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Flor de jara

El pasado domingo de Resurrección brotaron las primeras flores del jaral del monte. Una vieja canción de mi tierra nativa, recogida por un inspirado poeta local, empezaba así: "Mañana de romería, / luz de Pascua, / flor de abril". No hay en este encinar romerías, sino el despertar de la naturaleza. La flor de jara es blanca, frágil y de hoja rugosa como un liviano papel que se despliega al sol tímidamente y cae a poco, ante el menor empuje de un viento sostenido. Todo el matojo de la jara despunta en la primavera con un centenar largo de botones verdes en cada arbusto que albergan la endeble flor de tan corta vida. Los pétalos interiores se arraciman en un redondel amarillo que ofrece la antena del polen y despide un suave olor entre acre y perfumado que es difícil de distinguir del aroma intenso del entero jaral, embebido en la resina pegajosa que se utiliza en la industria perfumista. La vida floral de la jara es circadiana y equivale al esplendor de un día. Y, sin embargo, la apoteosis global de un predio entero, cuando se produce, es uno de los más bellos y humildes espectáculos del en torno noroeste del Madrid urbano.En cierta ocasión visitaba yo la finca cercana, de un amigo y me llamó la atención el espeso matorral de jara que cubría gran parte de su terreno. Le ponderé el embriagante poder de este arbusto cistáceo que ayuda a limpiar, la atmósfera de la cercana capital. Me contestó que a él le gustaba porque vendía todos los años unas cuantas cargas de camiones del jaral arrancado que venían a buscar desde Madrid. "No sabe usted lo buenos que son estos arbustos para servir de combustible en las tahonas" me dijo. "Nunca me he fijado en esa floración blanca de la que usted me habla. A mí me divierte verla convertida en repentina nevada vegetal sobre mi finca sacudida por un temporal". Pero la flor sólo dura unas horas en cualquier caso. Hay, evidentemente, muchas y contradictorias formas de mirar al mundo. Y todas ellas son respetables.

Hojeaba estos días unos libros Regados de París, relacionados con la llzanada belle époque de 1900 a 1914. Período de la Tercera República que ha atraído el interés y la curiosidad de escritores y comentaristas. Una época no se define con claridad y contornos precisos hasta que ha fenecido. La belle époque se empezó a contemplar en su identidad total hasta que se hundió dramáticamente con el estallido de, la I Guerra Mundial y la invasión de Francia por las tropas del káiser Guillermo II en 1914. En pocas semanas, las côteries sociales se dispersaron, muchos grandes hoteles se convirtieron en hospitales o eran requisados por el mando militar. Las estaciones termales o las playas de moda albergaron refugiados y heridos en recuperación. Y las fiestas mundanas de la capital se fueron evaporando rápidamente. La vida de gran número de jóvenes de la clase alta alistados en las unidades de elite fue segada literalmente en los combates de los primeros meses, y la belle époque se transformó, en Francia, en una tragedia de cuatro años de duración y millones de vícti mas civiles y militares.Aquella época dorada -bella, para unos pocos- se había destacado con signos múltiples y precisos, entre los cuales se hallaba el culto floral, al que tanto contribuyeron los modernismos de la literatura y del arte. La orquídea, la nínfea, el lirio, el heliotropo, los muguetes, la camelia, los crisantemos, la rosa se convirtieron en tema obligado de los poetas y de los usos amorosos de la sociedad dominante. El esnobismo de Swann, el arquetipo inolvidable de Proust, no puede cortejar a la coqueta Odette sin que la catleyas, es decir, un género de orquídeas exóticas de altísimo precio, con enormes flores de vivos colores, exornen su pechuga erótica y cursilona.

Los nuevos estetas, cuyos dioses eran Mallarmé y Moreas, habían hecho del florilegio un ámbito predilecto en sus lucubraciones semimísticas. Robert de Montesquieu, descendiente -del gran Talleyrand, compuso libros sobre las hortensias azules y los olores suaves de la flor. Philippe Julian comentaba que esas obras estaban a medio camino entre un catálogo de Vilmorin y unos juegos florales El nenúfar o nínfea blanca, "lirio de los estanques", según unos, o "gran vaso flotante", según otros, y al que Verlaine llamó la Iuna de las aguas quietas entre el cañaveral", fue tema favorito que llenaba el floralismo poético. Balzac hizo del lirio el rey de los valles, y lo describió con entusiasmo. Huysimans hablaba de él recordando el pasaje bíblico en que se dice que ni Salomón en todo su esplendor se vistió con tan bello ropaje. Los heraldistas exaltaban lo que tenían de inocente y virtuoso los lises que representaban el símbolo de la Casa de Francia y no faltó algún poeta que ironizó sobre el perfil del notable pétalo del lirio que cotejaban con al gún elemento anatómico de la zoología del asno, más bien representativa de la fecundidad exuberante.

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En los primeros días de mayo ocupaba el lugar preferente de la atención el muguet, cuyo nombre se aplicaba también a los dandis masculinos Gautier hizo una bella estrofa dedicada a los cascabeles de plata del muguet, que recogían las familias en la excursión campestfe y que acabó simbolizando la fiesta proletaria del Primero de Mayo, importada de Estados Unidos.

Las flores jugaban un papel relevante en el adorno de las residencias del Faubourg Saint Honoré. En las mesas del gratin parisiense se observaban litur gias florales estrictas y competitivas. Se exhibían determinados colores según el relieve o la importancia de la reunión y de los comensales. Las memorias de Ana de Noailles o de la princesa Bibesco anotan minuciosamente estos aditamentos botánicos y cromáticos. En cierta ocasión, un mantel cubierto de camelias rojas, blancas y pintas dio lugar a una erudita disertación, larga y pedante, sobre el misionero Camelli, que trajo la hermosa flor a Europa desde Asia y la aclimató en Francia, bautizándola con su apellido. Fue una verdadera "misa de las camelias", comentó el entonces joven poeta Jean Cocteau, que asistía al condumio.

Las rosas eran consideradas por algunos como flores del pasado, renacentistas, propias de guirnaldas de primavera florentina. Parece que D'Annunzio, en sus breves visitas a París, aureolado por sus actitudes delamatorias y sus gestos inesperados, llenaba su casa de rosas blancas y regaba de pétalos el pasillo cuando esperaba alguna entrevista galante. Sin embargo, los testimonios de alguna de estas visitantes ocasionales que acabo de leer son de una comicidad irresistible. El poeta adriático era, según escriben las musas cortejadas, físicamente repelente, una especie de gnomo desmedrado, con dientes verdosos y hálito nauseabundo. Las exaltadas frases que pronunciaba sonaban a falsete de alta comedia. Las rosas, incluso deshojadas, no servían de sustitutivo al eterno diálogo amoroso.

La flor de jara, el ciste francés, no ganó, al parecer, gran estima en los juegos florales del modernismo del 900. Debió ser una pobre flor aldeana y olvidada sin merecer el respeto de los literatos de aquel tiempo. El naturalismo de Zola irrumpió en el arte de escribir, contagiando a los escritores que vinieron después, incluidos los más conservadores. "Hay un naturalismo católico que se abre paso día a día", llegó a escribir un eminente crítico.

Pienso que el naturalismo fue, en definitiva, un ejercicio forzado que desenfocaba defiberadamente los términos de la contemplación del mundo que nos rodea. El hombre, como ha recordado Milan Kundera en su Arte de la novela, lleva su mundo a cuestas, como el caracol su concha o el pasiego su cuévano. Al mirar al mundo miramos al que llevamos dentro. La flor de jara es el anuncio de que la vida renace en la Pascua de abril y de que la vida es breve. La naturaleza es siempre preferible al naturalismo.

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