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La verdadera historia del Descubrimiento

Juan Cruz

A Rafael Sánchez FerlosioEstoy muy preocupado por el curso que van tomando las cosas con respecto a la conmemoración del supuesto Descubrimiento de América. Esta inquietud probablemente no resulta compartida por nadie, pero no me resisto a expresarla. La historia habitual sobre Cristóbal Colón no responde a la realidad, y es hora ya de comenzar a difundir la verdadera. Comprendo perfectamente que la narración de acontecimientos supuestos se haya ido imponiendo y hoy sea muy difícil deslindar lo que ha sido ficción de lo que exactamente ocurrió con el Descubrimiento de América. Entiendo también que sea inconveniente, por mi parte, que me dedique a difundir estos otros hechos que iluminan aquella presunta gesta, porque hay miles de millones en juego en celebraciones que no tienen en cuenta esta otra historia, sino que tratan de sacar el mayor partido a la que ha circulado como verídica a lo largo de los últimos siglos.

Colón no descubrió América, y éste es el núcleo de mi historia, que cuento ya para abreviar. Fue un mero instrumento para una bien orquestada campaña de imagen de los Reyes Católicos, uno de cuyos cónyuges se negaba a pasar a la posteridad únicamente por el recuerdo de sus sudoraciones. América, como resulta notorio para cualquier mente clara o al menos dotada de cierta calma, se descubrió a sí misma. Como es lógico, los americanos previos al mestizaje tenían un perfecto conocimiento de su territorio, un auto abastecimiento muy conveniente y unas relaciones entre sus pueblos que se situaban en los límites justos de lo civilizado. Precisaban de pocas cosas, pero tenían -como tuvo España recientemente, sin ir más lejos- síntomas graves de aislamiento. Por alguna razón pensaron que esta punta de Europa podría servirles de puente para difundir su existencia en un continente distinto y supuestamente más viejo.

Una delegación de indios americanos, a bordo de barcazas similares a las que luego se dibujaron como propias de Cristóbal Colón, hizo el viaje desde una pequeña isla cuyo nombre no me consta y llegó por Lisboa, acaso presumiendo que esa entrada, dotada de un puente excepcional, sería con el tiempo la más bella de la península Ibérica. La recepción en palacio fue distante pero escrupulosa. Los Reyes Católicos sabían a qué venían los indios, a pesar del secreto con el que se había rodeado aquella misión diplomática, y los indios sabían muy bien por qué pisaban este suelo. Precisaban técnicas de cultivo), profesores que fueran capaces de trasladarles conocimientos propios de una cultura distinta, y sobre todo querían darse a conocer. "¿Cómo habéis llegado?", les preguntó ingenuamente la reina católica, ignorando, o simulando ignorar, que los indios fueron siempre unos excelentes cartógrafos, como ha ilustrado muy bien, posteriormente, el cine norteamericano, que en esto al menos les ha hecho justicia. Y como cartógrafos excelentes que eran tenían bien dibujada la composición del mundo, que entonces seguía siendo una línea recta.

Aquellos indios, que tenían cierto aspecto de japoneses, fascinaron a los reyes y dejaron muy buena impresión en la corte. No eran ufanos. Mantenían bien las distancias con los demás y resultaban -muy claros a la hora de exponer sus propósitos. Fernando el Católico les prometió el oro y el moro, pero Isabel estuvo mucho más prudente y más distante, circunstancia que acaso agradecieron aquellos pulcros indios americanos, tan bien dotados del sentido del olfato.

Cuando los indios abandonaron el lugar de la recepción, Isabel le explicó a su compañero de reinado las razones de su reticencia. "No podemos hacer evidente la impresión que nos da saber que hay otro continente. A esto le tenemos que sacar buena renta, Fernando".

El plan era sencillo y su estructura debía permanecer ignorada por los indios. Se trataba de simular el desconocimiento absoluto de aquel nuevo continente del que había llegado aquella misteriosa delegación e inventar un viaje que el mundo conocería luego como la gesta del Descubrimiento.

Pocos navegantes podían prestarse a una simulación de ese carácter, porque el orgullo de los marinos se sustenta en los viajes y no en la simulación de los mismos. Pero había un pintoresco navegante en Génova, un alcohólico empedernido dotado de una extraordinaria imaginación y carente por completo de razones para llamarse marino porque jamás había hecho un solo viaje. De marino tenía ese personaje los mismos atributos que el más actual showman Javier Gurruchaga: una gorra de cuero y una chaqueta raída y forrada de seda de las Indias orientales. Pero nada más. Un personaje de la corte española, un ser conocido entonces por vicios que luego fueron famosos, tenía una excelente relación con aquel vagabundo supuestamente marinero porque se lo solía encontrar los viernes por la tarde en el mercado del cuero de Génova. El vagabundo, que lógicamente era Cristóbal Colón, era un apasionado de los cinturones de cuero con gruesas hebillas, el soporte que precisaba para dotarse a sí mismo del aire del castigador que viniera, en efecto, de triunfar en un largo viaje oceánico. Conocedor de esa pasión, el cortesano español premiaba a Colón habitualmente con regalos que le dieran esta satisfacción, y los dos tenían una buena relación porque ambos compartían fantasías que jamás iban a cumplirse.

El cortesano tenía buenos contactos en Madrid, y una vez escuchó que sus soberanos buscaban un navegante que estuviera dispuesto a simular un viaje. "Cristóbal", le dijo al vagabundo un viernes por la tarde en el mercado de Génova, "¿estarías dispuesto a ponerle tu firma a un viaje que jamás se va a hacer?". .¿Y qué me dan a cambio por esa inmoralidad?". "Lo que tú quieras, Cristóbal. ¿Tú qué quieres que te den?". "Un viaje a Valladolid. La pasión de mi vida, aparte de los cinturones". Para Colón, aquel era el precio justo, y los Reyes Católicos no lo consideraron descabellado.

Así que desde la Corte madrileña se buscaron buenos cartógrafos y excelentes calígrafos que inventaran para Cristóbal Colón el viaje más extraordinario que jamás hiciera un navegante. Fueron cuidados todos los detalles y sobornados todos los que debían aparecer como testigos de que aquella farsa que se produjo en la realidad, incluido Rodrigo de Triana, un chico de voz aflautada que nadie hubiera identificado jamás con aquel mocetón que según la leyenda gritó tierra cuando se hizo efectivo el llamado Descubrimiento.

A todas éstas, Colón había establecido relaciones con una prostituta desdentada que -esto sí se corresponde con la leyenda posterior- se llamaba Beatrice di Bobadella. A pesar de que la edad le había dejado la boca huérfana, mantenía otros encantos y sobre todo proporcionaba dinero a la unión, porque los amantes no la dejaban desprovista, sino que actuaban por el reflejo de la generosidad retroactiva, tan propia de los sentimientos. Ambos se fabricaron la fantasía vallisoletana y los dos le reclamaron al cortesano español el precio justo por aquel viaje cuya firma supuesta había colocado el navegante vagabundo. "Que hagan el viaje", dijeron desde Madrid. El barco estaba listo y la pareja se dispuso a emprender aquella excursión. Colón tenía un horror inenarrable frente al mar, y como hacen hoy los aprensivos que tienen miedo a volar decidió con su compañera calmar con vino la inquietud que le producía meterse en un cascarón. Bebieron tanto que se durmieron sobre el mostrador de la cantina y el barco partió sin ellos. A la altura de Mallorca -según supieron después-, aquel barco zozobró, y Beatrice le explicó a Colón: "¿Ves, Cristóbal? El alcohol tiene mucha intuición".

Así que Colón se quedó ya para siempre en Génova, abandonado de Beatrice y rodeado de cinturones de cuero con los que pretendía simular una grandeza de la que siempre estuvo desprovisto. Como estoy muy preocupado de que estas cosas no sean sabidas, me he decidido a contarlas, de modo que ahora estoy mucho más tranquilo.

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