El aficionado
El aficionado -tendría que decirse afísionao o aficionao, con su misma prosodia- tiene una tauromaquia propia y única, y la defiende: el que no está en ella -todos los demás-, simplemente no entiende. No es una cuestión de matices: es algo como, ser o no ser.La pérdida de algunos ritos madrileños, incluso en San Isidro, y el mal ambiente que tienen los totalitarismos en la actualidad, le han ido reduciendo en número y en identidad.
En Las Ventas ya no hay ventas, y pocos esperan la corrida comiendo chuletas y discutiendo con la boca llena; no quedan puntos fijos de salida de autobuses -"¡A la plaza, eh, a la plaza, oiga!"- donde esperar hablando, y las tabernas taurinas han ido siendo sustituidas por palacios de los juegos.
Los barberos son ahora silenciosos -es lo elegante- y, todo lo más, hablan de fútbol, si no se les deja hablar de lo mal que está esto. El aficionado tiene ya pocas ágoras donde expresar su tauromaquia y defenderla frente a todos. Ya ni siquiera la corrida es en domingo, o en ocio.
Y el lleno de la plaza esmás democrático. Depende menos de las peñas que de los espectadores de aluvión, del turismo interno o externo, de los que tienen que ir para estar en los círculos interiores de su clase exhibicionista, les guste o no la fiesta.
Un fondo de consumismo
La interminable feria madrileña tiene un fondo de consumismo, y los comentarios finales se resuelven más bien en generalidades, en obviedades; en algo que rechaza tanto el buen aficionado como "me gustó" o "no me gustó", como si los toros no fueran una mera cuestión de gustos, sino de ciencia, de teorema, de demostración.
Es una mala época para los fanáticos y los totalitarios y, en cambio, hay una tendencia a la simplificación. Un espectáculo de televisión; y parece como si la frialdad del medio hubiese ganado incluso a los que van a la plaza.
Los que no vamos nunca a los toros teníamos antes una oportunidad de participar en la corrida por las discusiones previas y posteriores en las redacciones, en las oficinas, en los cafés o simplemente en el ambiente de la ciudad.
Ahora, las redacciones son de hielo, en las oficinas se discute sólo de convenios, los cafés han desaparecido y la ciudad está inundada de indiferencia. La casta del aficionado se desgañita sola, se empobrece como la del toro mismo, y las figuras no tienen ya ni pasodoble. La europeización, la occidentalización, lo vela todo, le quita sus perfiles rotundos y coloreados.
Eso sí, el aficionado que queda es más montaraz que nunca, porque no sólo defiende ya su tauromaquia, sino ese conjunto abstracto que se llama la afición. Tiene la enorme fuerza del superviviente.
Babelia
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