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Retórica de lo peor

La gran fuerza del actual pensamiento pesimista que nos agobia no está en sus razones y argumentaciones, sino en el desprestigio de la figura contraria. Porque el sambenito más infamante que le puede caer a un tipo que se dedique al oficio de hablar o escribir en público es que lo sospechen optimista. La sombra del doctor Pangloss, con su célebre todo está bien en el mejor de los mundos posibles, sigue siendo la mejor propaganda de esas innumerables filosofías pesimistas que nos rodean y cada día prometen lo peor con tanto entusiasmo. Desde que una tarde de febrero de 1737, en las Mémoires de Trevoux, se introdujo el término optimismo para resumir las teorías de Leibniz en la Teodisea, las doctrinas del pesimismo dieron un salto de gigante. Más que trabajar con rigor la premisa simple de la que partía (todo va mal desde el principio, pero mañana será peor), los pesimistas se dedicaron al confortable ejercicio de definirse por oposición a la caricatura panglossiana en sus distintas versiones.Poco importó que en todo este tiempo se tratara de optimismo racionalista, pragmático, irónico, analítico, innato al individuo o adquirido por químicas más o menos prohibidas. No hubo nada que hacer. Desde Leibniz el optimismo nunca tuvo filósofos que lo defendieran abiertamente. Quiero decir filósofos de la envergadura de la doctrina antagónica, como Hobbes, Schopenhauer, Hartmann, Spengler, Unamuno y compañía. Ahí está la historia del pensamiento occidental para demostrar la mala prensa que siempre tuvieron las corrientes optimistas a pesar de que su simpleza argumentadora es simétrica a la del pesimismo, al menos en la línea de salida, en el primer round del duelo. Porque ya me dirán qué diferencia hay entre el todo está bien y el todo está mal, entre el mejor y el peor de los mundos posibles, entre Jauja y el Apocalipsis.

Lo cierto es que en la escala de valores del intelectual tardomoderno el optimismo ha llegado a ser poco menos que síntoma de imbecilidad, y siempre sinónimo de conformismo o actitud frívola. Mientras que la contumacia pesimista imbécilmente practicada contra viento y marea, por narices y a ciegas, se interpreta automáticamente como actitud honda, reflexiva, sabia, y además tiene el monopolio de la actitud crítica. En condiciones de similar imbecilidad, por ejemplo, el imbécil pesimista es considerado mucho menos imbécil que el optimista. Cuando alguien dice que "esto es un desastre", y además lo dice como sólo los taxistas madrileños saben pronunciar esa frase, no sólo se le mira con profundo respeto, sino que al catastrofista nunca suelen pedirle más explicaciones, aunque nadie sepa a ciencia cierta de quo catástrofe se trata y a cuento do qué. Pero como farfulles la frase oculta, o simplemente un lacónico "no está mal", entonces te exigen toneladas de bibliografía justificante, además de un certificado de limpieza de sangre intelectual. No discuto, líbreme el dios de Hobbes, que la actitud pesimista sea menos verdadera que la otra, ni siquiera que sean equiparables; sólo insinúo que es una posición mucho más cómoda. Cuesta menos trabajo: escribir desde el pesimismo que desde el otro lado. Si es que existe otro lado.

Porque estas y otras historias explican el creciente desprestigio de las viejas doctrinas optimistas, incluso su desaparición del mapa del pensamiento actual. Pero sobre todo explican la colonización de los discursos intelectuales críticos por la retórica de lo peor. Y digo retórica y no filosofía porque ya d siquiera es posible hablar del optimismo y del pesimismo como en tiempos de Hobbes, Schopenhauer o Byron, es decir, con beligerancia filosófica. Para que haya filosofía es necesario que exista duelo, pero duelo a muerte con la doctrina o doctrinas antagónicas, en condiciones de igualdad. Desde hace ya mucho tiempo, pongamos desde la última utopía revolucionaria dotada de happy end, al pesimismo no se le conoce rival. Al menos yo no conozco en estos momentos y en este país a ningún pensador, literato, artista, crítico o lo que sea que trabaje la corriente del optimísmo. No al modo pangIossiano, desde luego, o desde uña nueva versión tecnológica del mito de la sociedad perfecta, ni siquiera desde la defensa de la razón y el progreso, esos dos chivos expiatorios del momento. Pienso en algo mucho menos provocador, al estilo de aquel "pesimismo optimista" del propio Voltaire. 0 pienso en el elegante "meliorismo" que recomendaba el hermano de Henry James. 0 simplemente alguien que se atreva a sostener en público que las cosas de este mundo (y no me refiero a la cosa política, al caso económico, a la última crisis casera) no son necesariamente más desastrosas que en el pasado, aunque no sepamos muy bien hacía dónde vamos y movidos por qué impulsos, que ésos son cantares mayores e inéditos por estas frecuencias.

De payaso panglossiano para animar fiestas de moros y cristianos te puedes quedar si insinúas que a lo mejor ése no es el duelo de este fin de siglo, aunque sí lo era del otro fin de siglo. Que las cosas no son mejores ni peores que antes: son sencillamente distintas en su mareante complejidad, y que por tanto ya no parece recomendable analizar y criticar eso que solemos llamar lo real, o al menos un trozo de lo real, sólo desde, una mirada apocalíptica que ya tiene un siglo a sus espaldas y que, miren, será un catastrofismo todo lo verdadero que se quiera, pero no acaba de cumplir lo que promete. Y le echo un siglo a esa mirada apocalíptica dominante porque no conviene olvidar que este pesimismo actual, de inequívoca raza francfortiana aunque muchos de sus hablantes lo ignoren, no es más que la amplificación de aquella kulturkritik de inicios de siglo, que a su vez era la versión dura, ensayística, de aquel pesimismo poético del spleen, l'ennui, la melancolía y demás sarpullidos del famoso mal du siécle de nuestros bisabuelos.

Y, claro, sin adversarios, asumido por aclamación como único discurso intelectual posible, aquellas variantes más o menos académicas del pesimismo radical que tanto juego crítico dieron cuando la máquina de vapor irrumpió en el jardín cultural y que con ligeros retoques también fueron sumamente útiles el día que descubrimos que el truco del neocapitalismo ya no estaba en la producción sino en el consumo y consecuentemente había que desmitificar a toda costa la seductora parafernalia tejida en tomo a ceremonia tan alienante; aquel viejo y querido pesimismo en cuyos pechos mamamos las primeras leches críticas se nos transformó en retórica de lo peor.

Hay otra manera aún más grosera de resumir esta mutación. El pesimismo dejó de ser aquel minoritario y trabajoso género filosófico que en cada momento histórico luchaba contra unos muy concretos optimismos engañosos y pasó a ser este pelmazo género periodístico con respuesta para todo, sin fecha de caducidad, que ya no exige argumentación o justificación alguna y legitima a sus usuarios al margen de cualquier otra razón o análisis aunque se use con cheliparla de taxista y además el tipo sea incapaz de recitar el segundo principio de la termodinámica, que a fin de cuentas ésa es la madre del cordero del pesimismo contemporáneo. Una retórica, en fin, que

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lo mismo sirve para un roto ético, político o financiero de los de andar por casa, sea de hoy o de mañana, que para esos inéditos y complicados descosidos científicos, técnicos, industriales o culturales que han desarmado el rompecabezas.

Se me dirá: pero la retórica, aun en su versión periodística más simplona, también puede ser un instrumento contra el poder, precisamente por su capacidad de persuasión, sobre todo si no le hace el juego al sistema, si desmitifica con la lógica de lo peor, si neutraliza los cantos de sirena del optimismo establecido, si el etcétera de siempre. Claro, faltaría más. El problema no es que la filosofía del pesimismo se haya convertido en retórica de lo peor, sino que a fuerza de salmodiarla en los media sin ton ni son, como copla de ciego fugada del presente, ha perdido por un lado su vieja carga crítica, y por el otro ha sido asimilada por el adversario sin mayores problemas.

Pero, de acuerdo, la retórica de lo peor, con todo, sirve para fustigar al sistema (permítanme que lo siga diciendo así, en la entrañable jerga). Ahora bien, hasta los del BUP saben que si al principio de la segunda era industrial se manipuló el optimismo, la euforia consumista, para integrar al individuo, y precisamente de ahí surgió la fuerza de la crítica francfortiana, desde hace un par de crisis económicas utilizan el pesimismo como nueva forma de integración. O sea, de disuasión. Qué le vamos a contar al famoso sistema de la retórica de lo peor, si es su truco favorito. Hasta Javier Solana, al que le pagan para que los viernes haga de doctor Pangloss, sale en la televisión con cara de Schopenhauer.

La fuerza crítica del pesimismo, o del pensamiento negativo, estaba en su condición de bien escaso y afinado, cuando era instrumento de alta precisión para un concierto concreto y en unas determinadas condiciones acústicas. Pero es una gaita como retórica estridente y compartida cuyos monótonos sonidos lastimeros no sólo crean consenso a su alrededor, lo cual es sospechoso hasta para los que han dejado de trabajar el método de la sospecha; es que además, o sobre todo, no dejan oír esos ruidos complejos que emite el presente y que con un poco de suerte pueden resultar bastante más catastróficos que esos rancios misereres fabricados en serie.

Uno, como viejo discípulo de Murphy, está a favor de lo peor. Ahora bien, no de cualquier retórica de lo peor. El cuerpo me pide pesimismo, pero un pesimismo relacionado con el mundo de hoy, no de los que ya usaron mis antepasados. Ni siquiera uno de esos pesimismos que tanto quise en mi juventud, aunque luego casi todos se hayan o empeñado en llevarme la contraria a pesar de lo bien formulados que estaban en la teoría, y que más o menos son los mismos que ahora siguen repiqueteando nuestros fanáticos de lo peor. No es eso. Yo simplemente aspiro a un pesimismo actual y con proyección de futuro, dotado de ciertas garantías de verificabilidad. Un pesimismo a costa del cual pueda expresar todas mis críticas y expulsar mis demonios apocalípticos sin temor a meter la pata cada temporada y por medio del cual pueda hacer catastrofismo con la seguridad que da el circular en la buena dirección desastrosa. Estoy harto de decir que esto se acaba, de jurarlo por todo lo jurable, y luego resulta que esto no se acaba. Ésa es mi única crítica a esta retórica de lo peor. Con estos pesimismos de ayer no vamos a ninguna parte los pesimistas de hoy. También urge la reconversión de las viejas factorías críticas de lo peor para que la crítica siga echando humo y no agua de borrajas. Y, en fin, que no es del todo improbable que la pertinaz crisis de esas siglas de la izquierda, cada día más agudizada, no sea más que eso mismo un obsesivo y meritorio empeño por demostrar a toda costa, como único mensaje ideológico, que todo va mal, peor que nunca, que esto es el caos, la catástrofe, pero razonado desde un pesimismo o negativismo equivocado de siglo. Tampoco hay que exagerar: sólo de medio siglo.

Se preguntaba Vattimo hace unos días si es que el intelectual tardomoderno, por viejas inercias, ya no sabe decir sí, especialmente cuando asoma s peludos discursos en los media. Pero no se trata de decir sí. Eso sería una redundancia. Se trata de seguir diciendo no. Pero desde esos nones de Maricastaña. Nones que estén a la altura del presente. Porque también peor evoluciona; si no estaríamos perdidos los pesimistas.

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