Filigranas de plata
A lo largo de este siglo se han realizado en Madrid faenas cumbres que por su emotividad, hondura o perfección han pasado a la historia como modelos de diferentes formas de torear. Los libros nos hablan de la labor de Vicente Pastor en 1910 con el toro Carbonero, que le valió la primera oreja seria concedida en la Corte. Una faena de Joselito en 1913 y otra de Belmonte dos años más tarde fueron obras maestras de ciencia y de arte aún perduran en la mente de algún aficionado anciano que, por evocarlas tantas veces, ya las ha olvidado. Abonados mayores del coso de Las Ventas recuerdan con emoción la labor de Manolete con aquel sobrero de Pinto Barreiro en la Corrida de la Beneficencia de 1944. El que estas líneas firma tuvo la fortuna de ver a Antoñete con el toro blanco el día de San Isidro de 1966. En aquellas tardes un maestro inspirado se encontró con su toro y se produjo el milagro.Y entre estas actuaciones se tiene que contar la de Manuel. Jiménez Chicuelo con el toro Corehaíto, de la ganadería salmantina de Graciliano Pérez Tabernero, el 24 de mayo de 1928, tal día como ayer hace exactamente 60 años. Según el crítico Corinto y Oro, "lo de ayer fue asombroso. Lo de ayer fue un caso. Chicuelo realizó en la plaza de toros de Madrid la faena cumbre de todas las faenas que él ha realizado en muchas plazas de España". Un público enloquecido consiguió para él las dos orejas de su enemigo, que fue premiado con una vuelta póstuma al ruedo. De torear 24 corridas la temporada anterior, Chicuelo terminó esa campaña con 81 corridas, más que ningún otro diestro.
¿Qué hizo Chicuelo para armar tanto lío? En cierto modo, muy poco, por lo menos en comparación con las faenas maratonianas de hoy: instrumentó 30 pases y mató de dos pinchazos y una estocada. Pero la mayor parte eran pases naturales y de pecho, y se realizaron con una ligazón, un temple, una gracia y una belleza insuperables. Cossío, el eminente historiador de la fiesta, reconoce que Chicuelo fue un diestro de escaso valor y voluntad, pero anota su soltura y técnica. Alaba su "estilo depuradísimo de acabada finura" y su "inspiración y arte de filigrana, de excelsa pureza". Frases curiosas de la pluma de un inmortal de la Española. Nos hacen pensar que incluso los detractores de la fiesta habrían jaleado la faena de Chicuelo en aquella lejana tarde.
Y lo curioso es que durante los tres lustros que median entre la muerte de Joselito y la guerra había muchos grandes toreros, figuras que asimilaron perfectamente la revolución artística de Juan Belmonte de una forma muy personal: Antonio Márquez, El Niño de la Palma, Cagancho, Gitanillo de Triana, Victoriano de la Serna, Fernando Domínguez. Frente a esta faceta plástica que había de imperar, sobrevivía la lidia, la ciencia del toreo, en diestros como Marcial Lalanda, Manolo Bienvenida, Armillita, Manolo Gramero, Félix Rodríguez, Vicente Barrera y -un torero de época- Domingo Ortega, fallecido hace tan sólo un par de semanas. Toreros valientes como Nicanor Villalta, Fortuna y Martín Agüero eran grandes estoqueadores.
Años de equilibrio
Por si fuera poco, salía un toro con edad, trapío y casta. Atrás se quedaron aquellos difíciles morlacos de la época de Bombita y Machaquito, y todavía no había llegado el toro pequeño de la posguerra o su hermano descastado de nuestros días. Al proteger a los caballos, también se obró con realismo: aquel primitivo peto evitaba las escenas desagradables de jamelgos destripados pero sin restar movilidad a la suerte de varas, - no era la mole actual contra la que se estrellan tantas reses. Arte, lidia, toros... Se vivía un maravilloso equilibrio, que Cossío y otros estudiosos han llamado la edad de plata del toreo.
Lo que son los gustos: en 1930 el mismo Corinto y Oro publicó una serie de entrevistas con viejas glorias, cuyas opiniones sobre el toreo contemporáneo no fueron muy positivas. Puede que se toree más cerca, dice Lagartijillo, "y en cuanto a finura, arte y vistosidad, se hacen a los toros unas cosas admirables, algunas casi inconcebibles"., Pero éste y otros veteranos critican una relativa falta de peligro de los toros, una ignorancia en los públicos, y la decadencia de la lidia y la suerte de matar. Guerrerito opina que "el torero de ayer tenía más cariño al oficio", y Valentín Martín denuncia el afán de los toreros modernos por asistir a los cabarés. Es especialmente duro Vicente Pastor: arremete contra "la posturita, la calderita, la barriguita" que enseñan estos matadores en lugar de la "varonilidad" de su época, y casi compara la decadencia en las formas de torear con una pérdida de los valores eternos nacionales.
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