Tristezas y posibilidades del exilio
Los desterrados saben que el exilio consiste en no clavar un clavo sobre una pared extranjera porque "mañana volverás". Lo aprendieron con Brecht. Con la poesía en general, que ha sabido reflejar su tragedia mejor que cualquier análisis sociológico.Por cierto, los poetas latinoamericanos han asumido su cuota en la canción. Con conocimiento de causa, porque muchos de ellos han vivido ese tiempo suspendido de la región del exilio. Ese síndrome aplastante de soledad, nostalgia, rencor y locura.
Para la uruguaya Cristina Peri Rossi, la cara del exilio -Y del refugio como contraparte- tiene una mueca amarga: "El país donde quisiéramos volver / ya no existe, / lo perdimos en el intento / de construir el país / donde queríamos vivir".
Pablo Neruda, antes, había llegado a una síntesis enigmática: "El destierro es redondo: / un círculo, un anillo...".
Tal vez, porque, si el exilio es largo, no termina cuando se acaba. Porque 5, 15, 20 años, no son nada sólo en el tango, y los exiliados de hoy ya no retornan diciendo: "Como decíamos ayer". Saben que su vida cambió para siempre.
Es que, entre exilio y desexilio -como llama Mario Benedetti al retorno-, cambió el país que debió abandonarse, cambiaron los exiliados en sus países ¿le acogida, se deshicieron y formaron familias, nacieron hijos y hasta nietos. Muchos desterrados aprendieron a quedarse solos con la nostalgia (quienes los rodean no tienen por qué regresar a un lugar del cual no salieron), condenados, posiblemente, a esa "muerte callada y extranjera". que temía Gabriela Mistral.
En el fondo de¡ lamento está la compleja relación con los nacionales del país de refugio. Magnificada, eventualmente, por los problemas del -desempleo o por los abismos culturales. Así, el refugiado puede ser, para el habitante establecido, un convidado de piedra que viene a competir por su pan. Y que, para agravar las cosas, trae un bagaje de costumbres extrañas. Fenómeno que a su vez afirma al refugiado en el síndrome del exilio, al desgarrarlo entre la discriminación que lo arrojó al extran ero y la discriminación que percibe o cree percibir en el extranjero.
En el fondo es la espiral del desencuentro, que comienza en los asomos de xenofobia y que culmina en el enclaustramiento del gueto. Como resultado, ellos, los refugiados, no se asimilan al nuevo país porque no los dejan, y aquéllos, los habitantes establecidos, no asimilan a los refugiados porque éstos no se dejan.
Lo grave es que vivimos una época de exilios masivos. Ya pasó el tiempo del ostracismo individual -quizá románticoque vivieron, por ejemplo, los líderes de las jóvenes naciones de América Latina. El uruguayo Artigas, el argentino San Martín, el chileno O'Higgins, muertos en el exilio y hoy reconocidos como padres de sus patrias, han dado paso a legiones de exiliados anónimos de todas partes. Seres humanos desplazados por efecto de "guerras internas", apartheid, o por la represión de ideologías y creencias.
Problema mundial
El exilio se ha convertido, así, en el resumen de la violación de los derechos humanos en la sociedad contemporánea, como subproducto de la tiranía, el racismo y la opresión. Desde un punto de vista legalista, habría que decir que nadie tiene derecho a vaciar sus "excedentes políticos" en otro país. Pero ante la realidad de esta violación enorme de las pautas de convivencia interna e internacional sólo queda asumir humanitariamente el agravio por parte de los receptores. Éstos saben que se trata de un problema mundial, que las Naciones Unidas han enfrentado a través de un órgano especializado: el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR).
En este contexto hay que descubrir los elementos positivos que existen, débilmente, en el núcleo del exilio. Porque, como el mal diricilmente puede ser absoluto, en la tragedia está inmersa la posibilidad de un enriquecimiento mutuo entre exiliados y habitantes establecidos. La posibilidad de que lo piadoso-humanitario, impregnado de precariedad, revierta en una integración de hecho, en la cual el país de acogida brinde sus oportunidades y los refugiados entreguen sus capacidades. Como si el país de asilo fuera permanente. Una posibilidad de segunda patria.
Naturalmente, esto puede ser utópico cuando todo separa a los habitantes establecidos de los pasajeros del exilio. Pero, entre seres humanos vinculados por la historia, la sangre, la lengua y la cultura, la asimilación o integración debería ser una meta natural. Concretamente, debería ser el objetivo recíproco de los españoles; y de los exiliados de América Latina.
Además, ya existe una experiencia común en el mismo nivel de la tragedia: América Latina, receptora de refugiados españoles ayer, está pasando el testimonio a España, receptora de refugiados latinoamericanos hoy. El propio rey Juan Carlos, recibiendo la medalla Nansen por su labor en favor de los refugiados, lo reconoció en Ginebra con rotunda claridad. Por eso, sintetizó, "la condición de los refugiados iberoamericanos despierta en España emociones profundas".
En el fondo de esta eventual integración no utópica puede escucharse el eco de León Felipe cantando a esos "españoles del éxodo y el llanto". Ese poeta español que, por una parte, lloraba su "patria perdida" y, por otra, comunicaba su "ruidosa alegría" al descubrirse ciudadano de México, Guatemala, Nicaragua, Costa Rica, Venezuela, Colombia, Perú, Chile, Argentina, Uruguay. "Aquí se me ha multiplicado la patria", exclamaba, porque "América es la patria de mi sangre".
Desde este punto de vista, el prejuicio sólo debe ser la anécdota. Más allá de la coyuntura de esos latinoamericanos que no se esfuerzan por integrarse y de esos españoles que los mantienen a distancia de sudaca, debe atenderse al germen unificador. En el exilio y en el asilo está la oportunidad de un motor humano para la conquista mutua. Para que España, en vez de "madre patria" del pasado, sea la "segunda patria" del presente. Para atravesar, en suma, desde la simplicidad de la retórica a la complejidad de la integración.
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