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Tribuna:LECTURAS DE AÑO NUEVO
Tribuna
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La aventura imaginaria de Eliseo Valduerna

Luis Mateo Díez (Villablino, León, 1942) es novelista y ha ganado en el presente año el Premio Nacional de Literatura con La fuente de la edad. Con el relato que hoy se publica, Mateo Díez viaja a su primera juventud y al recuerdo de un tipo particular de aventurero: Eliseo Valduerna, con el que el protagonista mantiene una relación tan nostálgica como con su vida.

Hay amistades que se fraguan -irremediables e inalteradas- en aquello que se llamaba el aprendizaje de la vida. Otras vienen -uno habla por sí mismo, porque de más allá poco sabe- del limbo siempre secuestrado de la infancia y amarillean hasta diluirse con el nostálgico acorde de lo que ya no se recuerda si se vivió o se soñó. Las más cercanas, las surgidas en este tiempo en que la barba encanece y las noches jamás llegan adonde se quisiera, ya ni son irremediables ni inalteradas, aunque pueden resultar beneficiosas, porque sigue sin haber nada más benigno que un amigo en este mundo lleno de maldades.En aquellos trances del aprendizaje de la vida -primera juventud inexorablemente retardada por una adolescencia de la que no había modo de librarse, años provinciales nada gloriosos, muy desbaratados, y de más gabardinas y colillas que corbatas y biseles- fragüé yo la irremediable amistad con El¡seo Valduerna, que acababa de colgar la apenas juvenil sotana de seminarista precipitado, y se posaba en el mundo -como él solía decir- dispuesto a reparar el daño de los florilegios, los cilicios y la sopa juliana.

En esas amistades siempre involucra uno algo más que el denuedo o la reserva de las cosas compartidas, algo más que la mutua soledad solventada en tantos tedios otoñales, bastante más que el secreto ocasional de un amor disparatado, o de un ridículo poema en el que los adjetivos salpican los versos como lamparones. En esas amistades la complicidad establece algo parecido a un espejo donde se duplican y compaginan las precariedades y las obsesiones de los interfectos, confabuladas como frías imágenes en la superficie del cristal. Eliseo tenía cierta fascinación de abanderado, y uno le iba a la zaga, sumido en el doble juego del cómplice que cede y requiere, que se deja llevar y, a la vez, orienta y percibe los caminos y las vicisitudes. En esas amistades casi siempre hay un teórico, alguien que en ese trance del aprendizaje -cuando la vida deja de ser opaca para hacerse confusa- es capaz de enhebrar alguna personal doctrina donde asirse, una balsa en la que navegar, al menos, el tiempo justo que precede al naufragio.

Y Eliseo Valduerna contaba con un don propicio para embaucar a sus amigos en esa navegación, para adobar la aventura de aquellos días esparcidos en la niebla de la inopia, inmóviles en el sopor de la ciudad maltrecha. Su labia vibraba fecunda, más allá del mismísimo venero de la inteligencia, apenas con el modesto engrase de dos copas de anís.

Con la teórica de Eliseo -en seguida liberada de algunos resabios de las escuetas humanidades del seminarista- fue uno administrándose ese barniz de somera ilustración, que nos proporcionaba ciertas convicciones para que aquella vida desabrigada y disoluta que llevábamos se viese convenientemente rebozada con lo que acabó siendo algo parecido a un ejercicio de pensamiento y ruina, sustentado casi en exclusiva por el placer de las palabras.

Ese placer anisado y locuaz que se expandía por los antros sumergidos, por las costanillas peripatéticas, bajo la luna tísica o entre el relente asesino, hasta que el túnel de la noche nos depositaba impenitente en la madrugada, llena de carbonillas, al pie del mostrador de la cantina de la estación de vía estrecha. Era el último y definitivo reducto, y allí la doctrina se mezclaba ya en su incoherencia y desamparo final. con el serrín mojado del suelo y el hedor soñoliento de un quinto de regulares al que casi siempre le habían robado el macuto.

LUCUBRACIÓN PALMARIA

No hay otra vida -decía Eliseo- que la que deriva de la lucubración palmaria. La de la rutina, que es la de la realidad, por vida no hay que tomarla, pues ese angosto vertedero queda para los anodinos y los interesados, para los del rendimiento y la inconsciencia, para los amos y los esclavos, que cumplen el mismo destino con distinta suerte, unos amartillando la inocencia y otros padeciéndola. Ésa es la vida que no es vida. Por la que otros bregamos es por la que sólo se alcanza a cada instante inventándola, la que ni tiene criterios ni valores ni mercancías, la única que pudiera sumirse, al final del mismo reguero, en la imaginación o el sueño. De la palabra, que es corta herramienta pero suficiente, hay que servirse para edificarla, los que de otros dones no estamos dotados. Y considerad que una noche de éstas, equilibradamente libertaria y beoda, que es como nos gustan, promueve la vida donde ningún fantasma de la realidad puede cobrárnosla: para anegarla y pisarla con este olvido y este aborrecimiento que nos va liberando, ahora en la imaginación, luego en el sueño. Éste y no otro es el inicio de la aventura imaginaria -certificaba Eliseo, siempre al borde de la tercera copa, que era la que marcaba su tránsito a la sublimación-. La única aventura que nos permite vivir más allá de lo debido.

Negándose, así, a la vida precaria y mendaz -como él decía-, donde las cosas rutinarias instauran los símbolos de la claudicación, se podía ir entablando la personal reyerta con el mundo invasor lleno de agrimensores, en el que la realidad no es otra cosa que el vacío que deja la imaginación secuestrada, la degradada contrapartida de la fantasía, el rebufo macilento del sueño abismal, donde uno navega entregado al improbable destino de las sombras mecedoras.

Superrealidad y extorsión -pedía Eliseo, aporreando el mostrador con la copa concluida, cuando alguno de los poetas vecinales, muy dados todos ellos al fragor social y a la mostacilla, terciaba en su discurso, afeándole la disipación y la bagatela de su arrebato teórico-. Menos pasquín monorrimo y más ensoñación lírica -pedía Valduerna, excitado-. El verso o raja la totalidad de la existencia o yugula el inconsciente o es una huella cretina de la realidaé, apacentada. Aquí, o echamos todos un cuarto a espadas a favor de la lucubración y la aventura, con el único afán de en ella trastornarnos para reverdecer incólumes más allá de la vida, o le entregamos ya mismo, al poncio de turno, los arreos para que nos sujete. No hay rito intermedio que no sea complaciente. Nada se puede palpar en la realidad que no conduzca a perpetuarla. Qué mal se avienen, amigos míos, la lírica y la celda, si por lírica entendemos, como yo así pienso que debe ser, toda originaria explosión onírica y visceral, y por celda, el entorno constreñido de las más triviales pasiones, ese cuarto de estar de la existencia anodina. Me temo que lo que a vosotros os pierde es el vicio exclusivo de la mostacilla.

Lo malo de algunas amistades -tal vez por inalteradas e irremediables- es que se te cuelgan también más allá de lo debido, sobre todo cuando uno va de liado sempiterno, atado a la cola de cualquier cometa. La de Eliseo me duró a mí más que a nadie y llegó a crearme hasta algunas complicaciones de las que jamás trascienden el secreto del sumario. Como era de esperar -habida cuenta de su cada día más despendolada iluminación quimérica- perdió Eliseo el tren de la vida -cuando el que más y el que menos ya lo había cogido-, y lo perdió, obviamente, a base de quedar quieto en el apeadero, maldiciendo a los que lo tomábamos. Y -como el misionero por las sendas ignotas del extremo poblado, donde todavía puede pensarse que queda alguien por bautizar- se fue perdiendo, lejano, inasequible, solitario, muchísimo más allá del último antro sumergido, en madrugadas para, las que ya no existe estación de vía estrecha.

Con la primera juventud -aquella del dichoso aprendizaje de la vida- nos había sucedido casi lo mismo que con la adollescencia: no había modo razonable de quitárnosla de encima en un tiempo decente. Tal vez por eso a Eliseo -vigía y abanderado en esos años nocturnos y peregrinos- le reservamos luego un recuerdo esquivo, molesto, como proporcionado a la resaca de una memoria ingrata.

Yo siempre he tenido clara conciencia de que Eliseo es el único aventurero que conocí. Todos los otros pertenecen a la ficción.

Cuando, meses atrás, Orencio Valduerna me comunicaba -en un encuentro casual- que Eliseo había fallecido hace dos años, y que su final era el resultado exacto de una larga destrucción, en la que el abandono y la denegación de auxilio parten de uno mismo, como si nada hubiese para justificar el recurso a la vida que se aborrece, ya que la otra -la que él quería, con la que soñaba, la imposible- es una llama de la que nadie ajeno sabe nada, recordé nuestra última conversación, unas Navidades de hace no menos de seis años.

Eliseo había complicado mucho el vicio del anís con algunas combinaciones aciagas. Hubo un momento en el que rememoramos aquellos días teóricos, y pude entrever el poso melancólico y amargo de su sonrisa fugitiva.

-No hay más noble aventura -dijo como ausente- que la que al fin se revela inútil.

Luego intentó darme una palinada y me requirió con cierta urgencia, como si presintiese que deseaba irme: -¿Es que no te vas a tomar la última copa con lo que queda de Eliseo Valduerna?

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