Ave María
La revolución soviética y la Virgen de Fátima son de la misma quinta. Desde cielos distintos, ambas bajaron a salvar a la humanidad en el año 1917, y cada una eligió en este combate un punto extremo de Europa. La revolucíón soviética afloró bajo el hielo del Báltico, en los fastuosos salones del Palacio de Invierno, en San Petersburgo, durante aquellos 11 días que conmovieron al mundo. La Señora de Fátima fue más humilde, ya que para manifestarse optó por un olivo portugués en un valle donde sólo repicaba el silencio de unas esquilas de cabra. Entre estas dos formas de salvación la competencia comenzó en seguida. La Virgen de Fátima, que era una anticomunista visceral, hizo bailar el sol, inició una cruzada de oraciones por la conversión de Rusia, metió diversos secretos de apocalipsis en un sobre y se los mandó al Papa. Desde entonces su empresa ha sanado a una multitud de cojos, ha vendido una cantidad inconmensurable de cirios y estampitas, ha organizado una infinidad de procesiones, pero su éxito nunca ha sido completo. Por otra parte, la revolución soviética creó un Ejército Rojo invencible hasta ahora en todas las guerras calientes y frías, sustituyó a Dios por las granjas y llenó de aspiraciones insólitas el corazón de los pobres. Todos han querido salvarnos. Unos, con el plan quinquenal, y otros, con escapularios. Ninguno ha conseguido su propósito. Ni Carlos Marx ni los tres pastorcitos de Cova de Iria.Durante este tiempo, la Iglesia y el comunismo han conocido distintas etapas de encono y convivencia, pero hace unos días se ha producido un hecho de paz entre Rusia y la Virgen. Los coros del Ejército Rojo de la Unión Soviética han acudido al Vaticano y en la sala Clementina, ante Wojtyla, han cantado el Ave María de Schubert. Tal vez ese era el último secreto de Fátima que el Papa tenía en un sobre lacrado durmiendo en el cajón de la cómoda. En una cuartilla arrancada de un dietario de comercio allí estaba escrito este vaticinio: llegará un día en que ninguna clase de lucha tendrá importancia.
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