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Tribuna
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Clase media

Juan José Millás

El otro día coincidí en el ascensor con mi vecino, y por alguna oscura razón me dio las buenas tardes. Es un sujeto delgado y pálido que lleva en el rictus la marca de un sufrimiento general; como si padeciera por una úlcera colectiva o por una angustia que excediera a las posibilidades de su perímetro torácico. No nos solemos saludar, a pesar de que nos conocemos desde hace 10 años, y resolvemos los encuentros en el portal con un gesto de resignación o con una sonrisa distante que parece que dice, aunque no dice.Me sorprendió por eso su saludo, y luego, al fijarme en él, me pareció que se le había acentuado el rictus. De manera que me vi obligado a preguntarle si todo iba bien.

-Problemas de la clase media -respondió enigmático, pues de su afirmación no era posible deducir si el hecho de que perteneciera a ese grupo magnificaba o rebajaba sus cuitas.

Entré en mi casa, y antes de conectarme al televisor reflexioné sobre la respuesta de mi vecino, y de súbito caí en la cuenta de que también yo pertenecía a la clase media. Como no tenía urgencias de ninguna especie, comencé a darle vueltas al asunto, pero no conseguí alcanzar ninguna conclusión. En cualquier caso, esta idea de pertenencia a un grupo u orden de personas se impuso a mis tres o cuatro obsesiones recurrentes, y durante el resto de la semana no conseguí salir de ella; tan estrecha y laberíntica resulta.

Por fin, el domingo por la tarde -el día de la semana que más frustraciones almacena esta clase- me enfrenté al problema con tranquilidad y deduje que en realidad estoy bastante satisfecho de que me hayan aceptado en esta clase. Es la que más salidas tiene. Perteneciendo a este conjunto de individuos puedes ser cocinero, notario, administrativo, médico, confidente, estafador, ejecutivo, subsecretario, ingeniero, oficial de Correos, policía, poeta... En fin, muchas cosas. Lo que pasa es que si no consigues hacer ninguna de ellas, aunque sea mal, puedes ser arrojado a la clase- de los pobres. Pero yo prefiere, darle a este hecho una interpretación optimista y suelo decir que se trata, en definitiva, de una salida más.

Es cierto que no es lo mismo pertenecer a la clase media desde un piso de tres dormitorios en el extrarradio qué desde un chalé adosado en Majadahonda. Pero también es cierto que entre los sujetos pertenecientes a este inmenso grupo -sea cual sea su posición económica- existen más condiciones comunes que contradictorias. Por ejemplo, estando adscrito a este segmento social, puedes ser indistintamente lector del Abc, de EL PAÍS o el Ya; puedes ser católico o ateo y votar a AP, al PSOE, al CDS o al Partido Radical. Se pueden hacer muchísimas cosas -contradictorias entre sí- sin que te retiren el carné. De manera que esta clase es la única en la que se cumple una ley paradójica: a diferente posición social, intereses semejantes. Por otra parte, de la clase media se pasa directamente a la pasiva, que es un grupo menos dinámico aún que el anterior, lo que desde algún punto de vista podría considerarse como un progreso.

El equilibrio del mundo se mantiene sobre el poder político, económico, religioso y cultural de la clase media. Como los incentivos e intereses de esta clase suelen ser mezquinos, el mundo es igualmente mezquino; se trata, pues, de la única clase social que ha conseguido hacerse un espejo a la medida. Este grupo es el depositario de todos aquellos miedos que corresponden a las formas más rudimentarias del temor; sus componentes se pueden acostar liberales y levantarse fascistas sin sentir por ello el dolor de la contradicción. Se trata de una clase sin futuro porque tiene asegurado el presente por unos cuantos milenios. Sus militantes son listos: han sabido escoger lo peor de las clases superiores y lo más sucio de las inferiores. Venden a su padre por un puesto en el escalafón, y como llevan de oficinistas o letrados o funcionarios varios siglos, tienen una experiencia inigualable para dar puñaladas en un urinario sin que la víctima llegue a morirse legalmente. Se mueven por las sentinas de la burocracia y de los despachos oficiales como un heroinómano en Vallecas.

Es una clase grande, poderosa, admirable. Es una clase interclasista porque a ella pertenecen individuos de diferente posición social, pero todos ellos permanecen unidos por una suerte de engrudo que consigue diluir las diferencias. Si te dan el carné de esta clase, nunca te faltará un médico al que recurrir en una situación de emergencia, ni un catedrático al que pedir un favor para tu hijo, ni un dentista que te arregle la boca a plazos. La clase media es muy insolidaria, pero como tiene visión comercial, puede echarte una mano bajo determinadas condiciones. Los gobernantes proceden todos de la clase media; los banqueros, también, porque las clases medias son las que dirigen siempre a las demás. Y las dirigen bien porque tienen -desde la antigüedad un olfato especial para saber cuándo conviene vender a un hermano por un plato de lentejas. Poseen, además, recursos morales para medir cada una de sus acciones y conocen como nadie las miserables reglas del palé y del monopole. La clase media, como la conciencia, es un magma lleno de grumos repugnantes pero capaz de cohesionar mezquinos intereses que suelen presentarse al público como verdades sublimes y absolutas. Como la conciencia también (la clase media es la mayoría silenciosa), sin llegar a hacerse presente, puede decidir un exterminio, un holocausto, un. incendio nuclear... La clase media es una clase de mandos intermedios. Su modelo es la clase superior; por eso de esta clase salen capataces magníficos, borrachos ilustres, dictadores imposibles...

Yo era el quinto de nueve hermanos, y recuerdo que cuando los mayores iban al cine, decían que yo era pequeño; pero cuando iban los pequeños, me tocaba ser mayor. Eso nunca se olvida. A la clase media le pasa lo mismo. Cuando resulta útil a los intereses de la historia, son ricos; cuando no, son proletarios. Los individuos de esta clase conservan como un tesoro el rencor de esta indefinición permanente, y lo utilizan, aunque de forma excepcional. No hay que olvidar que esta clase ha hecho revoluciones importantes, las únicas importantes, si me apuran un poco.

No es infrecuente que algunos sujetos que salen de la clase media den el salto a una de las clases superiores, pero -si se fijan- siempre conservan algo sustancial de su anterior estado. Puede ser el modo de anudarse la corbata, o de hurgarse las orejas con un clip o, en fin, de moverse en el interior de una joyería de Serrano. El caso es que el hecho de haber pertenecido a esta clase imprime carácter; se trata, por tanto, de una clase sacramental.

El mundo camina hacia una especie de homogeneización cuyo modelo es la clase de la que hablamos. Cuando estemos todos en ella removeremos la pasta para que se diluyan unas partes en otras. Contaremos después los grumos que se han resistido a la disolución, y si hay bastantes crearemos una clase inferior para acogerlos.

En esto se hizo de noche y la sintonía del programa de televisión me despertó los jugos gástricos. Me dirigí a la cocina con idea de prepararme una tortilla y observé, horrorizado, que la nevera estaba vacía. Algunos días me acuesto sin cenar, pero ese domingo tenía un hambre muy especial, de esas que sólo se alivian comiendo, y me pareció insoportable la idea de renunciar a la tortilla. Entonces decidí realizar un acto heroico: pedir un par de huevos a mi vecino. En otras circunstancias no lo habría hecho, pero recordé que el lunes anterior me había dirigido la palabra y que quizá por ello nuestras relaciones de vecindad hubieran entrado en una fase en la que uno pudiera pedir esta clase de pequeños favores.

Llamé a su puerta y observé que ya se había puesto el pijama y las ojeras. Le pedí, por favor, que me prestara un par de huevos. Me miré atónito, como siempre, y dijo que lo sentía, pero que no le quedaban. Le di las gracias de todos modos mientras lo maldecía interiormente, pues pensé que mentía porque era tan tacaño y vil como los de su clase. Pero cuando entré en mi casa comprendí que mi vecino y yo acabábamos de representar brevemente lo que podría constituir una buena definición de la clase media: aquella que se ha quedado sin huevos pero que ha conseguido que nadie se lo crea. Es una clase lista, y yo pertenezco a ella.

En fin.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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