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Tribuna
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Más cornadas da el tiempo

Todo es efimero: el recuerdo y el objeto recordado, decía Epicteto. Ideas así tan sólo nos pueden venir en las largas tardes de domingo, basta tener tiempo para que el tedio se nos imponga.Cuando estos pareceres empiezan a ser crónicos tan sólo acuden a la mente posibilidades de placebo tales como maldecir la hora en que decidimos abandonar el cuadro, dicha tarde de domingo, o contemplar si hay posibilidad de ir a una corrida.

Obviamente, el resto de la semana siempre nos queda la posibilidad de ir de cuadro en cuadro, es decir, perderse en la fascinación de construir esa máscara que nos oculta y paradójicamente nos desvela.

En vez de "más cornadas da el hambre", yo diría que más cornadas da el tiempo. Para evitarlas o para distraerlas, ante la imposibilidad de evitarlas, uno recurre al juego permanente del trasteo. Al tedio y al terror hay que calcularle la distancia primero, y luego dejarlos venir para finalmente saber mantenerse a la altura del azar. No hay duda de que lo que se torea es el tiempo; con el tiempo se juega, se alarga en un presente continuo excepcional e irrepetible.

Arte y toreo, en su juego de ficciones, en su aceptación de llenar el vacío de todo aquello que no es definitivo y definitorio, han sido y son grandes paradojas que nos devuelven el presente en una civilización determinada por el pasado y obsesionada por el destino; en una civilización en donde el concepto establecido de historia crea la ilusión -de que el paso del tiempo es constructivo.

Por el contrario, la leyenda es la que pertenece al espacio que nos entretiene permitiendo la posibilidad de crear diferentes tiempos en un mismo paisaje.

Frente a la puerta del chique ro, frente a la aparición de esa realidad permanente, torero y artísta, en su duelo lúdico, plantan la iluisión como otra alternativa de la realidad que les permite una percepción diferente tanto del tiempo como del espacio.

Plantar cara ante lo desconocido nos libera de la concepción puramente fisica de la realidad y nos devuelve una realidad artística del mundo. El artista trasciende la materia por inmersión en ella y no para tomar conciencia de esa materia como permanencia, sino para hacerla liviana.

Paradoja sobre paradoja para invertir todo aquello que es obvio y rematar en la faena, en el gesto, en el acto, esa máscara efímera que propicia, en el rito de la repetición, el nacimiento de otra.

Toreo y arte, al devolvernos un presente continuo, son en cuanto destruyen aquello que crean. Cuando lo que se lidia es la secreta causa, todo lo demás es vacío que ha de llenarse de gestos que tienen como punto de partida una ausencia de significación y como utópico punto de llegada el deseo de significar.

Y todo significado, pues, queda finalmente relegado a la cornada y, sin lugar a dudas, a la decisión que nos dé por tomar con respecto a ella. Esto es, decidir en un abrir y cerrar de ojos que aquello que nos acontece es lo que nos conviene.

Chema Cobo es pintor.

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