Tres divismos
Un texto de Hermann Broch, una intepretación de Jeanne Moreau y una dirección de Grüber forman algo exquisito para un solo espectáculo. El riesgo del triple divismo existe y se manifiesta. Broch fue un escritor vienés coetáneo de Kafka, partido al exilio como tantos de la expresión germánica; en una de sus novelas, Los inocentes incluyó como alarde un monólogo que, representado, dura casi hora y media; enlazado con la novela, puede formar y forma por sí mismo un relato independiente. La vieja criada Zerline cuenta su vida, su tiempo, sus sentimientos, y una experiencia que duda en calificar de amor o de deseo. Un lenguaje filosófico, sociológico; Broch contaba al mismo tiempo la caída de una sociedad de la alta burguesía y una vida humana una profundidad sensorial y psicológica. La sirviente: se lo está contando a un hombre que yace y apenas añade algunas palabras. En la obra no es más que la pared necesaria para que el monólogo no se desarrolle en el vacío o tenga un pretexto; en los otros capítulos de la novela es un personaje central.Grüber le da a todo ello un aire de vacío limpio, si se puede decir; un orden y una estética despojada casi japonesas
Le récit de la servante Zerfine
Basada en la novela Los inocentes, de Hermann Broch, versión francesa de Andrée R. Picard. Intérpretes:Jeanne Moreau, con Peter Bonke. Escenografía y vestuario: Francis Biras. Luces de Pascal Mérat. Dirección: Klaus-Michel Grúber. Teatro Nacional María Guerrero, 1 de junio.
Como de sádico anal. La luz de la siesta entra clara y constan te, los muebles son pocos, la sirviente persigue obstinada mente las motas de polvo, los trajes no tienen una arruga unas cuantas flores bien colocadas son el centro colorista de la habitación. Una forma de jugar al infierno frío, de trascender la atmósfera de lo cotidiano a un escenario donde el tiempo va a ser sincrónico. La obsesión por lo minucioso, por la acción diminuta , llega a lo maniático. Sirve todo como para una especie de hiperrealismo o de un misterio de lo natural que trasciende de sí mismo.
Y Jeanne Moreau. Crea un personaje de carácter. La sirviente es anciana y tiene unos movimientos torpes, inseguros
lentos. Cuando empieza a hablar, su voz es seca, campesina, monótona. Ya sabemos que cambiará; en el teatro, esa toma de carácter se mantiene sólo un tiempo, el suficiente para dejar una huella permanente en el espectador, aunque de cuando en cuando se vuelva a ella como un recuerdo. Ella irá después hacia las inflexiones, pero sin dejar que la actriz devore al personaje: es una forma de divismo. Párrafos conmovedores dichos con esa contención obligada, pero con la suficiente trascendencia como para que percuta la pasión, la angustia de lo que nunca volverá, la reconstrucción de la juventud. Hecha al teatro y el cine intelectuales, Jeanne Moreau es una gran actriz inteligente.
Los tres divismos juntos, bien implicados, unos en otros, dan como resultado la teatralidad. Es decir, se ve el trabajo de todos, el ansia de trascender personalmente de cada uno de estos imaginadores y la forma en que al mismo tiempo se subordinan unos a otros, cómo se vampirizan o se roban su sabiduría. De todo eso está formado el teatro que se sabe que es teatro, y no otro género de literatura dramática.
El público asistió con fascinación. Hubo algunas risas extemporáneas, pero ya se sabe en esta clase de espectáculos de dónde arrancan: el que entiende bien una frase en un idioma extranjero, ríe para demostrarlo a sus vecinos de butaca, aunque no tenga gracia. Otras se dedican, en forma de recompensa, a un gesto, a un hallazgo de la actriz, que era sin duda lo que más había atraído. El final fue premiado con ovaciones y bravos, que Jeanne Moreau no quiso explotar desde el escenario. Saludó con la misma sobriedad con que interpretó.
Babelia
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