-, pueda servir para eludir las evidentes responsabilidades de orden político que se derivan del escándalo. Por un lado, destaca una responsabilidad de orden general en cuanto a la falta de vigilancia de las autoridades políticas, incluido el presidente, sobre la forma de gastar el dinero público. Este nuevo escándalo agrava lo que ya se puso de relieve a la luz del Irangate: la negligencia -como mínimo- del presidente, su incapacidad para rodearse de colaboradores serios y para garantizar que las más altas funciones del Estado se llevan a cabo de modo responsable.

Pero existen además responsabilidades que pueden dañar más directamente al partido republicano y a su candidato a la presidencia, George Bush. Hasta ahora no han circulado, entre las personas complicadas en los fraudes, nombres de personalidades políticas de primera fila. Pero han aparecido síntomas graves, concretamente en el Departamento de la Marina, el más afectado, según lo descubierto hasta ahora, por los fraudes y sobornos. Una de las figuras de proa de los planes de rearme de Reagan fue su secretario de la Marina hasta hace un año, John Leliman. La política de éste fue concentrar en muy pocas manos las decisiones en materia de contratas. Concretamente, en las de una persona de su máxima confianza, Melvyn Paisley, secretario adjunto encargado de los programas de investigación y desarrollo de la Marina entre 1981 y 1987. Paisley dimitió de ese cargo en 1987 y se hizo consultor. Ahora aparece como uno de los principales acusados en el escándalo de los sobornos. Ello afecta inevitablemente a Lehman, muy amigo de George Bush, y al que se consideraba probable secretario de Defensa en el caso de una victoria de Bush en las elecciones presidenciales.

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