El aviso de los jueces
LOS JUECES amenazan con ir a la huelga si el Gobierno no se compromete a aumentarles sustancialmente sus retribuciones. Las tres asociaciones en que se agrupan profesionalmente -la conservadora Asociación Profesional de la Magistratura, la progresista Jueces para la Democracia y la centrista Francisco de Vitoria- se han reunido por primera vez en su historia para hacer causa común, por encima de sus notorias diferencias ideológicas, en el terreno de las reivindicaciones económicas. También los jueces de distrito se han decidido a salir a la calle para llamar la atención sobre el atasco que paraliza sus juzgados. Que los jueces amenacen con la huelga o salgan a la calle parece escandaloso e incluso abusivo. Pero que personas otrora socialmente tan pagadas de sí mismas proletaricen hasta ese extremo su protesta es un síntoma más del grado de descomposición a que ha llegado la justicia. El hecho de que la primera acción conjunta de las asociaciones judiciales, tradicionalmente enfrentadas, no vaya más allá de pedir un aumento de sueldo no va a contribuir precisamente a mejorar la desastrosa imagen de los jueces españoles. A los numerosos ciudadanos para los que la justicia es sinónimo de desorganización, de trato desconsiderado e incluso de arbitrariedad, no les va a ser fácil comprender que los jueces se unan por cuestiones de dinero y callen sobre esta grave situación de deterioro, de la que en no poca medida ellos son también culpables. El movimiento asociativo de los jueces, si no quiere quedarse reducido a puro gremialismo de corte funcionarial, debe ensanchar su horizonte y mostrar interés por acabar con algunos de los aspectos más humillantes del funcionamiento de la oficina judicial, de la que el juez sigue siendo el responsable.
Aunque la huelga con la que amenazan "en caso extremo" no se lleve a efecto, su sólo anuncio plantea ya una situación desconocida hasta ahora en España, que indica bien a las claras que todavía es posible dar un paso más en el camino, tan irreflexivamente transitado a veces, de la paralización por motivos dudosamente reivindicativos de sectores que son esenciales para la vida ciudadana. En el caso de los jueces, la huelga no sólo significaría el colapso total de un servicio tutelar de los más elementales derechos de los ciudadanos, sino que afectaría gravísimamente al propio funcionamiento del Estado. Es más que discutible que el juez, al que la Constitución prohíbe expresamente la sindicación, pueda acogerse al derecho de huelga. Una acción así tendría efectos imprevisibles en el terreno institucional, pues no se comprende muy bien cómo un poder estatal pueda dejar de funcionar y huelgue durante un tiempo. Es difícil imaginar que los diputados, por ejemplo, se declarasen en huelga para tratar de resolver un enfrentamiento con el Ejecutivo. Que un poder del Estado intente por esta vía resolver sus conflictos con otro no dejará de provocar el pasmo en amplios sectores ciudadanos y el descrédito de los patrocinadores de acción tan irresponsable.
Pero, dicho esto, tienen razón los jueces cuando tratan de sensibilizar a la opinión pública sobre las deplorables condiciones de su trabajo y el insuficiente nivel de sus retribuciones. La estampa del juez que acude poco menos que de visita a su juzgado es ya una excepción. Ni la presión social ni la estadística le permiten tal holganza hoy día. Prácticamente el mismo número de jueces de hace 20 años tiene que hacer frente en 1988 a por lo menos 15 veces más asuntos. Si esta situación persiste -y todos los datos apuntan a que se degrada por momentos-, las más elementales garantías procesales que protegen al ciudadano corren el grave riesgo de convertirse en papel mojado. La función de los jueces, que se ejercita sobre bienes tan esenciales como la libertad o la seguridad de los ciudadanos, exige un nivel de calidad incompatible con la irreflexión o el atropello.
Huérfano el Consejo General del Poder Judicial de toda competencia organizativa y reducido a pura farfolla -el presidente del Gobierno, o desconoce la ley, o está mal aconsejado cuando imputa a este organismo pasividad en el desarrollo de sus competencias-, el exclusivo responsable de la lamentable planificación y gestión del personal y medios puestos a disposición de los tribunales es el Gobierno. Es de su incumbencia acabar de una vez por todas con el actual marasmo de la justicia. Hacer oídos sordos a las voces que avisan sobre el desastre que se avecina sería un acto de total irresponsabilidad.
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