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La memoria que oscurece la utopía

La fragmentación y dispersión que experimentaba la ciudad europea hace 20 años, con el deseo de recuperar cierta calidad ambiental, era sin duda un discurso necesario. Este anhelo, vinculado a los colectivos urbanos de la Europa tecnificada, ha sido trastocado en una "ideología de la recuperación de lo construido" y en un estatuto normativo hacia la conservación de lo existente, en el deseo, por otra parte laudatorio, de recuperar parte de las escorias urbanas diseminadas por la revolución industrial y reconstruir una ciudad ideal histórica en el principio de los tiempos informatizados. Pretensión evidentemente imaginaria, pues la verdadera ideología que diseña el espacio de la ciudad contemporánea reside en unos principios de naturaleza económico-técnica, indiferente a cualquier postulado de respeto sobre la historia. Fue a partir de la década de los setenta y después de la frustración que sufrió el proyecto total, para el cambio hacia una nueva sociedad (París, 1968), cuando los diseñadores del espacio de la ciudad se recluyeron en los sótanos de ese museo catacumba que recorre una buena parte de la Europa industrializada, tratando de tranquilizar las conciencias mediante gratuitos relicarios de estuco y maquillados escenarios, que fingen recuperar la memoria de la historia. Ambiguo mensaje para ser aceptado en su totalidad por esta sociedad a la que se otorgan tan generosas dádivas, entumecida como tiene la memoria en sus hábitos personales y próxima a la enajenación en sus relaciones públicas, soportando el habitar más allá del lugar y del momento junto a los arrabales de la no ciudad.En los confortables reductos de este museo imaginario, donde sus grandes arcos soportan vanales teorías, no cabe inquirir por la utopía, porque el no lugar ya está construido junto a las ruinas de la matrópoli, planificado como un gran túmulo de relatividades restringidas. Recuperar, restaurar, reconstruir, revitalizar, a veces restituir, son las voces que anestesian los esfuerzos de la mejor arquitectura para con la ciudad de los arquitectos orgánicos, la poética del muro expresionista, los postulados de la estética racional o el control de los excesos creativos ante una naturaleza arbitrariamente esquilmada, Habermas lo había intuido hace algun tiempo: "Cuando los oasis utópicos se secan, se difunde un desierto de trivilidad y descontento". No debe extrañar, por tanto, la serie de escuelas surgidas alrededor de la nostalgia de la arquitectura del pasado, aceptando que la única esperanza reside en la restitución de los modelos de la historia. El construir como proceso tecnológico sigue siendo una acción prosaica; la arquitectura, desde el lirismo que infánde la nostalgia, circunvala por el contrario la fruición poética; por eso no resulta ajeno que muchos proyectos de los arquitectos reproduzcan hoy tanta alegoría en sus formas; la alegoría es la manera más común de leer el mundo en el entorno de la melancolía, fue en su tiempo el método que caracterizó el drama barroco y, al parecer, el único placer que se le permite al melancólico.

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Esta actitud hacia las frágiles arquitecturas de la nostalgia, arropada por los medios de difusión técnica especializada, es incapaz de controlar las jerarquías de las necesidades crecientes de la sociedad, incidiendo con increíble perversión y a veces con dolorosas consecuencias sobre el desarrollo de la heterogénea estructura urbana, camufiándose, eso sí, con el subterfugio de la recuperación. Fabuladores de la noche de los tiempos, gentes sin criterio y sin cultura, aventureros de lo inmediato, acuden sin escrúpulos a falsificar el espacio y a ser posible el tiempo. Melancólicos y oportunistas contribuyen a consolidar esta ideología restauradora. A mutilar la historia, menester éste que siempre estuvo adscrito a los que detentan el poder totalitario (de Hitler a Jomeini, de los foros mussolinianos a los reductos penitenciarios de Pinochet).

Las arquitecturas apócrifas. de nuestro tiempo generan con inusitada rapidez postulados permisivos también apócrifos, que carecen de estructura moral y no se configuran bajo ninguna formalidad ética, su labilidad conceptual les permite aceptar cualquier propuesta arquitectónica con tal de que en sus formas se manifieste la diferencia, amenicen el acontecimiento y permitan inaugurar el simulacro; cuanto más deteriorado es el espacio ambiental que construimos en nuestras sociedades abiertas, más fácil resulta generar los sistemas apropiados para su integración. Esto explicaría, en parte, que un proceso que aparece como freno a la destrucción restauradora se transforme en ideología productiva, subordinando necesidades sociales y funciones públicas, sentando a la misma mesa al inversor urbano y al gestor político. Una sutil conciencia neoconservadora amanece sobre los espacios abandonados de la historia, con la evidencia clara de apartar el proyecto utópico y devolver el presente a los resecos itinerarios de la memoria, simular el hoy con los reductos del ayer, una memoria que oscurece la utopía.

Acción nociva

Desde los supuestos de esta ideología restauradora, el espacio no se puede recuperar como lugar, y la utopía queda agostada por el pesimismo que encierra el malestar de nuestra cultura; la nociva acción de esta ideología es consecuencia de un síntoma más profundo, el que experimenta la conciencia moderna al no poder acomodar la transmutación del tiempo al entorno donde habita el hombre. Esta alteración en el concepto del tiempo fundamenta en la sociedad pragmática en que vivimos la necesidad del simulacro, simulación que se manifiesta en cualquier acontecimiento de lo público. Los obstáculos hacia el proyecto innovador en el espacio de la ciudad reside en los presupuestos de la ideología productiva que sustenta el diseño de estos lugares y cuya naturaleza se rige por una triple alianza: el pensamiento neoconservador de las burocracias políticas, el espacio económico-técnico de sus tecnologías abiertas y los aún eficientes reductos de la cultura pequeñoburguesa.

Innovar los nuevos espacios para la utopía, como restaurar los lugares que amparaba el proyecto del pensamiento histórico, se presenta en la actualidad como una actividad de claros perfiles ambiguos, correlato evidente sin duda, porque la ambigüedad, como apuntaba Benjamin, desplaza la autenticidad en todas partes.

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