Miterrand y los norteamericanos
Los franceses empiezan a elegir presidente dentro de siete días. Los norteamericanos lo harán dentro de siete meses. Los rasgos diferenciadores de un proceso y otro son, en gran medida, reflejo de las profundas disimilitudes políticas y culturales existentes entre dos sociedades, que, no obstante, se tienen poderosa influencia mutua.Pese a las peculiaridades electorales de EE UU y Francia, sin embargo, el resultado final es el mismo: los ganadores en uno y otro país se convierten en monarcas casi absolutos. Con una importante diferencia de matiz. Mientras el presidente norteamericano nunca cede su poder (al menos a otros órganos del Estado), el francés, por mor de derrotas parciales en elecciones legislativas a medio mandato, se puede encontrar con un primer ministro adverso que le fuerza a compartir el gobierno. Nace así la cohabitación y, para el presidente Mitterrand, que es muy imaginativo, el resorte con el que desgastar al primer ministro conservador, su más directo rival en las presidenciales futuras.
En Washington, lo que cuenta en última instancia es la defensa de lo que se percibe como interés nacional, mientras que los políticos franceses manejan, además, tremendas diferencias doctrinales. Esta circunstancia facilita en Francia la lucha política, porque delimita con bastante precisión los campos ideológicos. En cambio, la carrera por la Casa Blanca es una batalla de personalidades y no de doctrinas.
Pero en 1988, curiosamente, las personalidades, que son muy acusadas en Francia, han dejado de serlo en EE UU, con la posible excepción de Jesse Jackson. Y es que en Norteamérica acaba una época sin que hayan tomado el. relevo los políticos de la nueva, los que fueron a la universidad durante la era Kennedy. Mientras tanto, en Francia, la generación pos De Gaulle está en plena madurez. Aunque, tal vez, resulte excesivamente simplificador decirlo, hay un abismo (de Paul Simon a Raymond Barre, de Bush a Chirac, o de Jackson a Miterrand. Puede que Gore represente a la nueva generación, pero le faltan cuatro años para madurar.
En honor de la sociedad estadounidense, sin embargo, debe decirse que, aun cuando se le atribuya menos carácter que a la francesa, sólo ella es capaz de asimilar la sangre nueva y de proyectarla sobre la escena política sin que sea cuestionado su origen. En Francia no sería candidato el hijo de un emigrante griego o un sureño de color; allí salen de la tradición conservadora de la tierra: son alcaldes, funcionarios de sólida raigambre burguesa, héroes de la resistencia.
Dos actores
La historia de las dos presidencias que ahora, acaban a un lado y a otro del Atlántico es la de dos grandes actores que han dominado la escena durante los pasados siete años. Uno se va y el otro probablemente será reelegido. Parece casi un recurso fácil decir que uno pertenece a la escuela de Hollywood y el otro a la Comédie Française. Pero es irresistible la tentación de presentar a Reagan entrando a tiros en un saloon, mientras Mitterrand, maquillado de blanco, esgrime delicadamente el florete. Con cuánta facilidad se ha sacudido el francés de encima las acusaciones sobre lo que ha tenido que dar a cambio de la liberación de rehenes en Beirut o sobre el hundimiento en Nueva Zelanda del barco de Greenpeace; su homónimo norteamericano aún se debate frente a las ironías indignadas que provocaron la aventura de la isla de Granada o el escándalo del Irangate.
Los dos, arquetipos de sus nacionalidades respectivas, representan estructuras sociales absolutamente diferentes. Reagan, el "gran comunicador", es el insuperable vehículo de un guión escrito por otros; Mitterrand improvisa, ironiza, filosofa, pero da vida a un papel que escribe él mismo.
Las campañas en EE UU vienen determinadas por lo que dictan la televisión, las minorías raciales, las presiones del capital; cuanto más condicionante se añade a medida que pasa el tiempo de campaña, más se deslavaza su contenido ideológico. Es difícilmente concebible que un candidato tome el riesgo de comprometerse ante el electorado con un ensayo filosófico, discurso de un verdadero hombre de Estado, como la carta a los franceses de Mitterrand. No porque ésta no sea electoralista, que lo es, sino porque en EE UU los imperativos de tiempo, dinero y difusión hacen que los ensayos filosóficos de los candidatos sean, más bien, fichas que les suministran los directores de sus campañas antes de la siguiente intervención televisiva.
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