Radicalmente internacionales
Entre las ideas revolucionarias del siglo pasado que fueron ajusticiadas sin misericordia en el nuestro por la brutalidad de las dos grandes guerras, el internacionalismo es la más conmovedora y la que más urgentemente merece ser recuperada. Internacionalismo significa ante todo, no conviene olvidarlo, antinacionalismo. Con los sentimientos de exaltación y autoafirmación nacionalista pasa como con los pantalones vaqueros: hoy los lleva todo el mundo y parecen tan imprescindibles como eternos, pero se sabe históricamente que aparecieron cierto día y que podrían caer en desuso alguna vez. Hay atisbos de que esto llegará no muy tarde a ocurrir (hablo ahora de los nacionalismos, por supuesto, no de los pantalones) y quizá el siglo venidero los considere con la misma liquidadora hostilidad con que el nuestro ha tratado a los colonialismos que caracterizaron el siglo anterior. En España, por ejemplo, la experiencia de los últimos años ya ha logrado que cada cual aborrezca justificadamente el nacionalismo del vecino: ahora sólo falta aborrecer el propio para ponemos en el buen camino.No se trata, claro, de abolir de un plumazo las identidades colectivas, sino de ilustrarlas y hacerlas madurar. Los patriotismos basados en las banderas (éstas son, como bien dijo Gesualdo Bufalino, "pañales para pueblos infantiles que se mean en la cuna") tendrán que dejar paso a lo que Habermas ha denominado patriotismos constitucionales, anudados no en torno a gestas pasadas y al olvido interesado de la siempre presente barbarie, sino merced al interés racional por los principios universales de la sociedad libre. Solidaridad no frente al enemigo, sino junto al semejante; basada en la reflexión más que en la auto complaciente memoria mítica. Cuando hoy se lanzan diatribas contra el ascenso teórico del individualismo y se le tacha de egoísta, se olvida que el verdadero egoísmo depredador es el de las naciones -sean ya estatalmente existentes o proyectadas- que se comportan entre sí de un modo menos escrupuloso que el habitual entre los individuos más desalmados. Lo que corresponde el moderno individualismo democrático no es la rapiña feroz y ególatra -distintiva del orgullo nacional en sus aplicaciones efectivas-, sino la percepción política de lo universalmente válido. Si merece la pena esforzarse por una Europa, no será por la de las naciones ni por la de los pueblos, sino por la Europa de los derechos humanos universales, constitucionalmente arrancados por los individuos asociados a los Estados patrióticamente empeñados en conculcarlos bajo la belicosa coartada del interés nacional.
De modo que hay dos razones para procurar recobrar el ideal internacionalista: primero, porque hay problemas que no pueden ser, no ya resueltos, sino ni siquiera planteados más que internacionalmente; segundo, porque las propias naciones en cuanto mecanismos de poder son uno de los mayores problemas políticos que hoy se nos plantean. Por supuesto, los comienzos de cualquier experimento internacionalista exigem cierta homogeneidad cultural, social y económica en la zona donde va a aplicarse, así como que la iniciativa parta de ciudadanos y no -las razones son obvias- de Gobiernos nacionales ode nacionalistas sin gobierno. Parece evidente que Europa, tanto por sus armonías como por sus discordias, en suma por su riqueza, es el campo de piruebas más tentador.
En un congreso que va a realizarse a comienzos del año próximo en Bolonia, el partido radical va a plantearse la oportunidad y objetivos de su efectiva internacionalización. Digo efect¡va porque sus estatutos siempre contemplaron esta posibilidad, por lo que nunca quisieron apellidarse partido radical italiano y hasta tuvieron un secretario general de nacionalidad francesa. Los radicales no son un movimiento de masas, sin duda, pero en cuanto grupo de intervención política cuentan con el mayor número de logros (no promesas) de la Europa democrática. En España hoy pueden sonar ante todo por las genialidades más o menos oportunas de Cicciolina y quienes consideramos más obsceno un pecho condecorado que un pecho desnudo tampoco tenemos que escandalizarnos por ello. Pero sería lamentable olvidar que son ante todo el partido del divorcio y del aborto en Italia, batallas que nadie quería plantear y ellos ganaron, o de la iniciativa de reférendos como los cinco muy recientes que han obtenido logros tan poco comunes como el frenazo a la expansión de la energía nuclear o un replanteamiento riguroso de la situación de la jiasticia. Por cierto, es curioso que la Prensa aquí haya insistido más en la confusión de las preguntas planteadas en esas consultas que en la claridad de resultados que tanto tienen que ver con problemas también acuciantes en España. Como permiten la doble mil¡tanc¡a y no se presentan como aspirantes directos al Gobierno en ningún Estado, los radicales están en la mejor de las situaciones para intentar la aventura internacionalista. Su papel podría ser de fermento de ideas prácticas -por favor, no de teorías salvadoras- funcionando por medio de plebiscitos, llamadas a la opinión pública o prestando iniciativas a partidos de masas o grupos de presión que quisieran sumarse a ellas.
Tres niveles son imaginables para esta actividad política internacionalista. Uno, luchar por medio de apoyo transnacional contra situaciones intolerables reinantes en unos países de Europa y resueltas en otros (lo que de paso permitiría desmitificar el dogma de la no injerencia, pacto de complicidad entre los, Estados): verbigracia, el caso del aborto o la objeción de conciencia en España. Dos, problemas intereuropeos que pudieran plantearse críticamente en organismos como el Parlamento de Estrasburgo: verbigracia, trabajadores emigrados, refugiados políticos, desmilitarización nuclear, paro, situación carcelaria, etcétera... Tres, campañas de ámbito intercontinental o aun mundial, como el combate contra el hambre o contra la prohibición criminógena de las drogas. Pero, sobre todo, la simple existencia de un partido auténticamente internacional sería ya un logro político en sí misma.
Ciertamente, no se trata de objetivos tan ambiciosos como para movilizar a los apoltronados partidarios del todo o nada. No es un proyecto para cambiar de mundo -aboliendo el siniestro reinado del señor capital, etcétera-, sino para modificar ciertas cosas en el mundo. Pero a estas alturas, ¿quién ignora que el fundamentalismo político no es más que la máscara de la pereza o de la gruñona complicidad?
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