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Tribuna:LECTURAS DE AÑO NUEVO
Tribuna
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Ultracongelados

(A Félix Pons, inquilino)En el llano ondeaban pabellones de seda roja y un oficial montado en un caballo nervioso recorría las filas de retaguardia haciendo sonar en el aire el gallardete de su lanza. En algunos sitios la nieve rozaba los ijares del animal.

Tras la tropa del llano, un bosque cerraba con su fronda blanca cualquier esperanza de repliegue.

Sobre la cumbre, los gayos estandartes azules miraban las máculas sanguinolentas del enemigo, sin mayores expectativas de retirada. Tras ellos se abría el vacío y abajo el río congelado crujía.

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El monte dominaba el llano, pero no ofrecía resguardo. Habían llegado allí por una cornisa helada.

El anciano general azul se quitó el guante y pasó la mano por la cota. Su piel se adhirió al acero helado. Sabía que la suerte se dirimía a medio camino, en la hondonada. ¿Cuál era la profundidad de la nieve allí?

Quien llegara antes lo averiguaría primero. Se haría fuerte en el centro y dejaría una formación en cuña.

Finalmente era una batalla más. Dos pequeñas guarniciones enfrentadas, 16 hombres por bando. Un par de oficiales a caballo. Poco más.

"La vida está plagada de pequeñas batallas. Acaso sólo sea una sucesión de escaramuzas por objetivos más grandes que escapan a nuestra mirada", penso el general azul.

Había posado su banqueta sobre una roca sumergida en la nieve. Tenía una certeza: ésta era una batalla contra el tiempo. Apenas sentía los pies. Había cesado de nevar, pero abajo la infantería de ocho trotaba en su sitio para evitar el congelamiento. Horadaban la nieve como si caminaran por un campo de arroz.

Tampoco tenía mucha sensibilidad en las manos.

"Esta escaramuza es distinta, esta vez es contra el tiempo", repensó con una dignidad que le impedía demostrar los estragos del frío. Sabía que era el responsable del triunfo o la derrota. El frío era cada vez más intenso.

PRIMER GOLPE

Delia alcanzó el rellano del cuarto piso por la escalera semiderruida. La agitación se delataba en el aletear delicado de la piel del cuello. Un mechón entrecano le caía sobre la frente, y al final del pasillo su mirada negra enfocó una B ladeada que distinguía a la última puerta.

No sabía nada de Luis Lisandro desde hacía 10 días. Estaba preocupada. Más que nada, porque desde la muerte de Joaquín el viejo era un vínculo con un pasado que se le escapaba a diario entre los dedos.

De algún modo era él quien la retenía en esa ciudad donde los acontecimientos eran cada vez más amenazadores.

De la opresión del botón del timbre no surgió más sonido que un seco tac del resorte al devolver la pieza a su sitio. Le resultaba imposible hacerse a la idea de que un timbre llevara dos años sin finicionar.

La puerta C carraspeó a sus espaldas y un negro retinto quedó senfihundido en el vano. "Al maestro lo vi subir hace un par de días. La luz está cortada desde hace dos años. No se moleste con el timbre", dijo. Volvió a cerrar.

Dos años sin luz. Era eso y no un timbre inservible. Ella sólo había estado allí minutos para llevar algún remedio o dejar y recibir recados. Siempre de día. La luz.

Golpeó la puerta mientras imaginaba un interior mortecino con paredes descascaradas, el salón con algunos muebles, un cuarto de estudio con la mesa y los relojes, el retrato desleído frente a la silla que daba la espalda a la ventana.

Al dormitorio no había entrado jamás, cosa que agradecía. La manía de Luis Lisandro que menos soportaba era la de no usar calcetines.

No se escuchó respuesta notoria a su llamada. Delia creyó escuchar un cauteloso crujir de silla.

"El viejo está, pero no quiere abrir. No, si cualquier día me largo y a la nieta se la mostraré en postales", musitó. Mientras caminaba hacia el rellano sintió pena.

"Finalmente, qué culpa tiene el viejo de que hayan matado a Joaquín", pensé.

Al pisar la acera se le fue el pie. "Lo que faltaba, hielo", exclamó con acritud.

PREPARANDO El ATAQUE

Pidió al oficial que lo ayudara a erguirse. Asido a su brazo caminó tiesamente hacia el flanco izquierdo, alejándose de la cornisa por la que había trepado. Pidió su arco y una flecha con estopa para encenderla.

Cuando sobrepasó al último hombre por la retaguardia se detuvo. Sus manos estaban como muertas. Pidió al oficial que tensara su arco y encendiera la mecha.

Trazó una diagonal imaginaria hasta el centro del terreno que separaba ambos retenes. Calentó brevemente sus manos con la flecha en Hamasn

Abajo, el desplazamiento creó cierta inquietud. Otra vez una banderilla iba y venía detrás de la última hilera de soldados.

La flecha zumbó en el aire para incrustarse siseando en la nieve de la hondonada. Desapareció totalmente. El oficial observaba la estela descrita por el arma. Parábola del viento.

El general había calculado la dirección y fuerza del aire, pero, sobre todo, había determinado que, cuando menos, la nieve llegaría a la rodilla de los soldados.

Quiso disimular el efecto del esfuerzo, pero le temblaban los brazos aunque sus venas hubieran recibido algo de calor.

Regresó a su sitio y se sentó. Los dos oficiales en cuclillas esperaban instrucciones. Sabían que el plan estaba trazado.

El general anciano hablé: "La mítad izquierda de la primera línea se debe desplegar. Tendrán que cubrir con arcos el asalto al centro del campo de batalla. Nuestra fuerza son los arcos, porque la altura favorece nuestro alcance y nos distancia de sus armas. Hay que apuntar alto para debilitar el contraataque. Los arqueros deben avanzar con lentitud para fio perder la fuerza de nuestra altura. Los oficiales de a caballo cuidarán su avance y luego resguardarán los flancos".

SEGUNDO GOLPE

El negro cerró la puerta tras de sí sin voltear la cara mientras sostenía la bufanda por una punta con los dientes.

Decidió ir al bar de la esquina. Necesitaba meterse una copa en el cuerpo. Antes de ir al rellano de la escalera golpeó la puerta del maestro por si acaso. Pero no esperó respuesta. Sabía que cuando el viejo necesitaba algo se hacía sentir.

Al pisar la acera patinó y cayó de culo. Era la primera vez en 38 años que encontraba hielo frente al portal de la casa en la que había nacido.

"Carajo, qué invierno más raro", dijo mientras se estiraba el pantalón.

Al llegar al bar el patrón le dijo: "Negro, estuvo la nuera del viejo preguntando por él. ¿Vos sabés algo?".

El negro dejó escapar un gruñido por única respuesta.

Bebía a sorbos cortitos mientras pensaba en el maestro. Estaría como siempre desde la muerte de su hijo, sentado en la mesa del estudio.

Suele decir: "Estudio, negro. Me lo pienso todo para el año que viene. Este año ya lo perdí".

"Oíme, negro, el viejo tiene una cuenta de comidas aquí que ni te cuento...", dijo el patrón.

El negro lo miró y soltó un "Y a mí qué me decís...".

"No, nada, decía", respondió el otro.

"Si sabés que este año se quedó sin el subsidio del club", insistió el negro.

"Alguna vez tenía que pasar", replicó el del bar.

"Yo creo que se dejó patear", concluyó el negro, que terminó su copa ya molesto y con la certeza de que no podría pedir fiado después de esa conversación de propietario a cliente.

"Qué le vamos a hacer", pensé mientras caminaba hacia la avenida confundiéndose con la noche.

LA LUCHA POR EL CENTRO

Sentado en su banco, el general azul sentía una cierta rigidez en los músculos de la espalda. Por fortuna, no necesitaba girar la cabeza para observar la batalla; no hubiera podido hacerlo. Tenía la nuca endurecida.

Sabía que ahora el desenlace de la batalla dependía de la celeridad de los desplazanúentos y en cierta medida del azar que estaba representado por un hipotético error del adversario.

"¿Por qué una mosca en el aire helado?", se preguntó. Otra dura prueba a su dignidad. No se podía permitir gestos fuera de lugar en una batalla. Espantar moscas. La negrura del insecto restallaba sobre el paisaje invernal.

Había cierta hermosura en la escena. Las insignias azules de sus hombres, manchas furtivas en el movimiento.

"Qué bella que es la seda", pensé.

Cuatro hombres de la primera línea habían quedado desplegados en diagonal, sobre la pendiente, separados 10 pasos uno del otro. Los arcos tensados disparaban sin cesar hacia el cielo y las flechas Bovían entre el enemigo y el centro del campo.

Un maravilloso equilibrio entre la estaticidad de las piernas y el movimiento de los hombros generaba el flujo de la muerte. Que unos mueran para que otros vivan.

Cuatro hombres de la segunda fila se colaron entre los arqueros y avanzaron hacia el centro. La primera línea enemiga formó en cuña y avanzó hacia el medio. Un oficial rojo de a caballo pretendió encabezarlos y fue abatido por una flecha.

"El azar juega por nosotros. Primer error, último error", pensó el general anciano. Sus dos oficia-

les de a caballo cargaron hacia el centro por diagonales opuestas y el ala derecha de la primera fila se desplegó dejando pasar entre sí una segunda bolea humana."En el centro están el triunfo y la derrota", dijo el general azul entre los dientes oprimidos por el trismus. Comenzó a, sentir una agradable modorra provocada por un calor desconocido.

TERCER GOLPE

Delia estaba de espaldas a la puerta del despacho que había golpeado hasta que le abrieron. Frente a ella, don Feliciano y don Samuel, vaso de whisky en mano, la escuchaban con cara de asombro.

"Ustedes son unos crápulas. Primero le quitan el subsidio y después se quedan cruzados de brazos. Se empedan aquí con whisky de contrabando cuando el viejo hace una semana que no pasa por el club... y encima me dicen que son viejos amigos y que no pasa nada".

Visiblemente nerviosa, se estaba quemando los dedos con una colilla sin percibirlo. Feliciano y Samuel tenían la vista fija en su mano derecha. Ella se dio cuenta y afloró el dolor en su conciencia. Se puso a llorar.

La condujeron a un sillón e intentaron tranquilizarla. Primero, Samuel: "El viejo se sabe cuidar, señorita; andará por ahí. Además, el Deportivo Girasol no es una guardería. No somos la Caja de Jubilaciones. Esta temporada se quedó sin subsidio, la próxima puede que no. Son las normas del club".

Feliciano y Delia mantuvieron un diálogo cortante.

"Tómese un whisky. ¿Preguntó en la farmacia?".

"Y con qué iba a pagar las medicinas".

"Con la jubilación, como yo". Delia lo miró con cara de asco. Era muy largo explicar por qué el viejo no tenía jubilación, que tenía que hacer una dieta especial y que, además, Joaquín había muerto por torturas y que ellos eran unos crápulas.

Se quería ir de ahí, y además tenía que pasar a buscar a la nena por la panadería de la Titita.

Abajo estaba ese profesor de gimnasia, buen mozo, "con caca en la cabeza y músculos en los brazos".

Salió a la calle y respiró hondo. La sensación en el pecho no se le iba.

FINAL DE LA BATALLA

Algunos gallardetes rojos eran como brasas evanescentes perdiéndose entre la fronda nevada. Sobre la blancura del campo había manchas de sangre. Un grupo de soldados azules en semicírculo mantenía reducidos a enemigos desarmados, apuntándoles con sus lanzas.

Tres caballos, sostenidos de las bridas por un mismo palafranero, piafaban.

Un oficial dictaba las condiciones a otro.

Había un montón de sables hundidos en la nieve. Estacas inútiles de acero entre las que el viento zumbaba.

Cuatro vencedores arrastraban cuerpos por los pies para dejarlos sobre el límite del campo de batalla.

Pocos supervivientes, algunos huidos y muchos muertos.

Había sido como lo pensó el viejo general, un despliegue rápido, un enfrentamiento breve tras el control del centro y el azar del lado de los azules.

En realidad, las tareas del triunfo terminarían por demandar más tiempo que la batalla en sí.

El oficial más joven miraba al cielo temiendo una oscuridad prematura. Se preguntó si alguna vez él podría diseñar una estrategia para que otros cumplieran con tanta precisión como el señor que los contemplaba desde el risco. Claramente se le escapaba la dimensión del encuentro. Era demasiado joven.

Quiso estar cerca del general, rendirle su tributo. Montó un caballo y escaló la cuesta.

El general estaba rígico, parecía de madera. "Tanta dignidad para nada", pensó el joven oficial. Con gran esfuerzo lo montó sobre la silla y lo sostuvo como pudo en el descenso. Un caballo vivo transportaba un general tallado en madera por un campo nevado con rastros de sangre.

CUARTO GOLPE

Estaban los cuatro frente a la puerta B del cuarto piso. El negro, Delia, Samuel y Quique Hílera con el saxo escarchado colgado en bandolera. Quique había subido por su cuenta para traer un mensaje del farmacéutico: que el maestro tenía los remedios preparados desde hacía dos días, y que se dejara de joder con pedidos si no los pasaba a recoger. "Y rima", añadió Quique, visiblemente borracho.

Delia golpeó la puerta cuatro veces. "El destino", dijo Quique, que no podía estarse quieto ni callado.

El negro perdió la paciencia y forzó la puerta con un golpe violento del hombro. Demasiado violento para esa puerta.

Lo ayudaron a levantarse y él le estiró los pantalones. Dijo: "Carajo".

Al final del pasillo estaba la puerta del estudio entornada y por el resquicio escapaba un suave brillo de farol de gas.

Delia empujó la puerta. Había temido tener que entrar al dormitorio, por fortuna cerrado. El viejo maestro estaba caído sobre el tablero con un puñado de piezas negras en la mano izquierda. Algunos peones y tres caballos respiraban en el centro del tablero. El rey negro estaba oprimido por su cara.

"Hace un frío de muerte", dijo Quique, que no podía estarse quieto ni callado.

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