La loba agraviada
La desaparición de Jesús Fernández Santos del mundo de los vivos -por mucho que se tratara de una muerte anunciada para los que estábamos al tanto de su cruel y larga enfermedad- supone, una vez más, ese aldabonazo de alerta que ya observé como un oscuro presagio el 15 de noviembre de 1961), cuando murió el pionero de nuestro grupo, Ignacio Aldecoa. Escribí entonces mi primer artículo necrológico, y aunque hayan pasado casi 20 años de eso, al releer ahora aquel texto creo que conserva la vigencia de todo lo que nace al dictado de las intuiciones súbitas e infalibles.De Ignacio, a cuyo entierro asistí con Jesús, dije entonces: el arraigo más: antiguo que me quedaba en Madrid, y cuya muerte ha entrado a saco como un viento despiadado en el arca de esos recuerdos que parecía aún temprano para revisar. Eran cuentas pendientes, se sabía que le llegaría la hora de salir a relucir, pero daba miedo...
La muerte, ese hachazo fulmin2mte que le hizo decir a Ignacio, cuando la, sintió abatirse sobre su cabeza, "esto es un aviso", es también un manotazo de aviso que se ha desatado sobre nosotros, los amigos de su edad. Ha muerto Ignacio Aldecoa. Los años cuarenta y cincuenta, lo queramos o no, empiezan a ser historia.
Nunca desde entonces he dejado de sentir, junto con la dolorosa mutilación que supone la muerte de un amigo, la responsabilidad con que nos carga la vida a quienes heredamos el legado de su memoria, y que podría materializarse en esa frase atribuida a los supervivientes de las catástrofes: "Quedó uno para contarlo". Pero para contar algo que empieza a ser historia hay que huir de los; ditirambos y los lamentos, y aplicarse a una tarea más ingrata, pero también más rigurosa: la de fechar, la de poner las cosas en su sitio. Es lo que voy a tratar de hacer ahora.
El 5 de marzo de 1954 (es decir, dos años antes de la aparición de El Jarama, de Sánchez Ferlosio, que ha venido señalándose insistentemente por la crítica como el arranque del realismo social en la novela española) se acabó de imprimir en la editorial Castalia, con sede en Valencia, un libro que nos sorprendió a muchos, aunque por el momento pasara casi totalmente inadvertido.
Se titulaba Los bravos, y hablaba de un puñado de vecinos agarrados tenazmente a sus raíces, últimos componentes de un pueblo leonés perdido en la montaña, de donde era oriundo el padre del autor, Jesús Fernández Santos, un estudiante de letras interesado también por asuntos de cine. "En la época en que yo empecé a escribir", dijo escépticamente él años más tarde en una entrevista, "eso de publicar un libro en España era para Azorín, Baroja y gente así".
Falta de estímidos
No existían, efectivamente, grandes estímulos para los futuros prosistas, ni la opinión del público estaba favorablemente dispuesta a escuchar voces nuevas, aun cuando la creación del Premio Nadal hubiese empezado a significar algo en ese sentido. Jesús, desde el principio, lo cornprendió así.
Modesto, tímido y burlón, huía con marcada repugnancia de todo exhibicionismo y apenas hablaba a nadie de sus escritos. Empezó a hacer documentales de cine para ganarse la vida y se quedó a la espera desde el reducto de Los bravos, aunque sin dejar nunca de escribir, de la llegada de tiempos mejores.
"El cine es mi oficio", puntualizó en una ocasión; "la literatura, mi razón de ser. Escribo para sobrevivir, para que quede algo de mí, porque me gusta, por eso que antes se llamaba vocación". Fiel a esta vocación, aguantó los tiempos malos Jesús Fernández Santos, sin creer en milagros ni dejarse deslumbrar por los que pasaban por tales.
Las innovaciones que hoy los estudiosos puedan rastrear en su ya bien fundamentada obra narrativa (Las catedrales, Libro de la memoria de las cosas, El hombre de los santos, Extramuros o La que no tiene nombre) nunca responden a una pretensión deliberada de novedad, sino que se derivan del afán por concentrar la mirada en lo ya, mirado muchas veces y abarcarlo desde otro enfoque.
Desde Los bravos, Jesús Fernández Santos ha venido insistiendo en fijar su atención con intensidad progresiva en esas comunidades rurales o provincianas que él, gran solitario y viajero incansable por los pueblos españoles, tan bien conocía. Reductos desolados de nuestra geografía, dejados de la mano de Dios y detrás de cuyo presente ruinoso pesa la cara oculta de un pasado histórico. El pasado, en todas sus novelas, es como un cerco invisible que estrangula la convivencia dentro de esos ámbitos desnudos de grandeza y de futuro, donde ya sólo campea la espera de "la que no tiene nombre".
La sin nombre
En algunas ocasiones, como en la novela que lleva este título, la muerte, a modo de personaje de película de Berginan, llega a tomar las riendas de la narración y a oscurecer la identidad de los dos últimos vecinos de Las Hoces, dueños absolutos de un lugar codiciado por las inmobiliarias y que ellos se resisten a abandonar, por sentirse los únicos legatarios de una historia abocada a la desaparición. A la que no tiene nombre, mucho la presintió y cantó Jesús Fernández Santos.
Yo hoy tomo sus propias palabras para seguir increpando con ellas a la loba agraviada que ayer le eligió como su presa: "Yo te conozco bien, aunque te escondas con ropa de colores, aunque cubras con ellas tu flaco cuerpo y ese acero que asoma a tus pies en forma de guadaña. Yo te conozco bien, más amarilla que membrillo, ladrona como el zorro, revuelta como loba agraviada".
No. No perdona a nadie la loba agraviada. Y ayer se ha llevado a uno de nuestros mejores prosistas de posguerra.
Babelia
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