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CINE / 'EL IMPERIO DEL SOL'

El imperio del dólar

El estreno de una película de Steven Spielberg despierta, por un automatismo invencible que va aparejado a la celebridad sin fronteras que este cineasta norteamericano ha sabido ganarse paso a paso, expectación en todo el mundo. Como antaño las de Greta Garbo, Gary Cooper o cualquiera otro de aquellos ídolos de barro humano modelados por el abolido código del star-system, las películas de Spielberg se esperan como acontecimientos en los que cabe esperar lo inesperado, un más dificil todavía que, en medio de la apatía y la rutina que hoy rodea al mundo del cine, adquiere el sabor de lo excepcional.Sin embargo, esta saludable tensión, de la misma manera que beneficia a unas, perjudica a otras de éstas tan esperadas películas del ya casi canoso niño prodigio californiano. El color púrpura, por ejemplo, se benefició, y con todo merecimiento, de las esperanzas que su inminencia removió antes de su estreno. Pero El Imperio del Sol, por el contrario, ha salido dañada de la corrosión de estas esperanzas. Es un filme pretencioso, de contenidos argumentales frágiles y formalmente confuso, desequilibrado, que resiste mal la peligrosa prueba de la expectación, pues da en la pantalla mucho menos de lo que ofrece en el papel.

El imperio del Sol

Dirección: Steven Spielberg. Guión: Toni Stoppard, basado en la novela del mismo título de J. G. Ballard. Fotografía: Allen Daviau. Música: John Williams. Producción: S. Spielberg. Estados Unidos, 1987. Intérpretes: Christian Bale, John Malkovich, Miranda Richardson, Nigel Havers. Estreno en Madrid: cines Avenida, Benlliure, Novedades, Cartago y (en VO subtitulada) California.

Spielberg es un creador de películas metido hasta el cuello en el oficio de fabricarlas. Ante sus obras menos afortunadas, y ésta es una de ellas, no se sabe bien dónde termina el director y comienza el productor, lo que es indicio de que Spielberg no ha sabido fundir en una sola esta doble función. En El Imperio del Sol el productor domina, abrumadora y a veces penosamente, sobre el director, y el inventor de imágenes cae aplastado bajo el peso del fabricante de la materia bruta de esas imágenes.

El filme comienza bien. La media hora inicial llena la pantalla de opulencia y a veces de extracciones visuales muy ingeniosas de esa opulencia. Un ejemplo: en una de las espectaculares -carísimas, pero casi siempre superficiales; de gran productor, pero de rutinario director- escenas de masas en las calles de Shanghai (¿qué diabluras hubiera hecho un Lang o un Eisenstein con tales medios?) vemos remontar la corriente de un mar de cabezas en desbandada al pequeño avión de juguete que el niño protagonista lleva en la mano. Toda la película está comprimida en esta instantánea, magnífica y humilde imagen que, deducida de un escenario de millones de dólares, se podría haber realizado con cuatro cuartos.

Una poderosa secuencia: la de la cárcel donde se apilan prisioneros europeos, que tiene como fase intermedia el traslado de algunos de ellos en camión y que finaliza en el campo donde los japoneses construyen una pista de aterrizaje y el niño protagonista ve por primera vez, y acaricia, un avión de verdad. El cierre de la secuencia, con el saludo entre el niño y los pilotos del aparato, es emocionante. Pero Spielberg no sabe a partir de este instante hacer progresar su filme sobre esa emoción.

Y todo en él se mantiene a punta de dólar, ya que no de talento. Es ésta, al mismo tiempo, una de las más caras y una de las peores películas de Spielberg. Dinero e ingenio no coinciden. El fabricante gana la partida al cineasta. Y el magnífico producto industrial se convierte en un mediocre objeto artístico.

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