La mirada de Julien
El estreno español de Au revoir les enfants, el último y merecidísimo León de Oro del festival de Venecia, coincide en la cartelera con otras cintas destacadas, con las que tiene en común el conceder un gran protagonismo a los niños. En otras épocas, la presencia de menores en los principales papeles o como portadores del punto de vista del relato respondía a otras razones, la principal de las cuales era de índole económica: las clasificaciones restrictivas que pesaban sobre el mundo del espectáculo determinaban la conveniencia de que un producto fuera apto para todos los públicos. Esto, a menudo, significaba incluir niños en el reparto y convertirles en reyes de la función. Es el largo período de los niños prodigio, de Shirley Temple a Joselito, de Freddie Bartholomew a Marisol, criaturas todas ellas que compartían cierta forma de enanismo, ésa que las condenaba a ser réplicas miniaturizadas de los adultos.
Adiós, muchachos (Au revoir les enfants)
Autor: Ken Ludwig. Versión española de Juan José Arteche y de Alexader Herold. Intérpretes: Jesús Bonilla, Silvia Marsó, Pepe Pertín, Félix Granado, Isabel Donate, Ángel Gonzalo, Montserrat Julio y Carmen Platero. Decorado y vestuario: Teatro El Globo, de Londres. Dirección: Alexander Herold. Teatro Fuencarral. Madrid, 7 de abril.
Director, guionista y productor: Louis Malle, intérpretes: Gaspard Manesse, Rápale Fejto Francine Racette, Stanisilas Carré de Malberg, Philippe Morier-Genoud
, François Berléand François Négret y Peter Fitz .Fotografia: Renato Berta Decorados Willy Holt. Sonido: Jean-Claude Laureux.
Los niños de My life as a dog, El último emperador. El imperio del sol y Au revoir les enfantsr, siendo muy distintos, participan de un mismo interés por el pasado y, sobre todo, por una visión de la historia de la que se han borrado las grandes palabras creadoras de sentido: el progreso, la razón o el futuro. Los niños son víctimas de la historia, pero no ofrecen sacrificios en su altar. La tristeza y el drama que se desprende de las películas citadas —teñido el conjunto de psicoanalismo en el caso de Bertolucci y estuchado con una capa de almíbar en el de Spielberg-— se corresponde a una época en que produce cierta vergüenza continuar invocando a los dioses, al destino de un gran sujeto total, para explicar hechos como el holocausto judío.
En Aur revoir les enfants, Louis Malle regresa a Francia después de 10 años de experiencia americana, y lo hace para retomar la crónica de su infancia, esa que ya estaba en Le souffle au coeur y en Lacombe Lucien, una trilogía que constituye, probablemente, lo mejor de su obra. Au revoir les enfants transcurre en un internado cercano a París, en 1944, una institución católica a la que envían sus hijos las familias ricas. La película empieza ahí, con la descripción, a base de pequeñas pinceladas, de ese microcosmos ordenado al que, de improviso, llegan unos nuevos residentes. Julien, el protagonista —que no es otro que el propio Malle— irá descubriendo el secreto de esos alumnos recién llegados, concretamente de Bonnet, del que se hará amigo. Son hijos de deportados judíos, niños o adolescentes que ahora son oficialmente distintos y a los que procuran ocultar los religiosos del internado.
Julien va creando una serie de complicidades con Bonnet, algunas de ellas absolutamente emocionantes, como esa improvisación jazzística durante un bombardeo, uno de los raros instantes en que los pequeños están solos, al margen de cualquier normativa o de la mirada coaccionadora de la clase como conjunto que no admite diferencias.
Lo más impresionante de Au revoir les enfants es la justeza de su tono y la sencillez y maestría con que está contada. A Malle se le ha reprochado muchas veces cierta frialdad y academicismo. Los años le han dado la razón, y se la han arrebatado a sus críticos.
En Aur revoir les enfants reencontramos el mejor cine francés de los años treinta y cuarenta, esa vena realista, casi documental, de gentes como Renoir, y lo hacemos a través de una historia que es la versión Malle de Les 400 coups, es decir, de la típica primera película de corte autobiográfico, esa apuesta inicial con la que se pretende demostrar que se posee un mundo propio y sensibilidad para tratarlo, Malle ha preferido esperar, dejar que transcurrieran 30 años y casi 20 largometrajes de ficción para dirigir esa primera película, una historia personal, mantenida en la reserva durante mucho tiempo y que se aborda sólo cuando se está en posesión de un auténtico dominio de las técnicas narrativas, cuando se está convencido de poder dominar la emoción y lograr que ésta, despacio pero con una progresión imparable, vaya apoderándose del relato y del espectador, que, si ha empezado contemplando la mirada de Julien, acaba mirando a través de sus ojos.
Babelia
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