¿Quién canta victoria?
AHORA SE ve bien claro que las denuncias de inconstitucionalidad que se hacían contra la legislación especial antiterrorista desde diversos sectores de la sociedad española no eran el resultado de ninguna maniobra antigubernamental o consecuencia del deseo malévolo de perturbar las tareas del Ejecutivo. Así lo ha puesto de manifiesto, a despecho de las reiteradas declaraciones del poder, el Tribunal Constitucional. Cuatro de los aspectos más evocados en la polémica a lo largo de estos años han sido declarados inconstitucionales: la prolongación de la detención policial hasta siete días más de los tres autorizados en la ley de Enjuiciamiento Criminal, la creación del delito específico de apología del terrorismo, la incomunicación por tiempo indeterminado del detenido por decisión de la autoridad gubernativa y la clausura preventiva de los medios de comunicación. Sobre algunos otros, como la limitación del derecho de defensa a la designación de abogado de oficio, el tribunal se ha inclinado por mayoría a favor de su constitucionalidad, aunque cinco magistrados han estimado injustificada la restricción de este derecho para los acusados de delitos de terrorismo.Que el propio Gobierno albergaba más dudas sobre la cuestión ole lo que las declaraciones oficiales daban a entender lo demuestra el hecho de que esos cuatro puntos coinciden con los eliminados del cuerpo legal que sustituirá a la actual legislación antiterrorista. Se ha podido así aminorar el impacto político de esta desautorización, escudándose en el pueril argumento -utilizado ayer por el portavoz- de que la sentencia viene a suponer la declaración de constitucionalidad de la nueva legislación. Lo que es la sentencia en concreto es una desautorización política -y una recusación moral por ende- de todos los Gobiernos que en estos años se han empeñado en sostenella (frente a los requerimientos de juristas, asociaciones cívicas y medios de comunicación democráticos).
Esa desautorización afecta, y debería avergonzar, a los grupos parlamentarios que apoyaron la ley o que renunciaron a recurrirla; pero también al Defensor del Pueblo, que, tras meses de vacilaciones entre servir a la justicia o al poder, optó por esta segunda posibilidad. Tan sólo los nacionalistas vascos y catalanes han mantenido en este caso una actitud digna, haciendo que los Parlamentos de ambas comunidades presentaran recurso de inconstitucionalidad. Los socialistas, que se habían encontrado con una legislación dispersa e incoherente en esta materia, construida en parte a golpe de decretos-ley y gravemente afectada de presunción de inconstitucionalidad, so pretexto de poner orden en el asunto mediante la refundición en una única ley, lo que hicieron fue consagrar sus deficiencias.
Atrás quedan muchos años de vigencia de disposiciones inconstitucionales que han sido aplicadas, de manera injusta y arbitraria, a muchos ciudadanos, y esgrimidas como amenaza injustificable ante toda la sociedad. ¿Quién va a reparar los daños ocasionados ilegalmente a estas personas, especialmente a aquellas que han sufrido procesamiento y han sido condenadas a penas de privación de libertad por apología del terrorismo? ¿Habrá que cerrar los ojos ante la desaparición de Santiago Corella, el Nani, en el marco de impunidad de esta legislación, o ante su aplicación a detenidos que nada tenían que ver con delitos de terrorismo: 11 en 1980, 195 en 1981, 109 en 1982 y 128 en 1983, según datos oficiales referidos solamente a esos años? El Tribunal Constitucional ha sentenciado que no cabe tal reparación. Sin embargo, todo esto ha sido posible por la autonomía permitida a las fuerzas de seguridad en la aplicación de esta legislación especial y por el abandono de una regla básica del Estado de derecho: el amparo tutelar del juez sobre toda persona detenida desde el mismo momento de su detención. Y si la reparación jurídica no es posible, la política resulta inexcusable.
El carácter despiadado del terrorismo no puede ser evocado como justificación de actitudes ilegales del Estado. Precisamente porque lo que distingue al terrorismo de otras formas de delincuencia es la deliberada voluntad de acabar por la fuerza, o bajo su presión, con el Estado de derecho, las instituciones democráticas deben extremar su celo para no caer en la trampa de renunciar, en nombre de la lucha antiterrorista, a los principios que definen a aquél. Cuando así ocurre, son los terroristas, y no la sociedad civilizada que ellos combaten, quienes pueden apuntarse la victoria.
La fuerza de la razón
Por el contrario, la superioridad del sistema democrático se mide por su capacidad para controlar eventuales excesos del poder. Frente a la razón de Estado, interesada y falazmente esgrimida por los sucesivos Gobiernos para justificar leyes que cuestionaban principios constitucionales, los propios mecanismos del sistema han logrado hacer que impere la fuerza de la razón. Y en este asunto, mal que les pese a algunos, la razón estuvo siempre del lado de los que sostuvieron que ningún fin justificaba el recurso a legislaciones de tan dudosa juridicidad como la que ahora ha sido desautorizada por el Tribunal Constitucional.
El asalto del terrorismo al Estado no sólo se mide por el número de víctimas que produce. También por los efectos de asimilación en el interior del propio Estado de los contravalores que propugna con su ciega violencia. El Estado democrático dispone de legitimidad y de medios para prevenir en lo posible las acciones criminales del terrorismo, y si éstas se producen, para que no queden impunes. Más difícil es defenderse de la sinuosa interiorización de sus métodos abyectos ante el implacable cerco a que tiene sometida a la sociedad entera. La persistencia durante años de una legislación tan aberrante como la antiterrorista, conculcadora de elementales principios como los de legalidad, seguridad jurídica e interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos, es una buena prueba de ello.
Aunque sea altamente discutible su inclusión en los códigos ordinarios, la legislación contra el terrorismo que elabora actualmente el Gobierno ha sido expurgada en alguna medida de tales aberraciones. Persisten otras, sin embargo, como el empecinamiento en equiparar el delito en grado de frustración al consumado, en establecer penas únicas para determinados actos delictivos o en resucitar la suspensión del cargo público por simple procesamiento.
Lástima que se haya rectificado tan tarde, aunque sólo sea en parte, cuando ya nada se puede hacer para cambiar la historia negra escrita a cobijo de una legislación que ofende al Estado de derecho, y cuya misma existencia se ha revelado contraproducente para la propia erradicación del fenómeno terrorista.
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