El canto de la juventud
No apretaba los párpados, sólo los dejaba en reposo. Lo hacía todas las mañanas, antes de que entrase la enfermera. Le gustaba entrecerrar los ojos, como si estuvieran tapados por un pañuelo transparente, de color rosa. Un pañuelo de seda. Luego, iría abriendo los párpados y comprobaría que todo seguía en su lugar. Los abría porque quería, como podía mover las manos y ladear la cabeza un poco. Miró hacia arriba; por la ventana entraba la luz lechosa de la primera hora del día, todavía soñolienta. Vio las paredes blancas, despintadas, y en el centro de la habitación, el biombo. Sí, todo seguía en su lugar. Los objetos se despertaban con ella. Regresaban después de la noche tan corta. En los hospitales las noches son muy cortas. Oyó la respiración pesada, sorda, de la señora que estaba detrás del biombo. Era una respiración ronca, como si tuviera una máquina encima del pecho. El sarrillo. Desde que la trasladaron a su habitación, la señora de detrás del biombo iba a ser la cuarta en morirse. Las inspiraciones eran cada vez más distanciadas, más sordas, hasta que, en la madrugada, ya no se oiría nada. Todas morían en la madrugada. Como la noche. El doctor de la sala grande le había dicho una vez que tal fenómeno se debía al cortisol, la hormona del crecimiento. Por esta razón le gustaba sentir los párpados encima de los ojos, y abrirlos despacio para comprobar que todo seguía en su lugar. Ella no les decía nada a las señoras de detrás del biombo. Tampoco la habrían oído. Los cuerpos no tienen nada que decirse, aunque ella procuraba respirar con otro compás. Por cada inspiración de la otra, ella hacía dos. Dejaba que los pulmones se llenaran de oxígeno, como si éste descendiera hacia el estómago, toda ella llena de aire, y luego lo dejaba ir por la nariz, con suavidad, con ritmo. No, nada la unía con el cuerpo que había tras el biombo. Sólo eran dos cuerpos contemporáneos. Los cuerpos de dos viejas instaladas en la habitación del piso de arriba trasladadas desde la sala grande para morir. Unas morían deprisa, otras tardaban algo más.Ella era de los que tardaban. Cuando notaba los párpados que rozaban con suavidad los ojos, aquel velo rosado que la separaba de los objetos de la habitación, de la ventana, las paredes y el biombo, sabía que estaba viva. Y la respiración de la otra vieja se alejaba como se alejaba el ruido metálico del cubo de la mujer de la limpieza o el rumor del carretón del desayuno que iba avanzando por el pasillo. Empezó a oír el zumbido cuando le dio el ataque, poco después de que una bocanada de sangre se le disparase en el cerebro. Era un murmureo que a veces tomaba el aire de una melodía. Una canción. La cantaba un grupo de excursionistas y empezaba así: "El mañana me pertenece..." No la oyó nunca más. Sólo aquel día, en el bar, mientras tomaba el vermú con sus padres. Se echó a reír.
-Bien, parece que hoy estamos de buen humor, ¿no?
ENFERMERA
El doctor acababa de entrar y se la miraba socarrón. Él no hablaba con diminutivos, como hacia la bruja de la enfermera. Pero las visitas del joven de la bata blanca eran demasiado rápidas. No lo podía retener. Desaparecía como sus inspiraciones.
-Aunque os falten camas, no pienso estirar la pata por el momento -repuso al mismo tiempo que abría los ojos del todo.
-Siempre está bromeando, Zelda -dijo el doctor mientras desaparecía tras el biombo.
Hoy tampoco había podido retener con la mirada la espalda blanca del doctor. Una espalda blanca, con los hombros ligeramente cuadrados. Como la espalda que estaba tan quieta ante el mostrador del bar. Era la espada de un forastero. Llevaba una camisa blanca. Había entrado en el bar sin mirar a nadie, con el aire decidido. Los hombres que venían de la guerra no tenían aquel aire. Luis, sin ir más lejos, solía esconder la cara entre sus pechos mientras ella le acariciaba la cabeza como un crío. Él apenas se movía ante el mostrador, sin girarse. Tenía el pelo negro, algo rizado, y le cubría la mitad de la nuca. Como el doctor.
Una rendija de luz amarilla se colaba por la ventana. El rayo de sol iluminaba las motas de polvo, y éstas bailaban siguiendo la línea trazada. Atravesaban el biombo para ir a morir al suelo. Ahora el doctor rozaba con su hombro izquierdo el canto del biombo. Ella no podía alzarse para ver toda la espalda blanca del doctor. Y cuando vio en el bar la camisa del desconocido, bajó la vista. Pero aunque no la viera sabía que estaba allí, igual que la nuca, inmóvil, tensa. Una fiera a punto de saltar. Notó que las piernas se le volvían de acero.
-Hola, bonita, ¿cómo hemos pasado la noche? -preguntó la enfermera con el aparato de la presión en una mano y el termómetro en la otra.
-Si me lo pregunta a mí, le diré que todavía no me he muerto. Lo que no sé es cómo usted ha pasado la noche. ¿Se lo tengo que decir yo?
-Veo que hoy estamos contentos...
-¡Y dale! ¿Por qué no usa las personas verbales en su forma correcta?
-Es una manera de hablar, querida... Ahora te voy a poner el termómetro y....
-No es de buen gusto tutear a los agonizantes.
Oyó que el doctor murmuraba algo a su ayudante. No le hacía falta parar atención: la cuarta señora no pasaría de la madrugada.
-Y ahora te vas a tomar las pastillitas que te recetó el doctor después del ataque.
-Le da pena que todavía no esté en la fosa, ¿eh?
-Eres más fuerte que un roble.
-A los árboles viejos les cuesta más morir.
El doctor estaba ahora lejos del biombo y hablaba con su ayudante. La enfermera aún no le había arreglado la almohada y no podía ver bien la figura del médico desde su posición horizontal. El doctor se dio la vuelta y la miró sin mirarla; pero él sí que lo había hecho, la había mirado al girarse, con un codo apoyado en el mostrador y un vaso de vino en la mano. Ella ya no bajaba la vista, sino que también le miraba. Tenía una frente ancha y desnuda, con el pelo peinado hacia atrás. Brillante. No sonreía, no hablaba con nadie. Con una mano larga apretaba con fuerza el vaso de vino. Ella sintió como si le estuvieran apretando el corazón, a punto de salir por la boca. "Diabólico", pensó.
Ahora hablaban la enfermera y el ayudante, mientras el doctor escuchaba con los ojos encima de ella; y en el bar, también sus padres hablaban de algo, mientras él la miraba como si los dos estuvieran solos; no oía lo que decían sus padres, sólo el zumbido, cada vez más lejano, del canto de los excursionistas. Así que él la miró, ella supo lo que quería. Y lo que quería no se lo podía decir a nadie.
-No te asustes esta tarde, querida -murmuró la enfermera-. Vendrá el cura a visitar a tu vecina.
-No me gustan los curas, van de negro.
-Claro, pero esto no significa nada. ¿No serás supersticiosa?
-El negro es el color de los que huelen la muerte.
-¡Anda! No te hagas la descreída....
-Eso no le incumbe.
-Eres una vieja imposible.
La enfermera seguía hablando en voz baja: "Harías perder la paciencia al mismísimo Job. Si no eres buena chica, no te volveremos a bajar a la sala grande".
Ella se levantó y fue en dirección al lavabo del bar. Pasó a un metro de donde estaba él, y mientras andaba tenía la sensación de que iba desnuda. Se rrúró en el espejo y vio reflejada otra persona. Se lavó las manos tres veces. Luego se puso colonia bajo las axilas. Quería que todo su cuerpo oliera a espliego. La puerta del lavabo chirrió y la camisa blanca se decantó un poco hacia la izquierda. Ella abrió el grifo para lavarse las manos de nuevo, pero él la detuvo. La mano larga le apretó la muñeca como antes lo había hecho con el vaso de vino. Ella lo dejó hacer. Sintió que su cuerpo se volvía agua. La abrazó mientras el grifo goteaba. Ella, primero, alzó los brazos como si quiesiera atrapar el aire, pero los aflojó y bajaron suavemente por la *espalda blanca. "No digas nada", le dijo él. Y ella cerró los ojos mientras los dos cuerpos descendian hacia un fondo de tierra y de fuego.
Tras el biombo, la respiración de la cuarta señora parecía el silbido de un tren cansado. El doctor todavía la miraba sin mirarla, núentras los demás decían palabras como "familia", "papeles", "carna". Un triángulo, cada palabra en un ángulo, y dentro, el ojo del doctor, que la miraba como si la rifiera. Se echó a reír.
-Y ahora, ¿por qué ríes?
-La enfermera se giró enfadada.
-Por nada.
-Tienes un modo de reírte que me pone frenética. Además, si ríes te va a subir la presión. Ya sabes que no te conviene. Luego habría que correr. Y ya tenemos suficiente trabajo.
Adivinó por la ventana un ojo de cielo azul. El doctor se fue, las dos líneas de polvo volvieron a ser dos líneas paralelas, un conjunto de motas desordenadas que danzaban. El polvo, antes de convertirse en ceniza, pensó, al tiempo que giraba la cara hacia el otro lado. No quería ver el rayo de sol. No quería ver el biombo. Ella se dejó abrazar en el lavabo del bar y puso la oreja encima de la camisa blanca; toc-toc, hacían los latidos del corazón, y vio que las baldosas blancas daban vueltas con ellos. Todo era una sola cosa, los latidos del corazón, el blanco de la camisa y el blanco de las baldosas, todo era uno e infinito. Pero la danza terminó cuando él le mordió la oreja y vio en la córnea de sus ojos unos minúsculos riachuelos rojos.
-Ahora te vas a tomar un zumito de naranja, y luego te levantaremos un poco -dijo la enfermera.
-¿Cuándo va a regresar el doctor?
-¿Para qué lo quieres? Ya te ha visto. Y ha dicho que si te portas bien quizá vuelvas a la sala grande.
-Aquí estoy bien.
-Anda, bonita -decía la enfermera mientras le arreglaba la almohada y le quitaba el orinal de debajo del cuerpo-. No digas tonterías. Te llevaremos a la sala grande, te sentaremos en una silla. Puedes mover las manos. Incluso a lo mejor vuelves a comer sola.
-¿Y si resulta que me quiero morir?
-Ya sabes que aquí no dejamos morir a nadie. Sólo nos morimos cuando llega nuestra hora.
ALEGRÍA
Él le dijo la hora. A las seis. "Te espero a las seis al final del camino que lleva a las viñas altas". La puerta del lavabo se cerró detrás de la camisa blanca y las baldosas se volvieron a colocar en su sitio. Tardó un rato en salir. Se peinó, y el espejo le devolvió unos ojos enrojecidos. Se echó a llorar, llena de salvaje alegría. Lloraba mientras se veía en el espejo, y su nuevo rostro le gustaba. Se dio cuenta de que era bonita. Sus padres la esperaban, de pie en medio del bar, para ir a casa. Oyó cómo su padre le decía alguna cosa de "papeles y familia", y que la madre añadía: "Habrá que comprar una cama nueva". Después de comer Regaba Luis con sus padres para arreglar la boda. Tenía un permiso de tres días.
Levantó una mano y la man tuvo alzada ante el rayo de sol que entraba por la ventana. Era una mano transparente, con los huesos sólidos y varios riachue los azulados, hinchados, surcados por manchas color tierra. Luego la movió hasta que quedó frente a la pared. La mano ya no era tan transparente. `Cuando nos hacemos viejos", pensé, .parece como si los huesos tu vieran vida propia. Mi esqueleto intenta traspasar la piel. La dermis, aunque floja, evita que sea lo que soy: un esperpento. Parece mentira que el cuerpo sea en gran parte agua. No, no es agua. Es gelatina".
La cuarta señora soplaba más lentamente, pero ella seguía con la mano frente a la pared despintada. Veía una mano extendida delante del sol, que, antes de desaparecer tras los riscos, dejaba una espuma de fuego en la arista de las montañas. Entonces el tejido de su mano era elástico. Había grasa. No era una capa coriácea. Antes de irse, Luis le besó la mano: "Dentro de tres semanas serás mi mujer. Te quiero". La tierra de pizarra formaba aguas más oscuras allí donde estaban las viñas altas. "Te deseo", le había dicho él cuando se tumbaron cerca de las vides. El camino hacia las viñas altas era muy largo. Había ido allí en bicicleta, sintiendo que el corazón le iba desde la punta de los pies hasta el cerebro. Los vifiedos formaban líneas paralelas, como el rayo de sol que hacía danzar las motas de polvo. Una arquitectura de cepos que casi lamía la cima. "No digas nada", volvió a decir él.
Ahora alisaba la sábana con las dos manos. Pero inmediatamente la estrujó recordando una mano joven cuya piel escondía los huesos. Sintió la camisa blanca encima, húmeda. Y también vio los cepos encendidos que iban, en líneas paralelas, hasta el infinito. Un cuerpo que se convertía en el suyo. Ella era él. "¿De dónde vienes?", le preguntá cuando él todavía estaba dentro. "Del infierno". Una nube breve cubrió el sol y la habitación se quedó en la penuni bra. El le contó que al anochecer regresaba al frente. Y, al oírlo, le rompió la camisa y le clavó las uñas en la espalda.
-¡Mira cómo has dejado las sábanas! -gritó la enfermera-. ¿Piensas que vamos a hacerte la cama a cada tanto?
-¡Váyase al cuerno!
-Eres una mala persona.
-No me quiero morir.
La cuarta señora estuvo de acuerdo y respondió con un silbido estridente que fue decayen do como si el tren llegara a la estáción. La enfermera desapareció tras el biombo. Luego salió corriendo de la habitación.
-Tú tampoco quieres morir, ¿eh?
Pero ya no se oía ningún ruido al otro lado del biombo. El rayo de sol volvió y las motas de polvo iniciaron otra danza. La enfermera regresé con un joven vestido de negro. Ambos desaparecieron tras el biombo y oyó un cuchicheo con el triángulo de palabras: "familia, papeles, cama". La cuarta señora había muerto al atardecer. Esta vez, pensó, ha fallado la hormona del crecimiento.
Vio el hombro izquierdo del joven vestido de negro que rozaba el canto del biombo. Murmuraba algo a la enfermera. Luego se dio la vuelta hacia ella y le sonrió con dulzura. Tenía un aire tímido y los ojos blandos. Empezó a andar hacia su cama, como si pensara decirle algo importante. Pero ella cerró los ojos y, con los párpados apretados, hizo que los objetos de la habitación desaparecieran. El camino hacia las viñas altas era muy largo. Arriba, en los cerros, una bola de fuego la deslumbraba. Costaba subir allí, no había aire, jadeaba. Ya no tenía el corazón en los pies, sólo en el cerebro. Había que recordar algo. Recordar una palabra. De otro modo, moriría.
El joven vestido de negro le tocó el hombro.
-Ahora eres tú quien me necesita -le dijo alegremente.
Inspiró con fuerza. La mano seguía sobre su hombro. Pesaba. Ella ladeó un poco la cabeza y abrió los ojos.
-No digas nada -le aconsejó el joven vestido de negro.
Intentó atrapar de nuevo aquel zumbido, el murmullo lejano que, a veces, tomaba el aire de una melodía. Pero el canto se había perdido entre los objetos de la habitación.
-Le debe de haber afectado la muerte de su vecina -susurró la enfermera mientras le medía las pulsaciones-. Habrá que trasladarla a la cama de detrás del biombo.
-Jiene alguien de familia?
-preguntó el joven.
-Me parece que no. Habrá que ir a la oficina por sus papeles. Creo que es viuda.
-Dia-bó-li-co -murmuró ella, inspirando en cada sílaba.
La mano aflojó la presión.
-¿Qué ha dicho? -preguntó el joven vestido de negro.
-No lo sé... Habrá que avisar al doctor.
-Eso -dijo ella. Y se echó a reír.
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