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'Intolerancia' catalana

JOAN B. CULLA I CLARAEl autor de este artículo considera que el supuesto escándalo tras la emisión del programa de Els Joglars en TVE -Viaje con nosotros, de Javier Gurruchaga- se ha producido más en los medios periodísticos que en la propia sociedad catalana (a excepción de algún político), acostumbrada a esta escenografía y figuración del grupo, que ya lo ha usado en otros espectáculos estrenados con éxito en Cataluña.

Empecemos por una cuantificación aproximada del fenómeno: en tres días, de jueves a sábado, EL PAÍS ha dedicado a la glosa y análisis de los efectos de la intervención de Els Joglars en el programa televisivo Viaje con nosotros del pasado día 23 un editorial, un artículo de Horacio Vázquez Rial (Cataluña es más que un club) y dos columnas de última página, firmadas por Vicente Verdú y Rosa Montero, y tituladas, respectivamente, Catalanes y Cataluña. Si nos retrotraemos unas pocas semanas, hasta el affaire Mariscal, este diario se ocupó del asunto en dos editoriales, sendos artículos de J. Solé Tura y M. Vázquez Montalbán y una Elipse de Francisco Umbral, sin contar la portada de El País Imaginario del domingo 21. Todo ello dentro del mes de febrero y en el ámbito de la opinión, excluyendo los espacios consagrados a informar sobre tales temas.El contenido básico de este conjunto de textos es, quizá con la excepción del de Vázquez Montalbán, idéntico: las reacciones destempladas, intolerantes, excesivas ante lo que no son sino ejercicios de la libertad de expresión -se viene a decir-, evidencian que en Cataluña se está imponiendo una atmósfera "tiránica" y coactiva, un ambiente de "intransigencias morales" y "caza de brujas" que deviene por momentos irrespirable para los espíritus libres y vivaces.

Y bien, ¿cuál es el alboroto, la indignación, el rasgamiento de vestiduras real que se ha producido en la sociedad catalana ante los últimos sucesos? En el tejido social, en la calle, no entre los partidos, puesto que los artículos citados al comienzo no se referían a partidos, sino a Cataluña y catalanes. Por lo que corresponde al caso Mariscal, después que el artista hubiera precisado públicamente -y libremente- el sentido de sus declaraciones, sin crucifixión ni linchamiento alguno, la máxima expresión de la intransigencia fue una escuálida manifestación de pocos cientos de personas ante la Oficina Olímpica. Y ahí terminó todo.

En cuanto al caso Gurruchaga, es bueno saber que algunos periódicos de Barcelona titularon, la madrugada siguiente a la emisión de marras, Escándalo en Cataluña basándose en algunas decenas de llamadas telefónicas a su propia centralita. La inmensa mayoría de los ciudadanos descubrieron que se esperaba de ellos una reacción escandalizada al oír la radio o acudir al quiosco la mañana del miércoles; ese día, y el resto de la semana, el asunto fue objeto de conversaciones y polémicas, como lo hubiera sido en cualquier país del mundo, pero sin sorpresa ni crispación públicas. De hecho, el cabezudo con los rasgos de Jordi Pujol -sin duda, la pieza de atrezzo teatral más amortizada en toda la historia de la escena mundial- es sobradamente conocido en Cataluña, y Albert Boadella ha montado números parecidos al de la otra noche, Virgen de Montserrat incluida, en el Palau de la Música catalana y ante las cámaras informativas de TV-3, de modo que el personal está curado de espantos.

Si de la ciudadanía de a pie pasamos a los pronunciamientos de fuerzas sociales, los obispos dijeron lo que de ellos cabía esperar aquí o en la Patagonia; la junta menos representativa que el Barça ha tenido en muchos años se indignó, tratando de encontrar en el affaire un derivativo a su propia impopularidad; unas decenas de lectores ociosos escribieron cartas a sus diarios, y poco más.

Clamoreo desproporcionado

Frente a esta escueta realidad, el clamoreo periodístico resulta tan desproporcionado y tan fuera de lugar, que es imposible no ver en él la intencionalidad política. Estamos, efectivamente, en período preelectoral, y bajo los lamentos y admoniciones del coro de comentaristas asoma un mensaje apenas subliminal: si Cataluña ya no es la Arcadia de modernidad y progresismo que fue, si "no está dando lo que esperábamos de ella en una democracia abierta" (Umbral), ello se debe a que, desde 1980, cometió el error histórico de confiar su autogobierno a una opción nacionalista de centro-derecha; ahora, dentro de tres meses, tiene la oportunidad de enmendar tamaño desliz y salvarse así de¡ oprobioso fanatismo y el negro aburrimiento en que ha venido a caer; ahora puede rescatar esa "Barcelona pionera de la libertad y la tolerancia" cuyo recuerdo pone melancólica a Rosa Montero. Ni que decir tiene que este mensaje me parece perfectamente respetable y legítimo desde la militancia y en el contexto del debate político. Me lo parece menos cuando se difunde, camuflado, desde las, presuntas independencia y distanciamiento de¡ columnista.

En todo caso, el establecimiento de un correlato mecánico entre los resultados de un determinado tipo de elecciones y el talante colectivo de una sociedad resulta intelectualmente muy burdo. ¿Es que París ha dejado de ser una ciudad abierta, una encrucijada cultural, por el hecho de tener un alcalde conservador desde hace bastante tiempo? ¿Es que la sociedad sueca transmutó sus valores básicos entre 1976 y 1982, cuando tuvo un Gobierno de centro-derecha? ¿Es que Barcelona y Cataluña cambiaron de naturaleza colectiva el 20 de marzo de 1980, fecha de las primeras elecciones autonómicas? Seamos serios: los catalanes poseen las mismas "virtudes" e idénticos "defectos" -suponiendo que tales generalizaciones tengan algún sentido- cuando dan la mayoría a Convergència i Unió en la Generalitat que cuando confían el poder municipal o la representación mayoritaria en las Cortes al Partit dels Socialistes.

Caricaturas

Mucho más lamentable y peligrosa es la posibilidad de que el conjunto de la sociedad española asuma e interiorice de buena fe la caricatura de Catalunya que difunden, con empeño de mejor causa, ciertos líderes de opinión. Lamentable, porque es el conocimiento de la realidad, no la intoxicación, lo que favorece el entendimiento y la solidaridad entre los pueblos. Peligroso, porque la convicción de que toda la intolerancia, la falta de sentido del humor, la actitud reverencial ante el poder, la beatería y el dirigismo del Estado español se concentran en el ángulo noreste peninsular puede embotar por completo la capacidad autocrítica del resto de los ciudadanos españoles en estas materias. Y -cito sólo unos ejemplos, a vuela pluma- no fue en Cataluña donde, hace algunos años, se declaró persona non grata a Camilo José Cela por una frase poco convencional sobre la Virgen de Covadonga; tampoco fue en Cataluña donde, hace menos años, la agencia de noticias estatal retocó una foto para disimular una caída accidental de la esposa del presidente del Gobierno; ni ha sido en Cataluña donde, aun cuando a todo el mundo le encanta el Spitting Image, un periodista debe cumplir seis años de cárcel por emplear un tono ofensivo para con la figura del Rey, y otras personas han sido detenidas por exhibir una foto histórica del actual jefe del Estado junto a su antecesor en el cargo.

¿Se me acusará de beatería si recuerdo aquella metáfora evangélica de la paja y la viga?

es historiador.

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