La paz no es posible en Palestina
Una adolescente israelí y dos muchachos palestinos han muerto en Cisjordania, abatidos por la misma pistola. Este es el símbolo de una tragedia de incomprensión y odio que no debería estar ocurriendo. El Gobierno de Israel cree que puede consolidarse un statu quo cuyo resultado último debe ser la resignación de los palestinos a su triste suerte. Los acontecimientos de las últimas semanas, las trágicas muertes de 132 jóvenes, la desobediencia civil, la condena general del mundo civilizado, desmienten rotundamente la pretensión. Y es aún más irónico que el propio Gobierno de Israel esté empezando a encontrarse abocado a aceptar que los territorios que ocupó por la fuerza y colonizó mediante asentamientos no son susceptibles de integración: en el peor momento de descomposición del orden público, Tel Aviv tuvo que ordenar a su Ejército que impidiera durante tres días de Semana Santa el paso de todos, israelíes o no, a los territorios ocupados, retrotrayendo así en la práctica sus fronteras a los límites de 1967. Triste constatación de fracaso.Curiosamente, sin embargo, no son las circunstancias internas las que dificultan el proceso de pacificación de la zona. La clave no está en que los actores del drama alcancen a ver la luz y moderen sus pretensiones, ni en que acepten las soluciones más o menos imaginativas que se les sugieren. Aunque sea tópico reiterarlo, la clave de la cuestión está sencillamente en que EE UU decida imponer un compromiso a Israel. Israel vive aprovechando la garantía incondicional de apoyo que le presta Washington. Y por más que para resolver el problema de Oriente Próximo no resulte necesario que esta garantía sea retirada, sí es indispensable que su prestación deje de equivaler a una patente de corso para cuanto se antoja a Tel Aviv. Washington es rehén de todo lo que pretende Israel y, por ello, no tiene las manos libres para forzarle a aceptar una solución razonable del conflicto.
Influencias
Mientras EE UU no decida cambiar el matiz de su garantía, la situación de Oriente Próximo no mejorará. Lamentablemente, sin embargo, esta alteración no puede ser fruto de un mero acto de voluntad política; si así fuera, probablemente el Gobierno americano ya habría dado el paso. Antes bien, un cambio realista de actitud depende de muchas circunstancias, entre las que destacan la importancia del lobby proisraelí en Washington, el complejo entramado de la influencia americana en los países árabes más conservadores y el deseo de que una presencia activa en el área, tal vez a través de Israel, pueda ser contrapeso del fundamentalismo islámico.
Por estas razones, el nuevo plan de paz del secretario de Estado americano estaba condenado al fracaso. Pero su idea es atractiva: tierra a cambio de paz. Una conferencia internacional con participación de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad facilitaría la constitución de comisiones bilaterales de negociación entre Israel y cada uno de sus vecinos, para que prepararan un estatuto provisional que reconociera a los palestinos algún grado de autogobierno. En la delegación jordana figurarían los palestinos, miembros, evidentemente, y aunque no se dijera, de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), porque sin el concurso de ésta ningún acuerdo sería viable. Después se empezaría a discutir la solución definitiva, es decir, la que debe conducir a la evacuación por Israel de los territorios ocupados de Gaza y CisJordania y, con ello, a la paz.
Todo esto está muy bien. Pero EE UU, por su antipatía institucional hacia la OLP y su apoyo incondicional a Israel, carece de autoridad moral para imponer el plan directamente. Y los palestinos consideran peligrosa y rechazable una iniciativa que degrada el principio de autodeterminación consagrado en los acuerdos de Camp David y lo reduce al de un hipotético autogobiemo. Por su parte, el primer ministro de Israel, Shamir, está decidido a no retirarse de los territorios ocupados y a no negociar nunca con la OLP. La URSS guarda silencio.
Y los demás países árabes se resisten a comprometerse.
Shultz parece creer que presionando a Israel y a los palestinos acabará convenciendo a unos y otros de que acepten negociar. Ésa es probablemente la razón de su último viaje a Oriente Próximo. Pero no es en Tel Aviv en donde hay que presionar. Es en Washington. Porque es Washington quien debe modificar su actitud. Desde luego, quien no lo hará será Sharnir.
Y aunque en un año electoral, no parece posible que EE UU vaya a cambiar de orientación; por ahora, no existe más que un actor con suficiente capacidad moral de presión: la Comunidad Europea. Sorprende que haya escogido guardar silencio.
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