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Tribuna
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Cómo coexistir sin pactar

Lluís Bassets

La cohabitación es el penúltimo invento de Francia en el terreno político. (El último, alrededor de la popularidad inmensa de que goza el presidente François Mitterrand, no tiene todavía un nombre preciso.) Desde la preparación de las elecciones legislativas de 1986, los franceses empezaban a hacerse a la idea de contar con un doble poder en la cúspide del Estado. La impopularidad de los socialistas permitió a todos los observadores anunciar la perspectiva que podía crearse en 1986: que por primera vez el electorado francés negara al presidente de la República la mayoría parlamentaria. François Mitterrand debía dimitir y convocar nuevas elecciones presidenciales o aceptar la cohabitación con el jefe de la nueva mayoría.Durante dos años, desde marzo de 1986 hasta mayo de 1988, Francia habrá vivido bajo el símbolo de un Estado bicéfalo. Por una parte, un presidente que encarna la soberanía nacional en la cúspide, que conserva sus poderes reservados en la defensa nacional y en la diplomacia, y que cuenta siempre con la posibilidad de desplazar todo el peso de su figura en una declaración o en un gesto simbólico. Por el otro, un jefe de Gobierno que dirige la política nacional con el apoyo de una mayoría legislativa.

Esta situación, inédita en la historia contemporánea, ha sido motivo de admiración y de reproches dentro y fuera de Francia. Para unos, ha sido la manifestación genial de un insólito equilibrio de poderes, una respuesta a la liquidación y al agotamiento de las ideologías duras, el socialismo y el liberalismo reaganiano. Para otros, en cambio, ha sido la amarga experiencia de una mayoría que ha dejado de serlo o de una mayoría que no termina de redondear su control del poder.

Paralelismos

Prueba de la novedad que ha representado la cohabitación en Francia son los paralelismos que ha suscitado en otros países. En Portugal, con la llegada del socialista Mario Soares a la presidencia de una República gobernada por la derecha. En Austria, con el infortunado acceso de Kurt Waldheim a la presidencia, mientras los socialistas encabezaban el Gobierno de coalición. En Italia mismo, donde el democristiano Francesco Cossiga ocupaba el palacio presidencial en los mismos días en que el socialista Bettino Craxi era el jefe del Gobierno. Incluso en el extraño turno de poder entre laboristas y Likud en Israel se ha llegado a hablar de cohabitación.

Pero la mayor parte de estas traslaciones son inexactas. Lo que define la cohabitación es realmente la existencia de dos poderes contrapuestos, que deciden coexistir sin pactar, con puras normas de convivencia o de educación, fruto de dos expresiones igualmente contrapuestas de la voluntad popular. Vista así, otro caso de cohabitación suena más exacto. Es el que se produce entre el poder convergente de Jordi Pujol en el Gobierno catalán y el poder socialista, presente en el Gobierno español y en el poderoso Ayuntamiento barcelonés.

Fruto de dos sufragios de signo contrario, que pintan el mapa electoral de Cataluña de color distinto según sea el alcance de las elecciones, estos poderes contrapuestos se ven obligados a coexistir y en alguna medida a moderarse mutuamente. Hay, pues, una cohabitación catalana que es también cohabitación española, principalmente en la medida en que el actual titular de la Generalitat, Jordi Pujol, aparece situado en el núcleo de una posible alternativa del poder de Madrid.

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Las pueblerinas disputas sobre un banderín de más o de menos, sobre el segundo o tercer lugar en la tribuna de autoridades, sobre el encabezamiento de una invitación o el turno de oradores a las que están ya habituados los españoles desde hace años, hasta perder el interés morboso por ellas, hicieron irrupción en Francia casi al día siguiente de la cohabitación.

Hay un agravante: en España, los celos, las zancadillas y las mezquindades entre políticos quedan en las bambalinas de una política interior escasamente atractiva para la opinión pública internacional. En Francia, no. Toda la clase política europea sabe de las historias de las sillas en las cumbres europeas o mundiales, donde hay que contar que los franceses tienen doble representación y además un problema, el que plantea el ministro de Asuntos Exteriores francés, discriminado respecto a sus colegas y que se ve obligado a asistir a las reuniones sólo cuando alguno de los dos cohabitantes se ausenta. En el ruedo político hispánico, la destilación de la provincianización de, la política planetaria, de la que los españoles parecemos agudos y pequeños precursores, se percibió en la cumbre hispano-francesa en Madrid del pasado año. Apenas cuatro o cinco años después del despertar de un viejo complejo antifrancés, el del 2 de mayo, justa compensación al complejo de Merimée sempiterno en nuestros hermanos ultrapirenaicos, el primer ministro y el presidente anduvieron la greña dentro del propio Madrid castizo para presentarse ante el mundo como artífices de la integración española en la CE.

Nietos ideológicos

Pero los paralelismos artísticos que suscita la vida política francesa van más allá de la cohabitación. Jacques Chirac, nieto ideológico de De Gaulle por la vía funcionarial, ejecutor de la propia vieja guardia gaullista y de Giscard d'Estaing en las elecciones presidenciales de 1981, ¿no recuerda algo acaso a Adolfo Suárez, nieto ideológico también de alguien, ejecutor también de viejos políticos y ejecutado en su caso por una derecha que se quería nueva? Jordi Pujol, por encina del bien y del mal, democrist¡ano sin etiqueta, hombre de partidos, por encima de los partidos, que quiere encarnar Cataluña y no haría ascos a salvar España si se terciara, ¿acaso no tiene un resabio de Raymond Barre, este profesor de Economía que emite curiosos gallos al expresarse en su francés cultísimo, que desprecia a los periodistas y a la clase política, que guarda un oscuro resentimiento ante quienes recuerdan la memoria de su padre y de sus problemas con la justicia por una quiebra fraudulenta, y que afirma gravemente su preferencia sobre el ser ante el parecer cuando se le pregunta por su imagen y sus promesas?Felipe González, al fin, democristiano en los orígenes, socialista a la izquierda del socialismo antes de Suresnes, en el meollo del socialismo más tarde, en la cumbre de la socialdemocracia y del social-liberalismo al fin, a pesar de las distancias de edad y de la aceleración notable de su caso, ¿no recuerda en algo las metamorfosis de François Mitterrand, un político que en sus 40 años de acción política ha recorrido casi todo el arco político? Evocaciones, recuerdos, o en todo caso paralelismos artísticos, todos debidamente matizados por las diferencias entre el pasado reciente de los dos países.

Ni el franquismo es el gaullismo ni la España actual es heredera directa de una democracia: Pero tampoco la cohabitación ni el provincianismo, relativos inventos españoles en la arqueología reciente de la Europa contemporánea, a pesar de los males que encarnan al entender de sus críticos, parecen suscitar grandes catástrofes. En ellos se diría que se remansan las viejas escisiones civiles y la política adquiere tonos hogareños. Huele a coles, pero no a pólvora.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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