Esperando a Lidia
Antonio Colinas (León, 1946) ha escrito novelas y libros de poemas. Con estos últimos ganó el Premio Nacional de la Crítica en 1975 y el Premio Nacional de Literatura en 1082. Esperando a Lidia es un relato sobre el encuentro de un hombre y de una mujer después de años de distancia y olvido mutuo. La atmósfera que envuelve el relato está llena de referencias culturales y poéticas.
Aunque creo haber escrito ya sobre Lidia en otra ocasión, volveré a recordar que fue la. amiga de mi infancia, la niña amiga de mis días en Petavonium, el amor primero, la amistad que, deseando convertirse en amor, nunca llega a serlo. Lidia está unida a mis sueños, a mis vivencias originarias; es como la esencia de aquellos días que ya no volverán. Pienso en Lidia y, repentinamente, siento el aroma de la jara y de la encina ardida, me hiere el frescor amargo de las oscuras bodegas.Vuelvo a pensar en Lidia y los sueños de la infancia se multiplican como en su día se multiplicaron en las laderas el Petavonium, en los muros y bancales sembrados de rotas vasijas y de tejas romanas. Mi infancia en Petavonium fue, en definitiva, la infancia junto a Lidia. Por eso siempre tuve por algo natural el no volverla a ver, el haberla perdido para siempre, come, perdí mi infancia entre aquellas ruinas y despoblados cercados por trigales y colmenas. Sí, Lidia era la infancia, pero la infancia ya había pasado. Por eso dificilmente podía interesarme hoy su vida. Su cuerpo frágil había sido un sueño, y los sueños -sobre todo los pasados- nunca se tornan en realidad.
Pero el destino traza subterraneamente signos que los seres humanos difícilmente podemos controlar. Por eso, si os digo que Lidia ha vuelto a aparecer 30 años después de mi infancia, 30 años después de Petavonium, de aquel mágico tiempo de cigüeñas y de lechuzas, me diréis que merece la pena volver a hablar de ella, a escribir sobre ella. Nos criamos sobre los herbazales y las ruinas de los viejos castros prerromanos y romanos, por eso no resulta raro -hasta cierto punto- que la historia haya quedado como sembrada en nuestras entrañas, que hoy, sin nada saber uno del otro, hayamos acabado siendo deis personas interesadas por el pasado, dos profesores de historia antigua. Murieron nuestros abuelos, partieron nuestros padres hacia grandes ciudades, se cortaron las amistades y fue natural la separación, el que uno no haya vuelto a saber nada del otro.
Sin embargo, hace unos meses surgió inesperadamente el encuentro. Asistíamos ambos en una vieja ciudad universitaria a un congreso sobre el bimilenario de una de esas ciudades blindadas por el imperio romano en nuestras tierras altas. La arqueología de los saqueadores nocturnos y las legendarias historias que nos contaban nuestros abuelos al calor de la lumbre ya nada tenían que ver con esa práctica monótona y dura que supone la enseñanza universitaria, con el asfixiante esfuerzo de acumular bibliografías y deshacer errores en colegas y alumnos. Pero lo importante no es que Lidia y yo seamos hoy profesores universitarios- en ciudades lejanas. (Yo enseño en una pequeña universidad de provincias, en el norte. Lidia -más valiosa y afortunada, prolongando la estancia que le proporcionó una beca- es profesora en una universidad norteamericana.) No, lo importante no es esto, sino nuestro inesperado encuentro. Es como si por túneles oscuros, sonámbulos, hubiéramos acudido a la llamada del tiempo perdido, a la cita de un congreso en una vieja ciudad universitaria. No sé hasta qué extremo nuestras vidas se han fatigado o vulgarizado con los años, pero la raíz de los sueños -el temario de un congreso de historia antigua- nos ha reunido una vez más.
Tan lejos hemos estado uno del otro, tan fuerte ha sido el poder del olvido, que no reparamos en nuestros nombres al leer la lista de los congresistas que asistieron. Los nombres de Lidia y Arturo no bastaban para avivar el recuerdo, para despertar los días de la infancia. Así que nada sospechamos en los momentos previos al congreso, nada sabíamos uno de cuanto al otro le había sucedido a lo largo de los últimos 30 años. El sueño de la infancia, la niña amiga, el amor primero estaban como comprimidos fuertemente en lo más profundo de nuestro ser, en la infancia muerta y sepultada.
Pero, ¿puede sepultarse una infancia como la nuestra? ¿Pueden sepultarselos aromas, el rumor de los manantiales, los trinos en los álamos, el sol grande y amarillo de la era? Había sido esta infancia aplastada (o reprimida) por el paso de los años y la laboriosidad inútil la que no permitió, en un primer momento, que nos reconociéramos. ¿No nos reconocimos verdaderamente? Creo que desde la primera sesión del congreso, desde el acto de apertura, más allá de la grandilocuencia de los discursos inaugurales y de la envarada asistencia de las autoridades locales, la presencia de uno se hizo evidente para la presencia del otro. Mas, ¿a qué se debía esa identificación? ¿No nos habríamos visto antes en algún otro congreso? Sí, quizá esto fuera lo más probable.IDENTIDAD DEL ROSTROHice un supremo esfuerzo, durante la primera de las sesiones de trabajo, para identificar aquel rostro, para saber de qué lugar o de qué tiempo provenía aquel rostro algo pálido y fino, el cuerpo sano, pero como teñido de una frágil, notable espiritualidad; la inocencia imborrable, en definitiva, que yo tanto había amado -sin saber que amaba- en los días de la infancia. Nada nos dijimos, porque la edad y las formalidades profesionales nos impulsaban a mantenernos fríos, a guardar las maneras. Así que al día siguiente, durante la segunda de las sesiones de trabajo, sentados a prudente distancia, uno frente a otro, continuamos nuestro reconocimiento, la profundización en el pasado. Era como ir apartando sombras, como ir eliminando años con sigilo, como ir recuperando inocencia y perdiendo vana formación. Nos contemplábamos haciendo todo lo posible para que nuestras miradas no se cruzaran, y el tiempo, el pasado, las ruinas y los sueños rotos de Petavonium hervían como un horno en nuestros pechos. Mucho hemos debido de cambiar para que este reconocimiento fuera tan dificultoso, tan lento, tan -¡cómo no decirlo!- delicioso. Sonaban inútiles a nuestro alrededor las voces de los congresistas, mientras nuestras miradas -falsamente extraviadas en el techo renacentista de la sala- se poblaban de gorriones y de abubillas, se embriagaban con el áspero perfume de los rebaños al atardecer, con el griterío de los baños entre los juncos de las lagunas. Era como irse desnudando de todos los ropajes inútiles que habíamos ido colgando de nuestras vidas a lo largo de los últimos 30 años. Luego hubo un momento en el que pareció hacerse la luz dentro de nosotros y nos reconocimos. Pero era mucho el tiempo que había pasado y no creíamos (o no podíamos creer) que nuestras dos personas, escuchando falsamente concentradas en aquella sala universitaria, fueran los niños amigos de un tiempo. Tuve la confirmación de que aquella mujer que estaba sentada frente a mí era la niña de mis días en Petavonium echando al fin una ojeada al programa del congreso, descubriendo entre la amplia lista de los participantes un nombre que, de repente, me devolvió el pasado y su verdad: Lidia Ferrán.
¿Y qué señal descubrió ella en mi rostro, no menos transformado? Llevo últimamente una cerrada barba y una más que incipiente calvicie que en modo alguno favorecen el reconocimiento del niño de ocho o nueve años que ella conoció. Pero algo debió de ver ella, por medio de las sucesivas y disimuladas miradas, que le dio la clave del pasado, que le devolvió, también de golpe, el mundo de los sueños machacados, el extraviado perfume de la infancia. Comprobé la lista de congresistas, pero ella ya había mostrado para entonces una medio sonrisa que deshizo todo posible distanciamiento.
Aquella mesa redonda -lo recuerdo muy bien y lo recordaré siempre, trataba sobre las Explotaciones auríferas romanas del noroeste y la coordinaba un especialista inglés en el tema- se prolongó excesivamente. Pero seguimos siendo esclavos de la edad, de nuestro trabajo, de los formalismos, así que ninguno de los dos dio el primer paso hacia el otro. Los profesores que éramos seguían reprimiendo la infancia, sepultando los sueños perdidos, ahogando los niños que fuimos. Se discutían apasionadamente en aquellos momentos, en la sala, las cifras del oro que el imperio se había llevado a Roma y nosotros seguimos atendiendo -sin atender- a nuestro deber, hasta que la sesión terminó.
Luego todo fue demasiado fácil: el ir con naturalidad uno hacia el otro, el reconocernos de verdad, las mutuas muestras de admiración y de incredulidad. No hubo exagerados gestos, pero nuestros ojos ardieron con un fuego extraño -aquellos ojos serenos de Lidia que pronto tanto habrían de transformarse-, con la luz de quien recupera el manantial de los mejores sueños.
Era invierno. Terminó el congreso y de nuestro encuentro surgió una decisión delicada y atrevida: la de citarnos el próximo verano en Petavonium, en el solar de nuestra infancia perdida. Lidia debía volver a América, pero, a pesar de que en el valle ya no quedaba ni rastro de su familia, se aventuró a dar aquel paso que, entre los dos, casi sin quererlo, sugerimos. Mis padres habían vendido las tierras y vifiedos de mis abuelos y hacía muchos años que yo no pisaba por el lugar. Sólo el viejo caserón familiar mordido por las lluvias y el abandonado huerto eran el único hilo que me unía al pasado. Aquel deseo de citarnos en la tierra de nuestros veranos infantiles era absurda -como absurdo era el no querer profundizar en el conocimiento de nuestras vidas actuales-, pero la idea maduró entre bromas y veras. Terminó el congreso, cada uno partimos hacia nuestras respectivas ciudades, pero la cita extravagante y maravillosa de recuperar el tiempo perdido, la infancia perdida, quedó establecida. No teníamos razones de peso para volver al lugar de nuestros abuelos, a los veranos de entonces, pero la cita quedó rotundamente establecida: nos veríamos el próximo verano, el 8 de agosto, en Petavonium. ¿Y en qué lugar concreto? En el que había sido punto de mira de nuestros mejores sueños: en la cima del viejo castro romano, entre las negras y enormes rocas, al atardecer.
Pasaron seis meses y, a lo largo de este tiempo, mi ánimo maduró y esperó aquella cita, gozando de las más variadas sensaciones. El encuentro con Lidia 30 años después, ¿de qué nacía, a qué se debía? Esperándolo, no creí en él; y, a la vez, deseé el mejor de los resultados. ¿Pueden volver a renacer los sueños? ¿Un mundo infantil puede cuajar en un amor de madurez? ¿Sólo creíamos en los seres adultos que éramos o pretendíamos recuperar el pasado, la plena felicidad de la infancia? Las dudas me atenazaron, pero a medida que la fecha se aproximaba mi interés se acrecentó, sentí al alcance de mis manos el buen oro de los sueños perdidos; incluso pensé que en la mujer de hoy se podían condensar todos los sueños fugitivos del pasado, los sueños de toda mi vida en soledad, como medio apagada, huérfana del niño en armonía que fui.
Antes de seguir adelante quiero hacer una precisión: tras la partida de Lidia no volví a tener noticias de ella, ni yo me propuse enviárselas. Deseaba profundamente dejar al arbitrio del destino aquella caprichosa y ansiada cita. Pensé a veces en tomar la pluma para, en una carta, confirmarla o rechazarla. Pero la semilla del sueño ya estaba arrojada y sólo cabía esperar el desenlace. Pasaron seis meses. A veces me hacía sufrir la idea de que ella hubiera olvidado lo que sólo había sido una broma brotada de un aburrido congreso. Y me hacía sufrir la idea de que Lidia no acudiera a la cita.CASERÓN FAMILIAR El 17 de agosto, un día antes de la fecha acordada, al atardecer, llegué a Fuentes, el pueblo que se levanta en la hondonada, en la ladera norte de Petavonium. Rechacé amablemente el ofrecimiento de algunos conocidos y del hombre que cuidaba de la casa de mis abuelos para que durmiera en sus viviendas. Preferí el viejo caserón familiar, aunque verlo de nuevo resultara una dolorosísimá experiencia. En la huerta se habían secado la mayoría de los frutales y los hierbajos crecían espesamente por doquier. La casa, en lo fundamental, se conservaba bien, pero había ya algunas habitaciones inservibles, en las que las prolongadas lluvias de invierno se habían dejado sentir. Los escasos muebles que quedaban (estaban acumulados fuera de su primitivo emplazamiento y cargados de polvo) hacían irreconocible cada espacio del pasado. Pero, en mi afán de sumergirme en los días perdidos, me decidí a dormir en una de aquellas alcobas. Cuando anocheció, y tras una rápida limpieza de la guardesa, escogí aquella cama en la que mi tía me contaba historias de lobos y de vagabundos y, sin desnudarme, con la ropa que traía puesta, agotado por el largo viaje, me quedé profundamente dormido. Me pesaban los ojos y estaba deseoso de que las horas volaran, de que la luz de la mañana inundara las salas de aquella casa a la que hasta la luz artificial se había cortado.
Al día siguiente tampoco pude reconocer las huellas del pasado en cada uno de los rincones del pueblo: se habían secado las fuentes y manantiales, los árboles de mi infancia ya no existían o había otros nuevos; algunas casas que fueron decisivas en mis vivencias primeras estaban semiderruidas... Sólo al asomar a los alrededores del pueblo observé que el campo era el mismo de entonces, dominado al fondo por la cima trapezoidal de Petavonium, el viejo castro romano. El pueblo era como un reflejo de mis años últimos: un espacio para la desesperanza y el desencanto; pero más allá de las cercas de adobe y de los últimos huertos abandonados brotaban con fuerza jarales y encinares, crecían los últimos man zanos sobrecargados de frutos. Pero las que estaban más vivas que nunca eran las piedras, las piedras, que parecían no haber sufrido lo más mínimo el paso del tiempo. Me atraía como un imán aquella loma, pero no di ni un paso más, no quise hollar antes de tiempo la senda que conducía a la cima del castro, al lugar de la cita con Lidia. Volví al pueblo a esperar la llegada del atardecer. En éste no había señal alguna de que Lidia hubiera adelantado en un día, como yo, su llegada. No quise preguntar ni saber si una mujer desconocida había llegado por aquellos días a Fuentes.
Me roía la impaciencia, por eso cuando el calor decreció, salí de casa y emprendí la marcha en dirección al teso de Peñas Secas. Era el camino más directo y seguro para acceder al castro desde el norte. ¿Lo recordaría aún Lidia? El calor abrasador del día había resecado cada hierba y estaban mustios algunos pequeños pinos y castaños que habían sido plantados recientemente; pero la primera, levísima humedad del atardecer hacía brotar de la tierra un perfume agreste, que, de golpe, me devolvió los días perdidos. Si volvía el rostro hacia poniente toda la ladera de la sierra parecía de oro. A veces me detenía a la sombra de alguna gran peña y posaba en ella mi mano como deseando extraer su latido de intemporalidad.Tomé luego un camino que torcía hacia la izquierda, el de la primitiva calzada, pero por matar el tiempo me salí de él y vagué caprichosamente entre el tomillo y los peñascales por los que brillaba plateada la piel reseca de alguna culebra. Atravesé un pequeño desfiladero de roca y preferí abordar la cima del castro por la ladera sur, por uno de aquellos bancales aún ceñidos por fuertes muros de piedras. A veces me detenía para remover con mi pie el cenizal o algún mínimo resto de cerámica. Con no poca dificultad, a causa del calor y de la pendiente, llegué a la cueva derruida que se abría en el terreno de mis antepasados y, al fin, subí a la cima, a la meseta cercada de roquedos y barrida por una brisa fogosa.
Me senté allá arriba y oteé las dos laderas del monte y los caminos que llegaban desde los cuatro puntos cardinales. No se veía ni un solo ser humano. Sólo el graznido de algunas aves de presa rompía la encendida mansedumbre de la tarde. Caía el sol y la luz de las cimas cambiaba del blanco al oro. No había ni rastro de Lidia. ¿No había sido yo demasiado ingenuo llegando hasta aquel lugar? ¿Cómo era posible que Lidia regresara a Europa para aquella absurda cita en un apartado rincón? El corazón se me llenó de dudas, pero me apaciguaba aquel áspero y sano perfume de jarales y tomillos, la pureza de la brisa, la infinitud de llanos y de sierras que el sol inundaba. Y me entretuve recordando alguna de las leyendas del lugar: la de la viga de oro, la de la imagen de la Virgen sepultada y descubierta, la de la princesa mora, que en noches de luna se peinaba con un peine de plata y que embelesaba con sus palabras a los pastores que osaban acercarse hasta ella...LA HORA ESPERADASe intensificó la atmósfera del atardecer. El sol mordió por poniente la sierra y, aproximadamente a la hora esperada, vi salir del pueblo un coche que subió lentamente por el camino. Luego se detuvo tras tomar el otro camino, el de la izquierda, cuando las rocas le impidieron avanzar. Vi de lejos, con dificultad, cómo descendían de él dos personas, un hombre y una mujer. El hombre -probablemente un taxista- volvió al coche, dio la vuelta y regresó deprisa al pueblo. La distancia que nos separaba era mucha, pero suficiente para poder apreciar que la mujer era Lidia. Ésta se había quedado de pie y parecía alzar la cabeza en dirección a la cima del castro. Desde la altura yo guardaba silencio y gozaba de su presencia en medio de aquel mar de rocas.Deseaba, por el momento, no moverme, no hablar, no alzar la mano por temor a romper el encanto de su, presencia en aquel espacio que tanto había sabido de nuestras correrías infantiles.
Esperé callado a que ella comenzara a. avanzar hacia la cima, pero observé con sorpresa que no sólo no lo hacía, sino que apoyándose: en una de las rocas, se sentó. Luego continuó su contemplación de la cima con el rostro levantado en dirección a donde yo me encontraba semioculto. Esperé aún, feliz e intriga do, unos momentos, pero Lidia no alteró su posición; se quedó allá abajo, como petrificada, mirando siempre fijamente en dirección a la cima del castro. ¿Su ponía que yo no había llegado aún? ¿Había decidido esperar mi llegada a medio camino y no en la cima, como habíamos acordado?
Al fin rompí aquella tensión y aquella emoción que me embargaban. Me puse de pie y desde el borde de la atalaya, sin decir palabra, agité mis brazos. Pero ella, imperturbable, seguía quieta, sin responder a mis señas Pensaba que no me había visto a causa de la distancia y grité en la tarde su nombre. Ella pareció despertar de su mutismo y agitó uno de sus brazos, me saludó sorprendida y feliz. Yo le pedí que ascendiera a donde yo estaba y que renunciara a toda pereza, pero ella me dijo con naturalidad que estaba algo cansada y que descendiera yo.
Bajé a buen paso, corriendo a veces cuando los pedregales me 19 permitían, contento de volver a verla en aquel lugar, feliz de saber que la cita era ya toda una realidad. Estaba ya a unos 20 metros de ella cuando el gesto hierático de su rostro, aún alzado, y la luz del sol último, que se ocultaba exactamente detrás de su cabeza en aquellos momentos, me confundieron. Me detuve unos instantes ante su figura sentada e imperturbable y luego continué la marcha muy despacio.
Pronto vi que Lidia mantenía la rigidez de la cabeza y que en Sus ojos había no sé qué luz difusa. Era, como si me mirase sin verme. Ningún músculo de su rostro parecía responder al ruido de mis pasos. Ya frente a ella vi que sus pupilas estaban como quemadas y acuosas a la vez. Vi, estando ya a su lado, que ella esbozaba, una sonrisa de tristeza y dulzura, y que luego me tendía una de sus manos mientras decía: "Eres tú, ¿verdad?". Comprendí repentinamente su quietud y su rigidez; comprendí, como quien recibe un latigazo en el rostro, que los ojos de Lidia no veían, que Lidia estaba ciega, completamente ciega.
Me senté despacio a su lado en la roca y estreché sus manos entre las mías como quien estrecha las de una diosa, las de una divinidad. Luego fueron pasando los minutos tensos y dolorosísimos, cruelmente dichosos. De sus labios llegaron las razones de su ceguera, y de sus ojos muertos, algunas lágrimas. Reímos y lloramos mientras el monte se oscurecía a nuestro alrededor y parecía contemplar imperturbable, eterno, nuestra soledad de: estatuas.
Hubo dulzuras y nuevas razones y caricias mientras oscurecía. Lidia, a pesar de aquella terrible e inesperada circunstancia, había acudido a la cita desde el otro lado del océano; había llegado hasta el monte de sus sueños perdidos; había quedado quieta bajo la luz del ocaso, entre las, rocas, muda, esperando no sé qué milagro. (Quizá el de recuperar los ojos de su niñez.)
Me esforcé en balbucear proyectos comunes mientras renunciábamos a ascender a la cima de nuestros sueños. (O mientras la cima de nuestros sueños se derrumbaba.) Era como renunciar, de forma brutal, a nuestra infancia. Cuando volvimos, paseando lentamente, en dirección al pueblo le pedí que se quedara a mi lado, pero no supe (o no quise discretamente saber) por qué razón ella deseó regresar a su lugar de residencia. ¡Cuántas veces me he preguntado luego por los posibles seres o circunstancias que la esperaban allá, al otro lado del océano! Pero ella nada dijo.
Aquella misma noche subimos a, mi coche y abandonamos Fuentes como dos furtivos. Partimos en dirección a un aeropuerto del que ella había llegado no muchas horas antes. La llevé hasta aquel avión que la conduciría hasta una vida de la que yo nada sabía, hacia la nada, hacia la muerte. La muerte, que era algo tan alejado de nuestra infancia., tan alejado de toda infancia. Y como ella, regresando entre el bosque de encinas, yo tampoco podía ver en la noche a causa del dolor que sentía.
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