Morir en paz
Hay varias formas de hacer que otros hagan. Una es enseñar la estaca, desnuda o envuelta en paños, y otra emplear recursos más finos. Siempre habrá, también, no sólo un cómo, sino un para qué. Frente a políticas de pura intimidación, la segunda mitad del siglo XVIII alumbró diversas técnicas de condicionamiento. El Tratado sobre las obligaciones de los hermanos de las Escuelas Cristianas, que Juan Bautista de La Salle publicó en 1783, expuso las bases de un sistema aplicable a toda suerte de instituciones educativas, desde los colegios salesianos al cuartel y la cadena de montaje, desde el hospital a la penitenciaría. Si el mundo antiguo trataba de buscar para cada oficio personas afines por constitución, La Salle vio proféticamente que atendiendo a cosas de poca monta -"pequeños ardides, condicionamientos sutiles y coerciones sin grandeza"-, casi cualquiera podía servir para cualquier cosa. La docilidad humana dependía de la astucia con la cual se impartiesen disciplinas, que tenían en común aumentar al máximo la potencia del disciplinado para una tarea específica y reducirla al mínimo para cualquier otra.El método ha tenido tanto éxito que hoy son disciplinas hasta la filosofía o la física. Y cuando sus practicantes aceptan esa potencia-impotencia aparejada a altos diplomas, poco puede extrañar que quienes recibieron tratamiento de grado medio o elemental acojan dócilmente el masaje de sus mass media como pan suyo de cada día. Se cumple así el pronóstico de un contemporáneo de La Salle, el ideólogo J. M. Servan, en su Discurso sobre la administración de la justicia criminal. "Un déspota imbécil puede obligar a unos esclavos con cadenas de hierro; pero un verdadero político ata mucho más fuertemente por la cadena de sus propias ideas. Sobre las flojas fibras del cerebro se asienta la base inquebrantable de los imperios más sólidos".
En efecto, el imperio egipcio reinó milenios sin subversiones porque pudo convencer a sus súbditos de que el embalsamamiento evitaba la muerte, y abrió servicios de taxidermia adaptados a cada bolsillo. El largo imperio eclesial inventó, entre otras cosas, las emisiones de indulgencias. Más científico, el Estado contemporáneo confía a médicos y, psiquiatras gran parte de lo que otrora fue incumbencia de clérigos. Como enseñándonos el matiz último de la orientación actual, hace unos días el vicepresidente de la CE y nuestro titular de Sanidad informaron a la Prensa que se gastarán 10.000 millones en publicitar el decálogo europeo. Según parece, para prevenir el cáncer de pulmón no basta informar verazmente; hacen falta órdenes a caballo entre el artículo de fe y el reglamento disciplinario. De ahí 10 mandamientos generales sobre dieta, hábitos y comparecencias ante el médico.
El primer mandamiento dice: "No fume. Si lo hace, que jamás sea en presencia de otro". Para reforzar su observancia, el precio del tabaco va a sextuplicarse en 1989, elevando de paso el beneficio de Hacienda sobre los cigarrillos al 6.000%. Según explica el ministro de Sanidad, esta concreta subida se debe al desinteresado, deseo de "poner el tabaco en España al precio del tabaco en Dinamarca". Pero más que imitar a Dinamarca al nivel de estancos, sería sano -y ahorraría incontables vidas- equipararnos en nivel adquisitivo, carreteras, servicios públicos, seguridad social y equitativo reparto de la carga tributaria. En el ínterin, reconozcamos -por amor a la verdad- que los ya grandiosos impuestos sobre alcoholes y tabacos no llevan a dejar de beber o fumar, sino a consumir produc' tos de peor calidad, indiscutiblemente más insalubres, cosa desprovista por completo de ventajas sanitarias.
Inermes ante una destrucción sistemática del medio, metidos durante el invierno en urbes mefíticas y fugados en verano a playas contaminadas, sólo recordando que la esencia de la disciplina es reducir a impotencia la voluntad original del sujeto, se entiende que a Sanidad le inquieten tanto quienes asumen conscientemente el riesgo de contraer un cáncer pulmonar -los indóciles tabacómanos- y tan poco los expuestos inconsciente e involuntariamente a él. Esto es innegable cuando de 23 sustancias cancerígenas usadas ampliamente por la industria, el ministerio decide prohibir tan sólo una (el benceno) y desentenderse de las otras 22, callando incluso su nombre, quizá para evitar que quienes trabajan hoy en instalaciones donde se emplean, o simplemente cerca, empiecen a fumar seis cajetillas diarias de Celtas sin filtro.
Fumar tabaco limita la autonomía, cuesta dinero y no puede ser sano en sí. Quien se jacte de tener ese hábito es un pobre imbécil o un hipócrita. Pero fumamos por un complejo de razones: compone coreográficamente el gesto, descarga tensión, llena el rosario infinito de segundos con algo familiar... El que pueda existir sin rutinas es un semidiós, mientras la mayoría de los mortales nadamos en precarios equilibrios anímicos, articulados sobre una o varias costumbres rígidas, maniáticas, cuya suspensión engendra (como pasa con el tabaco) desasosiego. No obstante, una cosa es que se nos sugiera dejar el tabaco y otra diametralmente distinta que se nos obligue a ello. O las manías son asunto privado (y en eso se distinguen de los delitos y las faltas) o son un asunto público. En caso de que sean asunto público, no guiado por sectarismos, es exigible que se ataquen primero y más las peores, como la ley castiga primero y más el parricidio que el allanamiento de morada. Tras repasar el conjunto de hábitos viciosos, me atrevo a afirmar que sólo hay una pasión incondicionalmente abyecta y nefasta para todos en el mundo, que es la dineromanía. Gracias a ella, los más son arrastrados la vida entera por engaños -exactamente como el asno con una zanahoria colgada a dos palmos del belfo-, y los menos, por el ansia de convertir 500 millones en 1.000; 1.000, en 10.000, y así sucesivamente, pisando para conseguirlo sobre el pescuezo de quien haga falta, pues en tales casos siempre hace falta.
Incapaces de negar semejante evidencia, los actuales cruzados antivicio quizá alguien que la lucha contra la pasión dinerómana es una tarea titánica. Que nos dejen de pamplinas. A estimular descaradamente ese vicio, a formar en dineromanía, se dirigen por ejemplo los seriales y concursos televisivos que Cultura regala sin pausa. Algo que sería infame o humillante en máximo grado -si se hiciera por una inclinación del estómago o el bajo vientre-, se convierte allí en rutinario / comprensible si incluye promesas de usurpar un complejo siderúrgico en Denver o conseguir un viaje gratis a alguna parte. Asegurada su perpetuación por un exceso o defecto en liquidez, los dinerómanos resultan tan sanos como sarnosos parecen otros ómanos. La perfecta dignidad de este vicio proclama que a nivel oficial ha dejado de ser individualmente patológico, socialmente devastador. Para los Estados salutíferos es más bien el cebo perfecto, una bendición que lubrica todos sus engranajes. Solo, o combinado con la manía de celebridad a cualquier precio (la no menos promocionada fániamanía), es el filtro que introduce sin aspereza las disciplinas vigentes. En conjunto, una campaña muy imparcial y desinteresada contra el vicio.
Algunos -al parecer, muy pocos- seguimos considerando que es un derecho natural del adulto obrar absolutamente en conciencia, mientras eso no lesione el cuerpo o el patrimonio tangible de otro. Por lo mismo, pensamos que quien vende protección esgrime siempre los argumentos del chantaje gansteril, sea cual fuere el diploma exhibido, y que el Estado salutífero tiene más proclividad al chantaje y la manipulación interesada que el viejo Estado gendarme, ligado al principio del Gobierno mínimo a pesar de su adusto nombre. Los mandamientos del nuevo decálogo nos parecen una parodia del interés que el mulero pone en preservar a sus acémilas, donde resuenan toda suerte de ecos contrarios a la eutanasia. Durante el Medievo, los cuerpos de los suicidas eran expuestos a los buitres; sus bienes, confiscados, y sus nombres, tachados de los registros por infames. Más tarde, a alguien se le ocurrió que podían recibir funerales y sepultura, ya que justo antes de concebir su propósito habían tenido un momento de locura.
Pobres atolondrados, los fumadores y bebedores somos para el emporio de una dinerómana sanidad locos recalcitrantes. Como el poeta persa, preferimos el fuego airado de la verdad en la taberna a sus melifluas brumas en los templos. Y el caso es que nos gustaría poder morir a nuestra manera, arrepentidos o no de nuestros vicios, pero apoyados en un pensamiento de Montesquieu a guisa de epitafio: "Las leyes están furiosas en Europa contra quienes se matan, si bien paréceme justo. ¿Quiere el príncipe que sea su súbdito cuando no extraigo las ventajas del sometimiento? ¿Pueden exigir mis conciudadanos este inicuo reparto de su utilidad y mi desesperación? ¿Quiere Dios condenarme a recibir gracias que me abruman?".
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