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Réquiem por el cine y la ciudad

Una exposición recorre en París las ciudades contemporáneas a través de la imaginación cinematográfica

Lluís Bassets

El espectador pisa unos pasillos enmoquetados que podrían pertenecer a cualquier gran sala de cine, recibe unos auriculares en los que no se percibe ni un zumbido y penetra ya en la exposición, que se abre con una gran pantalla donde se proyectan unas cortas secuencias de, El hombre de la cámara, de Dziga Vertov, y de Metrópolis, de Fritz Lang. En un gesto de reverencia y fascinación avanza hacia la pantalla, que obliga a forzar el gesto del cuello hacia lo alto, y percibe que la tela blanca es una enorme cortina. Como Alicia en la historia de Lewis Carroll o como Mia Farrow en La rosa púrpura de El Cairo, de Woody Allen, el espectador penetra en la pantalla. O, mejor, salta al otro lado. Justo después de la cortina, el espectador cree caer y hundirse marcado en un abismo de música, luces y color. La sala donde se proyecta una selección de cine musical tiene espejo como suelo y como paredes, y en el techo pen den las guirnaldas de las luces de cabaré.

Así empieza Cités-Cinés, una original exposición sobre las relaciones entre el cinematógrafo y la ciudad, que permanecerá abierta en la Grand Halle de La Villette de París durante los meses de diciembre, enero y febrero. En 8.000 metros cuadrados, organizados en 17 espacios escenográficos, los más de 300.000 espectadores previstos pueden ver exactamente cuatro horas y media de cine, ya sea en proyecciones de 33 milímetros sobre grandes pantallas situadas en auténticos escenarios cinematográficos, ya sea en videos sinfín en monitores de televisión, también incorporados en muchos casos en una escenografía extraída, directamente de la iconografía del cine.Los cascos que debe colocarse el visitante le permiten pillar el hilo de Ariadna que le orientará por el laberinto, casi siempre en penumbras, de la exposición. Un sistema de transmisión sonora por infrarrojos permite captar en cada espacio y ante cada uno de los monitores únicamente la banda de sonido de la película que se está contemplando.

Los techos de París

Después de la caída en la maravilla multicolor del musical, compuesto por dos minutos y medio en los que están Cantando bajo la lluvia (Stanley Donen y Gene Kelly), La ciudad de las mujeres (Federico Fellini) y Las señoritas de Rochefort (Jacques Demy), se llega directamente al espacio titulado Sobre los techos de París, inspirado en la película del. mismo nombre de René Clair.

Los espectadores se sientan, naturalmente, sobre un techo de París, con sus dos buhardillas, y desde allí contemplan durante 25 minutos el París de François Truffaut, Marcel Carné, Jean-Luc Godard, Jean Renoir, Louis Malle o Ernst Lubistch.

En Fuego sobre la ciudad, el escenario es el muro de Berlín y una plataforma desde donde se observa el horror de la guerra urbana, desde Charlot soldado de Charles Chaplin hasta El retorno del Jedi de Richard Marquand. El Café Lumiére, donde se puede comer y beber, y su oscura y humeante sala de billares, explican el lugar de los bares en la vida de celuloide, con especial atención a los primeros años de la industria cinematográfica. La riña, con mujer interpuesta casi siempre, es el tema de uno de los dos montajes.

Luego, en un nuevo bucle, se entra en una extraña, sala de cine, bajo el título de La cittá. Las hileras de butacas tapizadas con el negro terciopelo rojo de los viejos locales se hallan instaladas en un fenomenal trastero de accesorios escenográficos extraídos de la única cittá cinematográfica, Cinecittá. La ilusión y la celebración de la ilusión y de sus instrumentos de cartón-piedra son una misma cosa. O, en titulares de un periódico parisiense: "Lo único verdadero es lo falso". En la pantalla, los italianos: Ros¡, De Sica, Seola, Visconti y Fellini, el auténtico señor de los artilugios de la escenografía de La Cittá.

Justo al lado, el subsuelo. Los espectadores se sientan en el suelo ante un charco de agua donde van a morir las vías del metro. La proyección se desarrolla en el interior de un túnel montado por la compañía del Metro de París, donde no falta nada: señalizaciones, balizas, traviesas y el charco inquietante donde se reflejan las imágenes de la pantalla, todas de escenas de metro. Más adelante, la periferia desangelada y rota de la ciudad donde se proyecta un montaje de La ley de la calle (Francis Ford Coppola), Dode's Kaden (Akira Kurosawa) y Serie negra (Alain Corneau). En la puerta de enfrente, Interiores exteriores noches es el título para los espacios de una comisaria, una celda carcelaria, el dormitorio de una prostituta y la garita de la portera, donde hay que ver el televisor asomándose por la puerta entornada.

Escenografía austera

Siguen luego un espacio donde el cine se convierte en publicidad y la escenografía austera por excelencia: un tatami y el desnudo total en las paredes de tejido blanco para un mundo casi aparte, en homenaje al cinejaponés: Yanagimachi, Susumi Hani, Inoshiro Honda, Akira Kurosawa, Oshima y Teshigahara.

Sólo salir del Japón, se entra en el aparcamiento lleno de coches para romper y en la oficina de la gasolinera. Estamos ya en las puertas de Nueva York, donde la fuerza sugestiva de los montajes permite incluso la máxima austeridad. Un juke-box, una ventana de guillotina con repisa de madera, una pedazo de muro, nos sugieren más que una secuencia completa.

Ahí es donde el espectador empieza a percibir que la exposición no versa sobre el cine y sus ciudades sino sobre la ciudad que ha construido cine, que son todas las ciudades y ninguna, porque es la ciudad imaginaria que llevamos en la cabeza y que se proyecta sobre nuestra experiencia urbana y sobre los propios comportamientos urbanos.

En el centro del múltiple neoyorquino, un bar American Foods and Drinks with Musics ans Sounds, donde comer el bocadillo de salchicha con coca cola, y en un lateral, junto a la verja de West-Side Story, la proyección del homenaje a la ciudad por excelencia, a Nueva York, que termina con el inevitable Manhattan de Allen.

Hasta ahí, todo está teñido de melancolía y cubierto por la pátina, la película, del tiempo. Incluso lo más reciente es ya pasado.

En el último espacio, La ciudad imaginaria, el único sentimiento es el rigor ritual. Sentado en unos butacones cubiertos con paños negros el espectador atisba el futuro de la ciudad, desde El hombre de la cámara y Metrópolis hasta Blade Runner (Ridley Scott) y Koyaanisqatsi (Godfrey Regio).

La película que parece cu -

Réquiem por el cine y la ciudad

brir los objetos de esta sala es acharolada y lo que parece celebrarse, en un homenaje a las visiones futuristas, es la muerte, del cine y de la ciudad de este cine y de esta ciudad, que no son ya los de ahora nacidos en los mismos tiempos y fundidos uno en otro hasta convertirse en indisociables. La ciudad se desvanece en los suburbios y en las conglomeraciones urbanas y el cine en la televisión.Los lugares comunes, los tópicos repetidos una y otra vez en la historia del cine terminan pues en el color fúnebre de la desilusión. En buena correspondencia, en el catálogo, buena parte de los artículos empiezan evocando una infancia, una vida de barrio y un cine. Lo único verdadero es lo falso y ya nada será como antes. Esta, exposición lo celebra y procura con ello un placer indecible a los espectadores, convertidos en actores de un teatro del Barroco, nuestra época, donde el viaje por las tramoyas alimenta la desilusión y una dulce melancolía.

El torbellino de la televisión

Cités-cinés no es exactamente una exposición sobre cinematografía. En muchos aspectos está más cerca de Dineylandia y de los museos cinematográficos de Hollywood que de los cánones de las exposiciones al uso. Pero de hecho, es un montaje escenográfico, en el que se han utilizado las técnicas y los recursos del cine para explicar una historia y unos personajes. De la multitud que hormiguea en la ciudad surgen una infinidad de rostros conocidos: los amores, los héroes o los enemigos en el mundo bien real de los habitantes de las ciudades. Pero también están los otros rostros, los anónimos, que son también. asiduos ocupantes de las salas de cine. El protagonista de esta historia es el espectador.La historia es sencilla y compleja como la vida misma, enmarañada como las vidas que se cruzan y entretejen en la ciudad. Son todas las historias y es una sola. Nadie tiene la sensación de hallar, en esta exposición, un collage inconexo de secuencias antológicas de la historia del cine, sino la visión recursiva de los temas y de los lugares comunes que componen una única historia, la de la ciudad y de su espejo y molde, que es el cine. La técnica utilizada. para el montaje es propiamente cinematográfica. Sugiere más la visión de los trailers en la sala oscura del cine, que la sintaxis de los video-clips. Se quiere celebrar el cine desde el cine, no desde la televisión.

Pero aunque es innegable el aire de celebración nostálgica, la televisión está ahí, como instrumento ¿le la melancolía cinéfila y sobre todo cinéfaga, en los 44 monitores donde pasan simultáneamente pequeños fragmentos. Nos recuerdan que en Francia, la llegada de las televisiones privadas, y sobre todo de la cadena de peaje Canal Plus, dedicada especialmente al cine, ha producido un despegue brutal de la oferta de celuloide a través de televisión. De una oferta de 500 películas antes de las privadas se ha pasado a 3.500. Simultáneamente, en 1987 se habrá producido la mayor caída de la historia en el número de los espectadores en salas de cine. El número de películas francesas producidas ha pasado también de 160 en 1984 a 120 y, lo que es más grave, se ha invertido el peso del cine norteamericano respecto al francés. Por primera vez el cine francés es minoritario en número de espectadores respecto a su rival eterno de la otra orilla atlántica.

Cités-Cinés no explica nada de todos estos problemas, pero parece el réquiem solemne y magnífico que Francia entona por la muerte de las viejas salas de cine. En aquel cine Francia ocupó un lugar privilegiado y los escenarios de la ciudad de París fueron una de sus altas referencia icónicas. Ahora Francia entra, con retraso, en la crisis de consumo cinematográfico que afecta a toda Europa. Y lo hace con delectación y pompa, gracias a esta exposición, magnífico oficio de difuntos destinado a seguir despertando la pasión por el celuloide aunque sea a través de la infame y necesaria pequeña pantalla catódica.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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