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Tribuna
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Yo estuve allí

Era una serena y melancólica tarde de la primavera romana. Apretujados en la plaza de San Pedro, y bajo la inmensa mole de las columnatas que la abrazan, estábamos todos. Aquella tarde se escuchaba por todas partes hablar el romanesco, ya que las borgatas de la urbe se habían volcado bajo la ventana de la derecha, donde agonizaba lenta pero inexorablemente el ídolo del pueblo romano: el papa Giovanni. Cuando finalmente se dio la noticia de que Juan XXIII había muerto plácidamente, todo el mundo como un solo hombre se puso de rodillas, y de muchos labios salieron oraciones que sólo habían sido pronunciadas en la primera infancia.Hoy, 3 de junio de 1988, hace un cuarto de siglo que murió el papa Juan. Con su aparente bonachonería ocultaba una inteligencia finísima y una erudición nada común, sobre todo, en historia de la Iglesia. Quizá fuera debido a esto último el hecho de escoger para sí el extraño nombre de Juan XXIII. En efecto, en el siglo XIII un fraile franciscano llamado Pietro Olivi'defendió la infalibilidad pontificia; pero el papa de turno no sólo rechazó su teoría, sino que la consideró obra del diablo, padre de la mentira", llegando a decir que era una "doctrina pestilente" y una "audacia peligrosa". Pues bien, aquel papá se llamó Juan XXII. ¿No sería ésta una sutil maniobra campesina de Angelo Giuseppe Roncalli para dar a entender su distanciamiento frente al pernicioso dogmatismo que tanto ha dañado a la Iglesia?

Aun más, creo recordar que ante unos cristianos no católicos fue donde Juan XXIII dijo, en uno de sus muchos rasgos de humor, que no tuvieran miedo, porque al menos él, durante su pontificado, no haría uso de la infalibilidad. Y añadió: "Yo no he encontrado en el Evangelio la figura del sumo sacerdote, que es un esquema judío; ni la de pontífice máximo, que es una evocación romana. En el universalismo del Evangelio sólo he encontrado la figura del buen pastor".

Somos muchos los que sinceramente hemos de reconocer que el nombramiento de aquel ventrudo y viejo cardenal para el papado nos cayó gordo, para hablar clara y coherentemente. Pero poco tiempo después descubrimos con sorpresa la figura de un hombre genial y de un cristiano de primera clase. Una de sus primeras salidas del Vaticano fue a la cárcel romana de Regina Coeli. Allí se entretuvo en coloquio directo y horizontal con los presos, y hasta les confió el secretillo de que cuando era zagal estuvo a punto de que lo metieran en la cárcel por haber robado una gallina de un corral ajeno.

Un día, el viejo papa llamó a su secretario, el entonces joven Loris Capovilla (actual arzobispo de Loreto), y le dijo: "Mira, Loris, aquí me siento como prisionero; yo mismo no sé exactamente el alcance de los documentos que firmo. La Iglesia no soy yo, sino todos los obispos y todos los fieles católicos del mundo entero. Lo más urgente sería convocar un concilio ecuménico, pero si se lo digo a la curia me convencerán eficazmente de su inconveniencia. De modo que sólo te lo digo a su guarda el secreto como si fuera de confesión".

Efectivamente, el 25 de enero de 1959, fiesta de la Conversión de San Pablo, a las doce de la mañana descolgó el telefonillo interior del Vaticano y hablé con el cardenal Tardini, secretario de Estado. Le dijo que reuniera para las cinco de la tarde en la basílica romana de San Pablo a los cardenales residentes en Roma para una ceremonia especial. Solamente cuando estaba en la sacristía, revistiéndose, fue cuando, con aquel tartamudeo característico suyo, les dijo a los cardenales como quien no quiere la cosa: ¿Saben ustedes?, es que voy a convocar un concilio ecuménico". Una vez repuestos de la sorpresa, los miembros de la curia procuraron hacerse con las riendas de la preparación de los esquemas del concilio para reconducirlo a sus cauces legítimos y ortodoxos.

Pero apenas pasado un mes de la inauguración del concilio estalló dentro de la misma aula una explosión incontenible de democracia. Algunos días después, precisamente un miércoles, durante la acostumbrada audiencia pública en San Pedro, Juan XXIII confesaba su perplejidad, algo así como la del aprendiz de brujo: "¿Sabéis?", nos decía, "esta noche apenas podía conciliar el sueño. Me volvía de un lado a otro de la almohada pensando en el casino [follón, mogollón] que se ha armado en el aula conciliar. Pero en un momento determinado me he dicho a mí mismo: 'Ángel, ¿quién guía a la Iglesia, tú o CristoT: E inmediatamente me volví de lado y me quedé dormido como un lirón toda la noche".

Juan XXIII era un campesino ilustrado; y su fe cristiana tenía el frescor de los campos y el polvo de las bibliotecas, sin que lo uno estropeara a lo otro. Como ha dicho el ilustre escritor católico italiano Giancarlo Zizola en su libro La utopía delpapa Juan, "era profundamente tradicional, pero en absoluto conservador. Era un anticonformista nato, era naturalmente, intuitivamente, un creador". Su testamento fue sin duda la encíclica Pacem in terris, que llegó a molestar tanto que las mismas traducciones oficiales la falsearon. La española, especialmente en su última parte, recuerda aquel refrán italiano "traduttore traditore": más que una traducción era una traición. Sabemos que la redacción definitiva fue matizada por los correctores curíales. A la vista de esto el papa Juan comentó resignadamente: "No importan algunas sombras si llega lo fundamental".

En este cuarto de siglo que nos separa de la muerte del papa Juan ha corrido mucha agua bajo los puentes del Tíber. Quizá se podría repetir aquello de Roma ya no está en Roma. El Concilio Vaticano II siguió con paso firme gracias al apoyo liberal y democrático de otro papa de los grandes de la historia: Pablo VI. Pero también este último tuvo al final de su vida el complejo de aprendiz de brujo y empezó a tener miedo de las inexorables consecuencias del concilio. Este miedo se ha ido aumentando hasta producir incluso un clima de terror teológico en el amplio ámbito de la Iglesia católica romana, que, como tantos otros colectivos políticos, sociales y culturales, tiene miedo a perder su clientela y no quiere exponerse a aventuras de final desconocido. Sin embargo, la figura de Juan XXIII es sólida y monolítica, y seguramente de safiará los vientos de esta historia del conformismo y de la cobardía.

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