Fumar o no fumar
LAS NORMAS gubernamentales para la restricción del tabaco, dadas a conocer ayer por el Consejo de Ministros, son relativamente moderadas en comparación con las impuestas en ciudades como Nueva York, e incluso con algunas europeas, donde más aún que las órdenes o prohibiciones imperan las costumbres impuestas por las sociedades. Su espíritu es la protección del no fumador y el de ofrecer información suficiente al que fuma para que conozca el alcance del mal al que se expone y maneje esa información con libertad. El no fumador ha comenzado recientemente a aparecer bajo la denominación de fumador pasivo, con el apoyo de unas estadísticas que indican sin lugar a dudas que el humo del tabaco de los otros es perjudicial para la salud de quien se ve expuesto a él. En torno a esta información se ha creado una hiperestesia social en el mundo entero, y casi una cruzada de los no fumadores -sobre todo, de los antiguos fumadores, que tienen la iluminación y el ardor de los conversos- contra los fumadores, lo que a veces ha llegado a producir incidentes. Es lógico que los antiguos fumadores reclamen con especial fuerza su derecho a no padecer indirectamente un vicio cuya placentera práctica directa han abandonado, a veces a costa de enormes sacrificios y de grandes esfuerzos de voluntad, pero las nuevas disposiciones no valdrán de gran cosa si no consiguen separar las ovejas negras de las blancas y, sobre todo, si no inducen a los fumadores a abandonar el tabaco. En cualquier caso, quien se resista a dejarse convencer debe ser libre de fumar allá donde las nuevas normas se lo permitan, sin ningún otro tipo de coacción.Con todo, la aprobación de esta nueva normativa constituye un paso más en una ilógica estatal teñida de fariseísmo, que no se limita, desgraciadamente, al consumo de la droga que nos ocupa. El Estado percibe importantes rentas del tabaco, lo legaliza por medio de los estancos -en la acepción de monopolio de mercancías- y protege su cultivo e incluso lo dirige con el estímulo a la producción conveniente según el mercado -rubio, negro, etcétera- y lo regula en sus relaciones con la Comunidad Europea. La contradicción con el reconocimiento de su condición perjudicial, incluso mortal, y las prohibiciones relativas de su uso indican una de las confusiones del mundo actual. Otro caso es el del alcohol, que causa muchas más víctimas que el tabaco y que apenas tiene restricciones y goza de mayores protecciones. Es la duda entre la libertad del individuo y el bienestar social común, la lucha entre los intereses económicos de la Hacienda pública y los gastos a que se ve sometida por el uso de estas drogas -en absentismos al trabajo o en cuidados y atenciones de la Seguridad Social- lo que hace que este equilibrio sea inestable y que más bien se regule según modas, influencias o corrientes y termine siendo incoherente. Pero ningún país de Occidente ha dictado prohibiciones absolutas, y el único que lo intentó, que fue Estados Unidos con la ley seca, sufrió una sacudida tan grande que aún no ha terminado (el crimen organizado, las mafias, proceden de aquellos momentos y continúan explotando y corrompiendo con otros vicios prohibidos, incluida la droga dura).
Es importante, por ello, que esta ordenación que protege a los no fumadores no devenga en una nueva inquisición, a lo que tan aficionadas son las autoridades y las sociedades establecidas. La caza y captura del fumador, sobre la que en Estados Unidos existen muchos ejemplos, debe ser erradicada entre nosotros.
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